La perla del emperador. Daniel Guebel

La perla del emperador - Daniel Guebel


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se había atrevido ese escuerzo, esa basura, esa inmundicia, a tomar algo que era del Shah? El oteador ni siquiera se animaba a imaginarlo. Que alguien pudiera sustraer algo de propiedad del Shah, eso era para el oteador un bestial atrevimiento, y temía, de solo pensarlo, ser castigado por ello. Y por ello le decía a Tepe: “Has de morir. Más te valiera no haber nacido”. Atravesaban el filo del mar: rozaban el borde de la costa y la franja de espuma ennegrecida. El encargado del fuego echaba curi en las vasijas y cuidaba los fanales de navegación. Conchas de almejas pulidas hasta la transparencia, en cuyo interior ardían hilos de seda. La embarcación viajaba bajo las nubes, sobrevolando poblados, encendida. Atravesaron montañas. Al amanecer se cruzaron con un ave rohk. Dos días tardarían en llegar a la capital del Imperio. Antes habían anclado en la copa de un árbol para sobrellevar mejor el ímpetu del siroco. Venía también del mar, y cargaba aguas y peces que nadaban en su cresta. Al cesar el huracán, la nave esplendía, pulida por las sales. Había tomado el color del ébano, y el cuerpo de los hombres estaba desollado. Inclinándose sobre la borda, el oteador descubrió la pérdida de los eunucos. El viento se los había llevado.

      Llegaron al atardecer. ¿Has visto alguna vez, ¡oh Perla de Labuán!, dibujos del palacio del Shah? En países bárbaros se lo tiene en gran estima, pero yo sé que ese palacio no reúne los méritos de la más ínfima de las residencias de verano de un dignatario de segunda categoría en la corte del Emperador de la China. En cambio abunda en construcciones fortuitas: al mismo tiempo hay esclavos que levantan salas de —por ejemplo— asesoramiento legislativo, mientras que otros destruyen lo edificado para instaurar un nuevo criterio en materia de retretes. En los pasillos las gentes duermen, procrean, y no es sorpresa el divisar lujosas embajadas de países distantes que rinden pleitesía en los rincones más oscuros a minúsculos funcionarios ataviados con las investiduras propias del Shah. Sería obvio desprender de todo aquello que el Shah es una invención del caos para imponer una cierta apariencia de orden, pero los sabios dicen que en verdad el desorden es una invención del Shah para imponer la ilusión de su inexistencia, recurso que disimula el rigor con que su mano castiga todos los desvíos y su mirada vigila todas las regiones.

      La nave se posó en un minarete de pórfido. Por un instante Tepe sintió que el terror brotaba como una emanación de ese desierto de blancura: las irregulares formas del palacio, las ventanas, las cortinas de las ventanas, las ropas de las gentes que se asomaban a ver a los recién llegados. Para su alivio, oteador y encargados lo entregaron a manos de un esclavo negro. Tepe le sonrió. “¿Eres, como yo, pescador? —le dijo—. En mi pueblo he visto a veces pescadores de tu color.” Sin contestar, el negro lo arrojó de un empujón dentro de una carreta. De ello Tepe dedujo que se trataba de una personalidad de cierta importancia, y no intentó reanudar el diálogo.

      Atravesaron corredores poco iluminados y por fin llegaron a una galería descubierta. Allí, el negro se detuvo, y Tepe, que había permanecido acurrucado en el fondo de la carreta, se incorporó. Al término de la galería, obstruyendo un altísimo portal de bronce, había un caballo muerto. La bestia estaba tumbada, con las patas rígidas, y sus cascos apuntaban en dirección de Tepe. Por efecto de la distancia, Tepe primero vio que de la boca abierta nacían manojos de pelo. Después descubrió que eran ratas que tenían por cueva el interior del animal. Las ratas, al sentir la presencia de los humanos, alzaron sus hociquillos y chillaron. En esos chillidos Tepe encontró una amenaza: sería devorado por millares de dientes diminutos al cabo de horas, tal vez de días de vigilia y combate. Los músculos de la mandíbula del caballo tiraban de los belfos hacia atrás: el caballo parecía reír.

      Súbitamente, el esclavo negro desapareció. Tepe pasó las horas que le restaban rezando a sus dioses. Los roedores alborotaban alrededor de la carreta, y los más audaces incluso se habían introducido en ella, pero por alguna razón no intentaron atacar a Tepe. Quizás estaban hartos de los manjares del caballo. El caso es que, cuando el esclavo regresó, Tepe aún vivía. El negro espantó a las ratas a puntapiés y cargó al pescador sobre los hombros. Por un buen rato anduvo en la oscuridad. Llegaron a una habitación en cuyo centro había una pequeña fuente seca, y después cruzaron otra habitación en cuyo centro había una pileta rebosante de musgo. Por fin entraron en un patio. Tepe vio niños flaquísimos, desnudos, haciendo equilibrio sobre cuerdas de ropa. Algunos robaban largas túnicas manchadas de grasa, otros jugaban a golpearse los genitales con pértigas de oro. Miraron pasar al negro y su carga y saludaron. “Adiós, adiós.”

      —No alargo el relato —dijo Li Chi—. En un momento cualquiera el esclavo detuvo su marcha. “Es tarde y tengo sueño”, dijo y depositó a su prisionero en el piso. Tepe giró la cabeza. La luz parecía salir de las paredes; era una luz exangüe, debilísima, de una impalpabilidad más siniestra que lo negro. En ella, tristemente, Tepe vio la cualidad de su futuro. “Tal vez —pensó— me espera algo peor que la misma muerte...”

      —¡Oh, el futuro, el futuro, Li Chi! —exclamé—. Pretendemos conocer sus formas solo a fin de escapar de los tormentos del presente. Es la esperanza de un cambio lo que nos sostiene. ¿Debo decirlo acaso? Tepe imaginaba un futuro peor que cualquiera de los presentes posibles para aliviarse de la certeza de su muerte próxima y para pensar que aún nadaba en la sustancia del tiempo.

      —Pero Tepe no... —se adelantó Li Chi.

      —Tepe, Li Chi... —dije—. Es tarde para él, y es tarde para nosotros. Es tarde ya, ahora mismo, y la gente habla y no es conveniente que mi visitante permanezca por más tiempo en mi tienda. Soy una mujer sola y debo velar por mi reputación. ¿Hay algún motivo más fútil y más perentorio que ese?

      Sonreí y rocé débilmente su barbilla con la punta de mi abanico.

      —No somos dueños de nuestra conducta pero lo somos de nuestros recuerdos —dije—. Cada vez que mi imagen se refleje en la verde lágrima de la Diosa del Río me acordaré de ti. Solo un hombre exquisito como tú podía haber ideado un modo tan delicado de hacerme olvidar, siquiera unos instantes, que fueron la piedad y la curiosidad las que lo movieron a entregarme el invalorable regalo de su presencia y de sus palabras. Mi alma guardará ese gesto dondequiera que yo esté.

      Li Chi recogió la pipa, sacudió el polvo de sus vestiduras y besó en silencio el borde de mis chinelas. Luego se encaminó hacia la puerta. Desde allí habló:

      —Tal vez me equivoque, pero aún no atino a comprender. ¿Es verdad que no quieres demorarte contemplando hasta el último de los días el brillo incomparable de La Perla del Emperador?

      Me reí hasta que las campanillas de plata trenzadas en mi pelo tintinearon con argentina voz.

      —¡Ya es demasiado! —exclamé—. ¿Quieres hacerme creer en la existencia de esa maravilla?

      Li Chi suspiró:

      —¿Habrías de creer en ella si la tuvieras ante tus ojos? —dijo.

      Y antes de que pudiese contestarle se hizo uno con la sombra que crecía desde el río.

      APENAS LI CHI SE FUE, su pregunta, que había quedado flotando en el humo, comenzó a resonar en mis oídos. Por una extraña variación del ánimo, mis dudas dieron paso a una certeza absoluta respecto de la existencia de La Perla del Emperador. En los meses siguientes me tocaría pensar cada inflexión de la voz del chino y cada movimiento de sus finas manos traslúcidas mientras narraba la historia de Tepe Sarab. La reverberación de esa historia, la presencia de Li Chi y su promesa... Todo ello desplazó pronto cualquier otro motivo de interés. Abandoné mis tareas habituales. La abulia me arrastró. Dejé mi tienda a cargo de un empleado de confianza y quedé libre para ceñir mis meditaciones cotidianas a un solo tema: la resolución del interrogante que me planteara Li Chi. Es claro que hubiera querido adueñarme de La Perla del Emperador. Lo curioso era que en el momento en que me fue ofrecida yo la había rechazado porque no creí en su existencia, cuando lógico hubiera sido que, en tanto no perdía nada en ello, de esa existencia bien hubiera podido admitir (aunque más no fuera) su posibilidad. Al negarme a actuar así me había revelado como una pésima negociante. Y de eso no dejaba de arrepentirme, y tampoco podía dejar de preguntarme acerca de la razón por la que esa existencia ahora se me hacía indudable. Incesantemente me reprochaba el haber


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