La perla del emperador. Daniel Guebel

La perla del emperador - Daniel Guebel


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su nariz brotaban filamentos de sangre. Anheló toparse con algún ejemplar adulto de la tortuga de mangalar, grande como un buey, para aferrarse a su cuello e imprimirle la dirección deseada. Pero el mar se había vuelto un desierto, apenas alterado por la diminuta lluvia horizontal de algunos moscones zigzagueantes. Sacudió la cabeza. El aire volvía a golpear en sus pulmones y ante sus ojos desfilaban los alegres fantasmas de la asfixia. Vio un árbol de fuego, vio en detalle el incendio de sus ramas, y vio cómo del tronco brotaban generaciones de lagartos. Aferrando La Perla del Emperador entre ambas manos, se dio tres golpes del lado del corazón y soltó una bocanada de aire. La presión disminuyó, pero ese alivio no bastaba. Decidió ascender. Nadando a pocas varas de la superficie podía desplazarse más velozmente, y el zumbido de sus oídos sería menor. Aceleró la marcha: ya tenía nubes en los ojos, móviles manchas temblaban en su mirada. Se estrelló contra un pez lobo, que dormitaba. La bestia rugió y luego se dejó caer a plomo. El golpe despejó a Tepe. Vio cómo el gordo animal se perdía; por un instante tuvo la tentación de soltar La Perla del Emperador tras el pez lobo y contemplar su descenso; la desaparición en los abismos de esa desvaneciente y pálida luz de planeta muerto.

      Resistió el impulso y se detuvo; movía rítmicamente los pies para no hundirse. Distinguió, no muy lejos de donde estaba, algunas manchas ocres. ¡Era una colonia de pulpillos de leche! Si lograba atrapar alguno, podría continuar su rumbo a ras de la superficie cubriéndose la cabeza con las ocho extremidades y disimulando así, ante los ojos de los guardias, su emersión: aparentaría ser un trasgo, o un remiendo de algas sobre la aleta de un delfín. Se arrimó sigilosamente, llegó a no más de tres pies de ellos... Pero alertados por el destello de La Perla del Emperador, los pulpillos se dispersaron. Desesperado, Tepe soltó otra bocanada de aire. Sentía el fragor de su corazón, veía el hormiguear de la sangre que se hinchaba en las venas de sus brazos. Estaba al borde de la extenuación. El murmullo se volvía claro, y él lo reconoció. Era el choque de las aguas contra los acantilados. ¡Aún le faltaba otro tanto! La desazón lo invadió. Se dejó llevar hacia arriba. Faltando dos varas suspendió el ascenso. Ya era visible el rolar de las olas y las gargantas de espuma azotadas por el viento. Movió la cabeza. No había quilla hendiendo las aguas. Tal vez no hubieran notado su ausencia. De un envión buscó el aire.

      “¡Allí está!”, gritó alguien. La voz sonaba desde lo alto. A veinte pies por sobre el nivel del mar navegaba el aire una extraña embarcación. En unos inmensos aros ceñidos por flejes de bronce había tres gruesas vasijas de barro cocido repletas de curi. Sus blancas llamas mantenían a temperatura constante los gases encerrados en unos globos de tela embreada, uncidos a una estructura de metal por medio de cuerdas flotantes. La estructura tenía la forma de un hexágono. Y sobre la base del hexágono había una canasta de cáñamo en cuyo interior se agitaban tres guardias del Shah. Uno de ellos se encargaba de alimentar el fuego, el segundo oteaba el horizonte, y un tercero fijaba el rumbo por medio de una torre de velas de delgadísima madera.

      Tepe tardó solo un momento en advertir que esa embarcación había sido creada para su búsqueda, y que era ingobernable. Cada una de las velas poseía una dirección propia y un ángulo de giro por completo diferente, y pese a que el conductor intentaba manipular las cuerdas, la embarcación iba a los tumbos, entregada a la merced del viento. Era una gran desgracia el que ese vehículo en verdad inepto sorprendiera a Tepe en el momento de su emersión: lógico hubiese sido que se destrozase cayendo a plano.

      Pero no fue ese conjunto de circunstancias adversas lo que más impresionó a Tepe. Bajo la canasta de cáñamo, en posición horizontal, aferrados por centenares de ganchillos que no llegaban a lastimar la carne, había dos guardias que, al oír la voz del oteador, parecieron salir de su sueño. La concavidad de sus ojos era un mapa de gelatina que el nervio óptico recién comenzaba a llenar. Tepe vio sangre en ellos, una ramificación de ríos de sangre, y el comienzo de la pupila, el borde negro, como un sol que caía. Allí vio su prisión y su muerte, y quiso huir de ellas. Se sumergió.

      En la nave la conmoción endurecía el cerebro de los guardias. Se gritaban órdenes impracticables, todas las manos iban hacia el cordaje... la embarcación giraba en redondo. Al fin el encargado del fuego extrajo un tercio de curi de cada vasija y lo lanzó por la borda. En contacto con el agua, el curi chisporroteó y se resquebrajó, soltando la carga de aceite. Las aguas se tiñeron de verde y fueron aquietándose. La embarcación se posó en un mar calmo. Entretanto, el encargado de las velas dio con la traba que sujetaba a los guardias, y los ganchillos se abrieron, y los guardias cayeron al mar, donde terminaron de despertar. Eran eunucos trepanados que se entrenaban para persecuciones de alta velocidad. En cuestión de segundos, acortaron la distancia que los separaba de su presa; alertado por el alboroto de los peces, Tepe los descubrió. Quiso apelar a los últimos restos de energía. Pero los guardias tenían toda la ventaja: no cargaban con el peso de La Perla del Emperador. Volviéndose, Tepe extrajo el cuchillo de su taparrabos y los enfrentó.

      Los eunucos se detuvieron. Azotes de pintura brillante cruzaban sus cuerpos: erráticos troncos de serpientes que abrían sus fauces en las bocas de los nadadores; ojos eran las orejas de ellos, y orificios nasales cada pupila. Las burbujas de aire escapaban de entre los colmillos de los reptiles y se enredaban en los cabellos erizados de los eunucos. Las serpientes juntaron las cabezas en un movimiento hipnótico... se apartaron. El cuchillo de Tepe no supo su dirección y eso lo perdió. Los eunucos lo flanquearon. Mientras uno lo enfrentaba, el otro lo tomó del cuello. La Perla del Emperador escapó del abrazo de Tepe. Suavemente, como si fuese un gato, el eunuco la acunó contra su pecho, y con la mano libre dio tres tirones de la cuerda que ataba su cintura.

      En la embarcación sonó tres veces una campanilla. El encargado de las velas hizo girar una palanca de arrastre y comenzó a recoger las cuerdas. Emergían embadurnadas de aceite de curi; se habían prendido a ellas miles de vainques —diminutas ratas de agua salada. Bajo el mar, eunucos y prisionero ascendían rápidamente gracias al trabajo de poleas. Casi sin notarlo, estaban colgando a ras de la superficie, adheridos por las ventosas de la carcasa de metal. Todo había sido cosa de un instante. Sin embargo, el eunuco más veloz había alcanzado a capturar un espléndido pez pavo de aletas estampadas que rolaba abierto, enamorado de su plumaje, y lo había tragado de un bocado; un pétalo azul asomaba entre sus labios.

      Sin emitir un sonido, oteador y encargado de velas volcaron a Tepe dentro de la canasta. El pescador de perlas gemía. Le habían oprimido un nervio localizado en la nuca; ahora veía luces lancinantes y giratorias. Lanzó un chorro de agua, y luego otro. En el vómito flotaban gusanillos pequeños como pulgas. Tepe cerró los ojos. Lo ataron. Sintió un punzón horadando sus pulmones. Creyó morir.

      Al rato despertó. El oteador le hablaba. Repetía algunas palabras como un ensalmo. Tepe prestó atención: “Más te valiera no haber nacido, pescador audaz, o haber nacido animal sin conciencia para el dolor. Piedra, el dolor no te dolería”, decía el oteador, y repetía esas palabras una vez y otra vez, soplándolas al oído de Tepe. Aún no era de día. O, quién sabe, tal vez anochecía. En todo caso, Tepe lo ignoraba. La Perla del Emperador en los brazos del guardián multiplicaba los haces de luz que brotaban de las vasijas con curi: la figura del encargado de alimentar el fuego se alargaba sobre la superficie de La Perla. Tepe mismo se espiaba: su cabeza doblada, y un hilo de baba, también brillante, que caía sobre su pecho. ¿Sabes, oh Perla de Labuán? Una perla no irradia luz: solo puede volverla. Una perla es, a nuestros ojos, luz que vuelve cambiada. Pero ¿la perla? ¿La perla misma? ¿Consiste finalmente en aquello que de ella vemos? ¿Es esos millones de extremos de pequeñísimos cristales fibrosos que una ostra segrega para rodear un grano de arena que hiere su carne?

      Li Chi interrumpió su frase para rascarse la mejilla... Parecía estar pensando en el modo de continuar. Al menos, su barbilla se demoraba sobre su pecho, y todo su ser se mostraba sumido en una profunda reflexión. “Pensaba en mi padre”, dijo al fin. Era, no había dudas, un extravagante.

      —Loable recuerdo —dije—. Pero hablabas de La Perla del Emperador. Me hablabas de ella.

      —Cierto —dijo Li Chi, y volvió a pasarse los dedos por la cara—. Bien mirado, cualquier fenómeno es igualmente interesante. A fin de cuentas es La Perla del Emperador lo que me trajo aquí. ¿Por qué no seguir entonces refiriéndote sus itinerarios? Era...


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