En busca de la unidad del saber / In search of the unity of knowledge. María Lacalle Noriega
una y otra vez puede llegar a resultar tedioso y estéril. Por el contrario, el repensamiento de las disciplinas científicas entraña una novedad radical que comporta un inmenso cauce de fecundidad investigadora y docente. ¿Dónde reside esta novedad? Principalmente, en la transdisciplinariedad, es decir, en poner en contacto cada disciplina con la Filosofía y con la Teología, ciencias universales, arquitectónicas, lo cual nos permite superar la fragmentación del conocimiento y la hiperespecialización propia de la universidad actual y alcanzar la unidad del saber.
Queremos superar la compartimentalización y el positivismo que han imperado en las aulas universitarias en las últimas décadas para, con una mirada nueva, proponer una visión de nuestras disciplinas desde la humanidad completa, superando los límites de cada ciencia en una búsqueda interminable de sentido y plenitud.
No se trata, por tanto, de darle vueltas a lo mismo, ni de inventar algo completamente nuevo. Se trata de abrir cada disciplina a la realidad de un modo plenamente humano, incluyendo, por supuesto, al sujeto que conoce y que está inmerso en esa misma realidad. Para lograrlo, se requiere el dominio científico y técnico de la propia disciplina y partir de la razón ampliada, es decir, de una razón que no se encierra en sí misma, sino que incluye al hombre completo, también la fe y el corazón.
El repensamiento de las asignaturas consiste en contemplar nuestras asignaturas con una mirada distinta, que brota de la razón ampliada, busca la unidad del saber, tiene su base en las preguntas fundamentales (antropológica, epistemológica, ética y de sentido) y requiere de la puesta en juego del profesor.
Los frutos del repensamiento se deben reflejar en un syllabus detallado que incluya la visión general, científica, metodológica, didáctica y programática de la asignatura.
Un momento clave para el repensamiento es la elaboración de un proyecto docente e investigador. En la Universidad Francisco de Vitoria esto se pide para el acceso a las categorías de profesor titular y catedrático, aunque todo profesor debería comenzar a elaborarlo mucho antes, cuando ya tiene cierta experiencia y puede desarrollar una visión propia y personal de la universidad, de su propia ciencia y de su enseñanza. Incluimos, al final de estas páginas, una pequeña guía que pretende ser una ayuda para la redacción de dicho proyecto.
1. Planteamiento de la cuestión
1.1. LA UNIVERSIDAD HOY
Se puede afirmar que, en general, la universidad actual se parece poco a lo que era en sus orígenes. Está claro que estamos hablando de una institución milenaria que ha sufrido, como es lógico, muchas reformas desde su nacimiento allá por el siglo XII, y que no puede permanecer exactamente igual que en la Edad Media. Pero una cosa es cambiar para adaptarse a las nuevas circunstancias y tiempos y otra es transformarse hasta el punto de perder la propia identidad. No es el momento ni el lugar para desarrollar una historia de la universidad analizando las causas y consecuencias de las sucesivas variaciones que se han ido produciendo. Pero quizá convenga detenerse un instante en algunas cuestiones que han alterado la institución universitaria de tal manera que corre el peligro de abandonar definitivamente su vocación originaria y convertirse en otra cosa.
Como es sabido, la universidad nace como una comunidad de profesores y alumnos que buscan la verdad. Ayuntamiento de profesores y alumnos por el saber, decía Alfonso X en la Ley de Partidas.1 En la universidad medieval se buscaba un saber integral y, para ello, el plan de estudios se iniciaba con el estudio de las artes liberales según una división en Trivium y Quadrivium (Letras y Ciencias). Tras completar el curriculum de artes liberales, el estudiante podía comenzar a estudiar Derecho, Medicina o Teología, que era considerada la ciencia reina.2
Luego, la universidad fue evolucionando de distinta manera según los países. En el siglo XIX coexistían en Europa tres modelos muy diferentes entre sí. En Alemania, la universidad se centró, sobre todo, en la investigación científica, crítica y rigurosa (con exclusión de saberes técnicos-profesionales) y en la formación de científicos y élites. El modelo anglosajón se caracterizó por su aspiración a contribuir al desarrollo socioeconómico mediante la formación de líderes, teniendo las universidades gran autonomía respecto del poder público. En Francia, la institución universitaria se convirtió, desde la época napoleónica, en un gran aparato de formación de funcionarios al servicio del Estado, sometido al control público en todo lo referente a su organización y funciones.3 La universidad española, en esta como en otras muchas cuestiones, siguió el modelo francés. Y esto ha supuesto un grave lastre que arrastramos desde la Ley de Ordenación Universitaria de 1943.
Por otra parte, se han producido una serie de cambios a nivel de pensamiento, y también a nivel científico y social, que han tenido una gran influencia en la transformación de la universidad.
En primer lugar, se ha producido un divorcio entre la razón y la sabiduría. Juan Pablo II, en la encíclica Fides et ratio, proporciona una mirada profunda sobre la situación del pensamiento moderno: eclecticismo, historicismo, utilitarismo, cientificismo, pragmatismo y nihilismo son algunas de las corrientes que han conducido al hombre al llamado pensamiento débil, que se caracteriza por la pérdida de confianza en la razón para conocer la unidad y el fundamento de lo real.
El hombre actual desconfía de la capacidad de la razón para conocer la verdad.4 Es más, el relativismo ha puesto en duda la existencia misma de la verdad. Benedicto XVI ha repetido muchas veces que el relativismo es el problema principal de nuestro tiempo. Y no solo en el ámbito moral, sino también por la «actitud intencional profunda que la conciencia contemporánea —creyente y no creyente— asume fácilmente con relación a la verdad».5 Una actitud de indiferencia, de desprecio, incluso de rechazo visceral a la posibilidad misma de que exista la verdad.
Como decía Carlos Valverde, «ya no hay verdades, hay apetencias»;6 no hay certezas, hay opiniones. Cada uno tiene la suya, y todas valen lo mismo. Así que no merece la pena discutir. Esta actitud se opone al más genuino espíritu universitario, pues la enseñanza en la universidad es búsqueda compartida, diálogo fecundo, donde la «libertad se ve facilitada, y hasta sencillamente constituida, por la vehemente voluntad y el amor a la verdad».7 Cuando tal anhelo falta, cuando nuestro interlocutor no acepta la posibilidad de encontrar la verdad, el diálogo está de más, se torna inútil, vano, más aún, imposible.
Por otra parte, desde el siglo XIX se ha ensalzado la ciencia positiva hasta el endiosamiento, llegando a considerarla como la única modalidad válida de conocimiento objetivo. Esto ha conducido a la negación de otras modalidades del conocimiento humano, concretamente de la Filosofía y la Teología. La formación humanística ha quedado relegada a la marginalidad, cuando no ha desaparecido por completo, y el horizonte del conocimiento se ha ido reduciendo a lo estrictamente empírico. Como consecuencia de esa mentalidad relativista y positivista, la pregunta por la verdad, así como la cuestión del significado último de la realidad, se han arrinconado, pues carecen absolutamente de interés.
El desarrollo de las ciencias ha provocado que la universitas studiorum, la interdisciplinariedad que está en el origen de la universidad, haya cedido el puesto a una hisperespecialización.8 En gran medida, los profesores nos hemos convertido en especialistas de una pequeña parcela de la realidad, y con demasiada frecuencia perdemos incluso el sentido de la referencia de esa porción a todo lo demás, al conjunto. Nos centramos en una parcela del saber, desconectada del resto de las parcelas y encerrada dentro de sus propios límites. Esto ha tenido consecuencias graves en la docencia y en la concepción de la realidad que se transmite a los alumnos: una concepción fraccionada, parcial, incompleta, que produce en ellos fragmentación e impide que alcancen la unidad interior.9 La fragmentación inconexa de enseñanzas a la que el estudiante se ve sometido le puede llegar a desorientar e, incluso, a paralizar, intelectualmente primero y prácticamente después. Así, sus conocimientos permanecen en él en compartimentos estancos, incomunicados entre sí e incapaces de guiar de modo inteligente la totalidad de su vida.10
La hiperespecialización y fragmentación del saber contribuyen a la