La perla del emperador. Daniel Guebel

La perla del emperador - Daniel Guebel


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impedirlo?

      Li Chi sacudió la cabeza. “Ya cae el sol”, dijo, y extrajo de una cajilla taraceada una pequeña pipa de madera negra, pulida por el roce, y colocó la bolita de opio, que encendió suspirando.

      —Y bien —dijo, y aspiró lentamente—. Y bien, oh Perla de Labuán, aquí estamos. Mi relato no ha promediado aún y mi garganta ya está seca. Carezco de larga palabra, acostumbrado como estoy a dar oído a la voz del sabio y no a mis necios rumores. Pese a lo que puedan decir de mí, solo tengo este hábito, que me transmitió mi padre. “El opio —dice el poeta— es más fresco que el invierno y más dulce que la miel.” ¿Y quién es Li Chi para desmentirlo? Mira al ardor de la sustancia en el cuenco. ¿No te agrada el efluvio de su ignición?

      —Ciertamente —dije—, pero me estabas hablando de Tepe Sarab.

      —Oh, sí, Tepe. Tepe Sarab. El hombre que halló La Perla del Emperador. ¿Sabes? Cuando Muti, su mujer, murió, antes de morir dijo que lo había visto a él, a Tepe, mirarla. Nadie le creyó, claro, porque deliraba, pero fingieron creerle porque desde la muerte el moribundo habla, y su hablar nunca es mentira. La mujer que perfumaba su cuerpo con ker no dijo nada. ¿Cuánto tiempo hacía que Tepe Sarab había muerto? ¿Había muerto, Tepe? A nadie le importaba ya averiguarlo. Pero mucho antes de ese morir, Muti pidió a Tepe que le trajese un rial de oro. “Tómalo del barco hundido. ¿Quién habrá de desconfiar de ti, tartamudo?”, dijo. “Pero el rial es del Shah”, contestó Tepe. “Es tuyo si tú lo tomas”, aseguró Muti. “El Shah no ha de notar la diferencia.” Tepe asintió y se encaminó hacia el muelle.

      Los guardias los formaron en fila. Olían a grasa y a leche de cabra. Los pescadores murmuraban frases hostiles, pero el zumbido de un látigo los aquietó. Por una escala de cuerdas fueron abandonando el muelle. Despacio, envarados por el rocío de la madrugada, entraban en las canoas. Tepe se apoyó en el hombro de un compañero; aún tenía sueño, y el día iba a ser agotador. “Debo estar descansado para cuando sea el momento de tomar el rial”, pensó. Muti siempre le había reprochado su falta de interés por el dinero. Para Tepe, la relación que había entre una perla de mediano tamaño y tres terneras era un misterio. El mundo consistía en perfumes y gustos y colores, y aunque él mismo trocaba perlas por telas y vasijas y gallinas no podía comprender qué clase de vínculo existía entre aquellas y las cosas necesarias para la subsistencia. ¡Y ahora su mujer le exigía una moneda! Sin duda, la vida tendía a la abstracción.

      La canoa se detuvo. Los aprestos despertaron a Tepe. Habían llegado a la zona de inmersión. Las embarcaciones se arracimaban. Abajo, diluido por las ondas verdes, se distinguía el barco. Los pescadores comenzaban a zambullirse. Tepe fingió ocuparse de un rollo de cuerdas y echó un vistazo por la borda: los cuerpos de sus compañeros parecían manchas, pequeñas aberraciones del mar, a resguardo en la oscuridad que proyectaban las canoas. Luego contó a los guardias. Había uno por cada tres pescadores. Los consejeros del Shah temían que algún pescador de excelsa capacidad pulmonar se apoderase de parte de los tesoros y, atravesando las formaciones de coral, llegase hasta la costa sin ser descubierto. Suponían que entre los acantilados habría infinidad de lugares donde ocultar lo hurtado. Tepe sabía que era imposible resistir tanto. Pero, claro, ¿acaso le habían preguntado a él o a cualquier otro pescador cuánto resistía un pescador? Además, al término de la jornada eran revisados: un guardia les apartaba los taparrabos; otro les abría sus bocas y hurgaba bajo las lenguas. De noche, el mar florecía en multitud de antorchas dispuestas sobre canastos de mimbre que se mecían por encima del barco hundido. Ningún nadador furtivo podía acercarse sin ser descubierto y asaeteado. Las antorchas duraban desde el claror hasta la palidez final de la luna, y terminaban de consumirse a la salida del sol. Al amanecer, los guardias —ebrios de la vigilia en sus palacios danzantes— contemplaban un mar repleto de pequeñas cunas erizadas de negras serpientes humeantes que lentamente iban encendiendo el mimbre hasta el borde mismo del agua.

      Pero no terminaban allí los cuidados. Para vigilar el barco hundido con la misma facilidad que si fuese de día, los guardias soltaban, a distintas profundidades, esferas de seis pies de ancho, construidas sobre la base de un esqueleto de junco trenzado que se cubría de un tejido de seda finísima. Antes de cerrar la esfera, arrojaban en su interior miríadas de ilis. ¿Sabes, oh Perla? Los ilis son insectos diminutos que moran entre las hierbas del pantano. Los dioses los proveen de un vientre que suelta, cada tres pulsos, una llamarada blanca. Cuando son atacados, se niegan a morir y arden en luz. Hay quienes dicen que cada ili es el espíritu de un muerto que en vida padeció cobardía. Los ilis jamás superan dos días de sombra y fulgor, y se alimentan del líquido que flota en su seno. Insectos del esplendor, en la muerte parecen granos de tierra seca.

      Esas esferas iluminaban el fondo del mar como una caverna de mica. Unidas a los costados de las canoas por cadenas de plata, las esferas recorrían los senderos de las corrientes marinas alumbrando la oquedad; el agua resplandecía en suaves tonalidades ámbar. Cientos de peces se acercaban, cautivados por la danza de los ilis. Algunos, voraces, confundían sus titilaciones con el relampagueo eléctrico que sacude el vientre de las rayas, y atacaban a mordiscos las esferas. Una leve disminución de la intensidad de luz de una zona indicaba que una esfera no había resistido. Tirando de una cadena, los guardias la recogían: el esqueleto quebrado, la desgarrada seda, y el chorro de agua que se lleva ríos de ilis como moscas muertas.

      Sin embargo, a juicio de los consejeros del Shah, todas las medidas adoptadas no bastaban; competían en agradar a su amo presentando soluciones y proyectos de precauciones para preservar el tesoro. El hijo del gobernador de Hamadán concibió el rescate del barco mediante un sistema de palancas que habrían de apoyarse en el lecho rocoso. Un juego de roldanas y poleas fijas y móviles dividiría su peso hasta llegar a una cifra igual a tres arrobas de trigo. “Una idea encantadora—sonrió el Shah—. Pero ¿quién coloca las palancas?” Otro consejero sugirió ceñir al casco una ristra de vejigas de buey: infladas por inyección de aire arrancarían al barco del fondo. El consejero protector de sellos Kalamir, objeto de las burlas de un bufón, comentó que la pequeñez del enano lo convertía en la persona ideal para comandar un buque que inspeccionase aquellos páramos.

      Ajeno por completo a estas especulaciones, Tepe se apartó de la borda y contempló a los guardias: la mayoría dormitaba. Considerando suficientes las medidas de seguridad, preferían pasar las horas de manera liviana. Habían dispuesto algunos turnos de vigilancia y entretanto reponían fuerzas. Algunos echaban los dados en cascos de cuero. Tepe comprendió que ese día daba tanto como cualquier otro. Se puso de pie: ya era hora de entrar en el agua.

      En ese momento lo descubrió un guardia. Era Kamiz, conocido por su fuerza. “¡Eh, Tepe! —le dijo—, cuéntanos un cuento.” Se acercó al pescador y lo aferró por el cuello. “N-n-n-no s-s-s-s-sé nin-g-g-g-gún c-c-cu-cu-cuen-t-t-t-to s-s-se-se-e-ño-r”, contestó Tepe encogiéndose. Kamiz levantó la diestra; iba a golpearlo, pero lo pensó mejor. Tomándolo de los hombros arrojó a Tepe al mar. “¡Pues refresca tu memoria!”, le gritó. Sus compañeros festejaron la broma.

      El mar se abrió al paso del cuerpo. Tepe sonrió. Hendiendo las profundidades, agradecía la ventura de ser pescador de perlas. Nunca había querido ser jefe de tropa, ni mercader que atraviesa los desiertos, ni sacerdote o jardinero. El mar era su dios; todo lo conocía sin necesidad de palabras. “Hoy tomaré el rial de oro —pensó—. Solo uno. Pasará inadvertido.”

      Con esa esperanza trabajó todo el día. Decenas de veces apareció en la superficie extendiendo sus manos cargadas de collares de abasida y anillos y cajitas de marfil incrustadas de estrellas de oro. No te fatigaré, ¡oh Perla de Labuán!, con el relato de las ínfimas peripecias de su espíritu. Al filo del anochecer los pescadores arrojaban pequeñas redes en busca de peces ciegos. Tepe comprendió que la jornada concluía sin que él se hubiese decidido a tomar el rial. ¿Qué le diría a Muti? Imaginaba el despecho pintado en el rostro de su mujer, el vendaval de reproches, la sopa fría...

      Separose del borde de la canoa. “¡Idiota! —le gritó un guardia—. ¡Ya no...!” Hablaba a la estela de espuma. Tepe descendía otra vez. A medida que se adentraba en las profundidades todo se volvía difuso. A su lado pasó una esfera de junco. Los ilis despedían un resplandor uniforme.


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