La perla del emperador. Daniel Guebel

La perla del emperador - Daniel Guebel


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uñas largas—. Estando Li Chi ausente, ¿quién podría protegerte de cualquier desafortunada consecuencia que la ciega casualidad pudiera tramar? ¿Y qué, sino la sinceridad, puede proveerte de nuevos y mejores amigos? Ahora, si me permites...

      Y cuando creí que iba a retirarse en medio de rengas ceremonias, extrajo unas pocas monedas de bronce y pretendió comprarme una estupa recordatoria de Ashoka. Le di la espalda, fingiendo no haber percibido su gesto. Humillado, Chaw Mien desapareció. ¡La estupa era una baratija, algo visiblemente indigno de compensar el peso de sus amenazas! Tampoco esa torpeza me predispuso a auxiliarlo.

      Intenté continuar con mis labores, pero la visita había arruinado mi jornada. Abandoné el despacho, bajé las cortinillas y fui a la cocina a prepararme un brebaje restaurador. Su ingestión, que en un principio cumpliera a efecto de complacer a mis clientes, había dejado ya de ser el modo con que yo exhibía mi aceptación de las costumbres locales. Insensiblemente me había acostumbrado a ese ritual. Prepararlo era una actividad agradable, para la cual yo reservaba siempre una hora del atardecer. El baile de las hierbas en la superficie del agua caliente, la difusión de su sabor; incluso los movimientos que se requerían para su preparación... todo ello me deparaba una serena sensación de intimidad.

      Vertí unas gotas de agua en la vasija de madera; de su interior se desprendió el aroma fuerte de las hierbas. Hice la primera ronda solitaria, que me supo amarga. Preparé un segundo servicio. El conducto había comenzado a calentarse, y a causa de la prisa me quemé los labios; algunas briznas de hierba habían atravesado el filtro del conducto y se depositaron en la punta de mi lengua; las escupí a un costado, arranqué un hollejo de piel que se había curvado en la quemazón, luego lamí la herida. A la presión de la lengua brotó una gota de sangre. “El interior de La Perla”, pensé. Y ese pensamiento, extrañamente, me volvió al momento de la visita de Chaw Mien. Tuve miedo. “Mi interior...” No cabía duda de que Chaw Mien se había comportado groseramente al aludir a mi indefensión. ¡Ni siquiera se había molestado en fingir la fineza que debía a mi condición de mujer! Pero yo no había atendido a ese detalle, y a mi vez lo había tratado con desprecio. En cierto modo yo misma había dado libre curso a su amenaza al no manifestar firmemente mi convicción respecto de la muerte de Li Chi. Y eso (el tono de ira apenas contenido de Chaw Mien así lo demostraba) había inducido a mi visitante a sospechar que le ocultaba algo. Ahora bien, en todo aquello había un error que yo no podía disipar, pues Chaw Mien ya se había retirado. Pero, aun de no ser así, ¿cómo habría podido transmitirle mi creencia en la muerte de Li Chi, si yo misma mantenía alguna esperanza de encontrarlo vivo? El error, entonces, aquello que ponía en peligro mi propia vida, radicaba en la inexacta comprensión de Chaw Mien, quien dio por supuesto que esa solapada y resistente esperanza que (pese a todo) yo trasuntaba, era la prueba de que sabía algunas cosas acerca de Li Chi, y que eso que sabía, era lo que me negaba a decirle.

      Tan efectiva resultó la amenaza de Chaw Mien que al día siguiente decidí no abrir la tienda y me encaminé hacia el fumadero donde Li Chi había sido visto por última vez.

      Por supuesto, pese a mis ilusiones no ignoraba que eran escasas las posibilidades de encontrarlo con vida. “De seguro —me decía—, el cadáver del fumadero es el suyo.” No obstante, el simple hecho de ponerme en movimiento resultaba más útil que el empeñarme en la continuación de mis asuntos cotidianos fingiendo desconocer que la soga de Chaw Mien iba cerrándose sobre mi cuello.

      Un rickshaw me sacudió por la zona céntrica de la ciudad. Yo había tomado la precaución de procurarme lujosas ropas de hombre y había velado mi rostro como si me estuviese dirigiendo hacia un encuentro amoroso. Cada tanto, mi estúpido porteador giraba la cabeza echándome miradas de complicidad. Por prudencia lo perdí en un fárrago de calles laterales y finalmente mandé que se detuviera en un barrio de tienduchas miserabilísimas. El malayo no lo podía creer: por más que estudiaba el lugar, sus ojos no daban con palacio alguno a la altura del destino que prometía mi atuendo, sino con pequeños cuartos sin puerta donde se amontonaban bolsas de especias, sacas de verduras y de granos. Decidí aumentar su estupor entregándole lo prometido, y ni una moneda más, y lo despedí. Cuando estuve segura de que nadie me seguía, entré en el fumadero.

      En Malasia suele ocurrir que los incendios no sean del todo casuales; cuando una propiedad se quema, el terreno (único valor persistente y estimable) vuelve a poder del Estado, y es el Estado el que decide su reasignación: no es raro entonces que los grupos cercanos a la Administración terminen haciéndose con las superficies de mayor precio y que los incendios se multipliquen. El terreno donde se erguía el Fu Tching había sido codiciado siempre porque estaba en medio de un montón de callejuelas intrincadas y porque cada construcción se ligaba por medio de puentes y pasadizos y cables que cruzaban los techos, lo que permitía que los clientes (algunos de ellos funcionarios de cierta jerarquía) pudieran huir cómodamente de las visitas de la policía inglesa. Era un lugar ideal para que la gente del humo se reuniera. Hace unos años, este fumadero había vivido sus momentos de gloria: todo el mundo sabía de su ubicación, que era secreta, y se sabía también que allí se consumía opio de altísima calidad; mediante la oblación de una suma razonable cada cliente tenía derecho a un cuarto y a una mujer que atendiera sus necesidades. Eso fue antes de que yo me estableciera en Kuala Lumpur, y por lo tanto el Fu Tching no había contado con mi auxilio en materia de decoración; siguiendo la costumbre, la habían encargado a un pintor local, un negro que prodigó su imaginación tortuosa en dragones de bronce y en tapices de seda de exquisita factura pero de colores contrastantes e ilustraciones violentas. Las escenas de combate llevaban a que los temperamentos, relajados de sus ataduras por el humo, no se predispusieran a la paz. Cada tanto, corría la voz de que en el Fu Tching se había armado pelea. Aumentaban los heridos y contusos y la sangre saltaba manchando los tapices. Incluso se habló de una maldición, pues el negro había muerto por obra de un puñal anónimo, imitando con arte escaso una escena de esos sus tapices afamados. Y todo ello, acumulándose, derivó en el primer impulso de la decadencia del lugar: para evitar el cierre sus propietarios debían sobornar a inspectores y policías; y cada vez los certificados de habilitación costaban más y duraban menos, y eso había redundado en que los beneficios de la atención disminuyesen. En el opio habían empezado a aparecer granos de trigo y de afrecho... En un esfuerzo desesperado, los propietarios voltearon los paneles divisorios para crear salas de consumo colectivo y los almohadones fueron reemplazados por esteras de paja donde los viciosos deliraban intranquilos en medio del sueño que les provocaba un humo impuro. En la última época, las mujeres ya no se ocupaban de encender las pipas y de secar el sudor de las frentes y de volcar en las copas el agua fresca, sino que atendían en las piezas del fondo. Indudablemente, las desgracias habían debilitado el empeño de los propietarios y entonces el sitio estaba, comercialmente, muy por debajo de sus posibilidades. Eso disgustaba a las gentes sensatas: nadie se apenó cuando una noche cualquiera el fuego arrasó con esa ruina. El episodio fue considerado como un retorno a la indispensable equidad, y como una evidencia de que también lo incidental se ajustaba a la naturaleza de las cosas. Cuando el actual propietario (un pariente cercano del ministro de Haciendas) levantó un edificio de cinco pisos, todo el mundo convino en que el establecimiento habría de gozar de un futuro venturoso.

      El Nuevo Fu Tching reunía todos los azares que constituyen la frontera última del descabellado gusto malayo: los dragones de bronce habían sido reemplazados por lucarnas de barcos antiguos, arregladas para servir de braseros; la leña chisporroteaba ensuciando el aire. Enterado del arribo de un visitante ilustre, el actual propietario se adelantó a recibirme. Para favorecer la ilusión de la continuidad había concebido la ridícula ocurrencia de exigir que lo llamasen como a su fumadero, e insistía, contra toda evidencia, en jurar que era hijo del dueño anterior.

      —Bienvenido seas al Nuevo Fu Tching —dijo inclinándose, mientras su gordura se desparramaba a expensas del ritual aparatoso—. Nuevo Fu Tching, que soy yo mismo, se alegra de que hayas elegido los pocos placeres que pueda depararte su morada.

      —Sé que aquí encontraré un producto de la mejor calidad —dije, y agregué—: A propósito, antes te llamabas Kwai Tao ¿no es cierto?

      —Seguramente en mi vida anterior —se apresuró a decir—. Pero algo me dice que en ella yo no era persona sino animal. No recuerdo con claridad, pero creo que


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