Historia del Derecho peruano. Carlos Ramos Nuñez

Historia del Derecho peruano - Carlos Ramos Nuñez


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se han conservado hasta la actualidad, las técnicas de agricultura aplicadas entonces y preservadas generación tras generación hasta el día de hoy, así como los animales domésticos (en especial, auquénidos como la llama y la alpaca, pero también variedades de perros). En ese rubro, ingresan también tanto las crónicas de los conquistadores como los informes de los funcionarios coloniales.

      Conviene precisar que dichas fuentes histórico-jurídicas pueden dividirse igualmente entre directas e indirectas. Con respecto a las fuentes directas, el investigador se conecta inmediatamente con ellas. Así, el Código Civil de 1852 sería una fuente directa, en tanto que un libro de doctrina que lo comenta como, por ejemplo, el Tratado de Derecho civil de Toribio Pacheco, una fuente indirecta. Si el objeto de estudio fuera el tratado de Pacheco, se convertiría en fuente directa, y mi libro Toribio Pacheco, jurista peruano del siglo XIX sería una fuente indirecta con respecto a dicho tratado.

      El Tahuantinsuyo, nombre oficial del Estado inca, tenía en su organización un conjunto de normas reguladoras diferenciadas jerárquicamente que podía ser comprensivo o indulgente para quien perteneciera a un estrato alto, pero resultaba sanguinario e implacable para la mayoría de los habitantes, que conformaban sus demás estamentos sociales.

      En este estadio, adquieren relevancia los denominados quipus, cordeles anudados, que no solo registrarían censos o cosechas, sino también historias y normas, aunque no sería el único modo de transmitir creencias o normas de convivencia: Pedro Sarmiento de Gambo y Bernabé Cobo —importante cronista y jesuita español— aluden también a las pinturas o representaciones pictóricas en tejidos de lana como medios de divulgación normativa.

      Los incas, y otras culturas anteriores también, disponían de una organización binaria o dual que, a través de líneas imaginarias o Ceques —que para el caso de los incas— nacían en el Cusco y se extendían imaginariamente a todo el Tahuantinsuyo. En ese esquema se explica la división del territorio en dos. Así se articulan el Hanan (parte alta) y el Hurin (parte baja). Las ciudades y las poblaciones están reguladas por un sistema similar. Tanto la pertenencia a los linajes como su conexión territorial con el poder, se subordinarían al mismo esquema binario. El Hanan incluiría al Chinchaysuyu (el norte del Tawantinsuyo que incluiría el departamento de Nariño de la actual Colombia, el Ecuador actual —salvo la parte oriental—, y zonas del Perú contemporáneo) y al Antisuyu (parte oriental del Imperio donde empieza el mundo amazónico, propicio para la siembra de la hoja de coca). El Hurin comprendería el Contisuyo (probablemente de allí provenga “Condesuyos”, término que da nombre a una de las provincias de la región Arequipa),y el Collasuyo. El primero se integraba por lo que hoy sería la costa sur del Perú y el segundo, quizás el área más extensa del Incanato, agrupaba a los territorios que hoy conforman la sierra sur del Perú, el lago Titikaka, el altiplano boliviano en su integridad, hasta el río Maule en Chile y los andes argentinos hasta Santiago del Estero. Asimismo, los suyos se dividían en zonas conocidas como wamanis, que se subdividían en sayas o sectores que seguían la organización binaria de Hanan y Hurin.

      Cada Suyo estaba dotado de un Consejo del Inca, compuesto por cuatro Apucunas o Cápac Apus, los mismos que cumplirían funciones no solo de consejeros sino también de jueces. Horacio Urteaga trazó una división escrupulosa en un trabajo sobre la organización judicial entre los incas. Por supuesto, no debe verse como una réplica desplazada al pasado de la estructura judicial actual. Valga solo para advertir que se trata, a partir de crónicas e informes confiables, de la descripción de un estado de cosas que da cuenta de un mundo estatal complejo. Se sabe, por ejemplo, que los Apucunas, en una forma de extremo centralismo, tenían por residencia el Cusco.

      La estructura administrativa imperial no acababa allí, sino que seguía ampliándose, siempre bajo la estructura binaria de los ceques ya descrita. En las provincias, los Chunca Camayu administraban e inspeccionaban (en el marco de un Estado tributario) a diez familias; los Pachacas Camayu tenían a su cargo el gobierno de cien familias o centurias; el Pichcapackac Camayu, para quinientas familias; el Guaranga Camayu tenía a su cargo a mil familias; los Hunos Camayu administraban diez mil familias. Por encima se hallaban, como una autoridad administrativa superior de enorme importancia, los Tucuyricuc o Tocricoc, que eran una especie de supervisor general con amplias atribuciones administrativas, como el empadronamiento general y pago de tributos. A decir del padre Bernabé Cobo, administraba justicia según la gravedad de los hechos, decretando incluso la pena de muerte.

      Al parecer no, por lo menos como lo conocemos hoy. Sin embargo, los cronistas, en una visión etnocéntrica, avizoraban tres tipos de cárceles: la primera denominada Zancay, la segunda Binbilla y la tercera Aravaya. El Zancay estaba destinado a los traidores y personas que hubieran cometido delitos graves, a saber, ladrones, adúlteros, brujos o murmuradores del inca. Era una suerte de hueco o bóveda grande y oscura en la que después de introducir serpientes, culebras ponzoñosas, tigrillos, gatos de monte, águilas, lechuzas, sapos, lagartos, etc., colocaban al acusado en el interior y lo dejaban allí. Si seguía vivo, lo soltaban como si hubiera sido voluntad de los dioses evitarle un castigo. En ese sentido, era una suerte de ordalía andina.

      Por su parte, Bartolomé de las Casas nos habla de la Binbilla, o cárcel destinada para cumplir penas perpetuas: “Si algún señor, deudo del Rey, o de sangre Real, cometía crimen alguno digno de muerte, y por privilegio no lo quería matar [era llevado a la] Binbilla, donde lo ponían, y hasta que moría, con triste vida estaba”. No sería el único cronista que hace alusión a la mencionada cárcel. Hieronymo Román, por su parte, señala lo siguiente: “Si un señor de sangre real cometía algún crimen por el que mereciese morir, era condenado a la cárcel perpetua. (...) tenían para esto una fortaleza fuera del Cusco, que se llama Binbilla y allí era encerrado hasta que moría”.

      Antonio Herrera de Tordesillas también hace alusión a la existencia de una cárcel. El cronista Bernabé Cobo, por su parte, hace alusión a la Aravaya que, más que prisión, habría sido un lugar de castigo para los ladrones y otros similares. En este lugar, los supuestos culpables eran colgados con la cabeza para abajo y dejados ahí hasta su muerte:

      Tenían los incas dos cárceles (…) la una media legua de la ciudad, enfrente de la parroquia de San Sebastián, que se llamaba Aravaya, la cual estaba en un sitio dicho Umpillay (…).

      No existía entre los incas un Derecho penal tal como lo concebimos hoy, debidamente individualizado, sujeto al nullum crimen sine lege, nullun poena sine lege. Existía sí un sistema punitivo ejemplarizante y con penas atroces que se dirigían muchas veces no solo contra los individuos, sino contra colectivos. A quienes ejercían la brujería y fabricaban veneno se les sancionaba en términos colectivos, todos eran castigados, menos los niños lactantes, “porque no saben el oficio”, según Guaman Poma. El castigo postmortem tenía lugar por crímenes de lesa majestad. En tales casos, se empleaba la piel del cadáver con el propósito de armar tambores humanos.

      Las penas impuestas en el incanato eran drásticas y de diversa índole, la pena de muerte (en diversas modalidades) era la más común. Así, había una gran variedad de penas: que iban desde el incendio de sembríos, extracción de dientes, desollamiento, horca, lapidación, descuartizamiento, decapitación, incluso, la muerte de descendientes.

      La traición en el Tahuantinsuyo era severamente sancionada. El castigo para tan grave afrenta era la muerte. Narran los cronistas que Huayna Cápac, en un caso presentado en Tumpiz, ordenó se degollase a la décima parte de la población; de diez en diez echaron suerte entre ellos: moría el más desdichado al azar.

      Se puede ver en las crónicas que los cráneos de los autores de traición al Inca solían ser usados para tomar chicha, en tanto que sus dientes y muelas se empleaban para hacer gargantillas; los huesos, para hacer flautas; los pellejos, para hacer tambores llamados runa tinya (tambor de piel humana). Otra situación que suscitaba la aplicación de una dura pena era el uso indebido de la mascaipacha,


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