La perla del emperador. Daniel Guebel

La perla del emperador - Daniel Guebel


Скачать книгу
que la oferta de Li Chi encarnaba la oportunidad de mi destino, y yo la había dejado pasar simplemente porque me había sido presentada bajo el disfraz de un vicioso.

      En esas afiebradas vigilias me acordé también de que Li Chi me había dicho: “Solo La Perla de Labuán es digna de La Perla del Emperador”. Esa afirmación satisfacía a mi orgullo, pero molestaba a mi inteligencia. La Perla del Emperador brillaría con parejo fulgor cuando mi propia belleza se hubiese vuelto ceniza. ¿Por qué un hábil comerciante como Li Chi se habría inclinado a ofrecerme su posesión? ¿Por qué a mí, que no podía competir en fortuna con los poderosos de Malasia?

      Esas cuestiones torturaban mi espíritu. Antes de desvanecerse en el anochecer, apartando sus ojos de la línea de bruma, Li Chi me había dicho: “¿Creerías en su existencia, ¡oh Perla de Labuán!, si asistieras a su destellar?”.

      En su procura desparramé decenas de emisarios por las provincias del interior y los estados costeros. Li Chi había desaparecido. Sin embargo, mis enviados recorrían todos los confines de las islas llevando un único mensaje: “Acepto”. ¿Qué sentido habría tenido su pregunta, sino el de anunciarme que me daría otra oportunidad?

      El día en que finalizaban los festejos de la Diosa del Río mi empleado se llegó a mi refugio y confesó que su ineptitud y su avaricia arrastraron la tienda al borde de la ruina. Había sido engañado, había malvendido objetos costosísimos, se había reservado un diezmo del total: ahora me rogaba que le concediera una muerte honrosa. Distraídamente le agradecí la noticia y le obsequié la libertad. Esa desgracia que él anunciaba era aparente, y bajo su forma me era dado comprender que mi vida seguía determinada por signos cuyo develamiento no era inmediato. Me arranqué a la rutina de la espera y volví a mi tienda. Allí descubrí que las ocupaciones retomadas limpiaban mi ser de los excesos de desesperación a los que me había acostumbrado. Me decidí a abandonar toda ilusión. Estaba dispuesta a envejecer en calma.

      Por ese tiempo se desató un incendio del otro lado del río. La policía nativa lo atribuyó a sicarios de la corona inglesa, pero era claro que se debía a la costumbre local de dirimir pleitos disparando fuegos artificiales. Una vieja tradición decía que, habiendo disputa entre dos personas, la razón asiste a aquella cuya caña voladora se eleva más derecho y alto en el cielo, y cuya luz tarda más en desvanecerse. En vez de horadar el firmamento, uno de esos instrumentos de ley había ido a parar a un depósito de paja. Y ese fue el comienzo. Del otro lado del río se encuentra el sector más populoso de la isla: se alternan chozas de barro y hojas de palmera con palacetes de un lujo abismal. Era, en aquel entonces, sitio de prostíbulos y de juego: grandes cantidades de dinero cambiaban de dueño con increíble facilidad. Yo misma había visto hombrecillos mugrientos haciéndose tatuar fantásticos animales en el pecho, y a ricos comerciantes que eran despojados de sus vestidos y obligados a tirar de carros de campesinos. El fuego había arrasado con todo y solamente se detuvo frente a la barrera de agua. Desde mi tienda oía el lamento de los alcanzados por las llamas: llegaba filtrado por el fragor de la quemazón. Aprisionadas en sus precarias construcciones de tres y de cinco pisos, las siluetas incendiadas se arrojaban al vacío. Los carros de bombero hendían la multitud y los cascos de los caballos pisoteaban a los moribundos. De esa devastación se extraía una verdad que acepté casi con indiferencia: esa era la zona donde preferían concentrarse los esclavos del opio.

      Días después mis agentes me comunicaron que entre los escombros del fumadero más mísero habían encontrado un cadáver cuyas características eran asimilables a las de aquel chino que yo buscara. Su rostro parecía una blanca máscara calcinada. Un sobreviviente recordó que, segundos antes de que el techo se derrumbara, el muerto, que fumaba a su lado, le había referido un sueño: en el sueño el muerto estaba desnudo, de pie en medio de una planicie de sal, mirando el resplandor de la luna en una esfera de plata. El muerto se bañaba en el reflejo; el resplandor era idéntico al de una perla vista a través del ojo de una aguja en llamas.

      Pasaron meses sin novedad alguna. Lo monótono tuvo su virtud, y fue la de volverme hacia las minucias. ¡Con qué dedicación lustraba yo los objetos de mi tienda! Horas enteras me demoraba en fregar la porcelana de Swan que obtuviera del saqueo de Caulún. Ningún pensamiento se deslizaba por mi cerebro. Sin pedirla, había logrado la quietud, y en ese lago de emociones neutras me dejaba estar. Tras la jornada de trabajo sacaba una silla de paja a la terraza de mi tienda y allí, sorbiendo una áspera bebida popular, vestida con un sari del Kurdistán, gozaba del vendaval que desde el estuario avanzaba al anochecer. Concentrada en sorber los jugos de hierbas, contemplaba el vuelo de los pájaros sobre la agonizante claridad del cielo. Sola en toda la extensión del delta del Selangor, disfrutaba del espectáculo del ocaso. El sol aún ardía en el agua: la ausencia de frescura, aumentada por el brebaje, era un anticipo de la eclosión. Yo observaba el lento opacamiento de los fulgores y luego, con el sari recogido a la altura del nacimiento de los muslos, me entregaba al soplo del viento que venía del Este.

      Toda la naturaleza se plegaba al fenómeno, y en esa calma cada objeto recuperaba su verdadero peso y condición; su intensidad de presencia. Las hierbas caían mansamente al fondo de la vasija; las hojas secas dormían en la maleza. Mi cuerpo parecía flotar en una sustancia aceitosa. Trasladarse era agobiante, así es que me limitaba a mirar el avance del viento.

      Venía del estuario, cargado de agua, sacudiendo las copas de los árboles. Atisbo de otro mundo —pensaba siempre—, se detendrá en la distancia; jamás habrá de atravesar esta calma. El pelo chorreaba sobre mi cara y de sus puntas se desprendían pequeñas gotas de sudor. Estaba dentro de una burbuja. Apartar el pelo —pensaba—; apartarlo solo un poco, y los elementos se desatan.

      Cumplía ese gesto y los techos de las chozas se hundían en el vendaval: a sus moradores los arrastraba el torbellino. El viento cavaba pozos en el río y extraía peces y los destripaba sobre los espinos. Grandes rocas rodaban de la ladera del Trengannu, sus chispas se fundían en el relámpago.

      Desde mi terraza, situada a gran altura y protegida por sólidas hileras de pinos, contemplaba el desastre sin correr peligro. El viento me llegaba libre de basura. Se adueñaba de mi cuerpo, lo moldeaba; yo perdía mis formas. Las gotas de lluvia estallaban en minúsculas tormentas. Con la boca abierta yo cedía al viento. El sari se adhería a la piel; a veces el viento me lo arrancaba; cercándome, me asfixiaba.

      Despertaba con la helada. El viento había ido a asolar el interior de la isla.

      Un día un anciano, otro chino, se llegó a mi tienda; dijo ser el mayor de la familia Chao y llamarse él mismo Chaw Mien. En un fumadero se había enterado de que yo andaba a la caza de datos sobre el paradero de Li Chi. Chaw Mien no indagó en los motivos de mi interés por aquel que llamó “el más despreciable de los seres”: fue discreto hasta el punto de no fingir sorpresa por mi discreción. Dijo en cambio que Li Chi, además de ser un comerciante inescrupuloso, había sido un insaciable devorador de la honra de las muchachas de su colectividad. Chaw Mien no quería tener secretos conmigo: a ese doble furor habían sucumbido su economía y los retoños femeninos de su familia. Pero su caso no era el único: hombres más respetables que él habían sufrido trato similar, y juraron vengarse. A mi propia seguridad, dijo Chaw Mien, convenía el que yo no demorara en transmitirle cualquier noticia que recibiese acerca de Li Chi.

      Su manera, a la vez amenazadora e insinuante, me disgustó. Su misma persona imponía la tentación de rehusarse. Pero yo no tenía motivos para no mostrarme ecuánime, así es que me tomé unos instantes antes de responder:

      —Nada en este mundo me asusta entonces, pues de Li Chi solo espero la confirmación de su muerte.

      Había supuesto que esa frase iba a bastar. Sorpresivamente, Chaw Mien rió:

      —Su muerte... cuando joven, yo mismo me entretuve en morir unas cuantas veces; es muy bueno para la salud, siempre que no ocurra de manera definitiva.

      —Creí que únicamente los malayos, y algunos hindúes, soñaban con vidas sucesivas para una misma alma —dije reprimiendo mi desdén—. Ignoraba que los chinos compartieran ese entusiasmo.

      —Claro, claro —dijo Chaw Mien—, Li Chi es hábil, La Perla de Labuán es hábil, y este pobre oriental pronto conoce que lo engañan.


Скачать книгу