Historia del Derecho peruano. Carlos Ramos Nuñez

Historia del Derecho peruano - Carlos Ramos Nuñez


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administrativas. Ciertamente hay algo de ambas. Su condición jurídica es imprecisa y mixta, pero están vinculadas a los procesos de descubrimiento, conquista y población del Nuevo Mundo y tienen que ver también con la regulación de la participación privada de la conquista, efectuada con autorización de la Corona. De esto último, se aprecia a simple vista la carencia de medios económicos de la Corona española, que se ve obligada a confiar al albur a los aventureros que están dispuestos a encontrar, conquistar y poblar nuevas tierras. La primera de estas bulas, como se comentó al inicio, fue la Capitulación de Santa Fe. Dicha capitulación tiene un carácter condicional, pues, de verificarse, como de hecho ocurrió, el descubrimiento de nuevas tierras, se designaría a Colón como virrey de las tierras descubiertas.

      Otros documentos reguladores de la vida en la Colonia que podrían mencionarse en este primer momento son, por ejemplo: la autorización del 22 de junio de 1497, que habilitaba el ingreso a las Indias de “delincuentes castellanos varones”, lo cual marca desgraciadamente, desde un inicio, con un rasgo espurio, todo el proceso de la conquista; y también las Ordenanzas de la Casa de Contratación, fechadas el 20 de enero de 1503, que regulaban todo tipo de transacciones comerciales entre las Indias.

      Ante las constantes críticas por los abusos, en especial por parte de los encomenderos, se emitieron las Leyes de Burgos, que no eran sino un conjunto de normas sancionadas por Fernando el Católico y promulgadas en la ciudad de Burgos hacia 1512 y 1513. Estas leyes establecieron ciertas condiciones laborales para los indígenas, así como disposiciones referidas a la instrucción religiosa y justificación en ciertos límites del trabajo de mujeres y niños aborígenes. Siguiendo los principios del Derecho de gentes romano, desarrollado especialmente para el caso de la Conquista por Francisco de Vitoria, propugnaba la realización de una guerra a los pueblos conquistados que se resistieran a la evangelización, con lo cual se establecen las bases jurídicas del derecho internacional medieval que justifican la conquista de los pueblos americanos.

      Esta etapa inicial del Derecho indiano está conformada por las Leyes Nuevas, emitidas entre 1542 y 1543, y en ellas se trataba fundamentalmente de poner límite al poder de los encomenderos. Cabe, entonces, preguntarse en este punto, a modo de breve recordatorio, en qué consistían las encomiendas. Como sabemos, por ellas, a los conquistadores se les confiaba un grupo numeroso de indígenas, normalmente vinculados a sus tierras, con el propósito que se aprovechara su fuerza de trabajo a condición de que dichos indios fuesen evangelizados o cristianizados con el apoyo de religiosos, cuyos servicios corrían a cuenta de los encomenderos. Al comienzo, dichos encomenderos tenían incluso facultades jurisdiccionales sobre los aborígenes a su cargo.

      Cabe precisar que los encomenderos libraron una verdadera batalla legal y administrativa con el propósito de perpetuar las encomiendas, a fin de poderlas transmitir en forma onerosa, por venta, pero especialmente en forma gratuita, a través de la herencia, a sus descendientes. Se pretendía configurar así una aristocracia indiana, lo cual no deja de resultar sorprendente, si tomamos en consideración el origen mayoritariamente humilde de los conquistadores. Por todo ello, se entiende que los encomenderos, haciendo espíritu de cuerpo, se levantaran contra las Leyes Nuevas, pues con ellas se esfumaban sus prerrogativas en los territorios conquistados, de los cuales sentían tener merecidos derechos.

      Una muestra de tal descontento se expresa en la rebelión de Gonzalo Pizarro, quien se convierte en su adalid y conspicuo representante, con el apoyo del llamado “Demonio de los Andes”, Francisco de Carbajal, quien, luego de capturado por las tropas del Pacificador La Gasca e imposibilitado de caminar por las heridas sufridas en la refriega, fue conducido en andas, en manos de sus captores, camino al patíbulo, mientras él, haciendo uso de un acre sentido del humor en su momento final, cantaba socarronamente: “Niño en cuna, viejo en cuna, qué fortuna”. A él se le atribuye el famoso dicho: “Comida acabada, amistad deshecha”, frase pronunciada cuando invitó a cenar a un joven almagrista coterráneo suyo y al día siguiente, sin que le temblara el pulso ni sintiera remordimiento alguno, dispusiera que lo ejecutaran públicamente. Tales eran los sentimientos y pasiones que animaban a esa ralea de hombres roceros y curtidos por la adversidad que llevaron a cabo la Conquista, que se jugaban la vida de ese modo, sin respetar ninguna otra, salvo la suya propia.

      Con tales prácticas, no es de extrañar que los encomenderos llegaran al extremo de ejecutar, en 1546, al flamante virrey del Perú, Blasco Núñez de Vela, y sometieran a su voluntad mediante la fuerza a la primera Audiencia de Lima. Una famosa tradición de Ricardo Palma, “Los motivos del Oidor”, que se remonta a esa época, ha simbolizado para mal (por su falta de independencia) a la justicia peruana, salvo honrosas excepciones, a lo largo del tiempo. Según da cuenta el tradicionista limeño, el oidor Zárate cumplía todos los caprichos del Demonio de los Andes, al punto que incluso aceptó el matrimonio de una de sus hijas con un oficial del ejército rebelde de Gonzalo Pizarro. Sin embargo, al pie de cada sentencia exigida por Carbajal, el oidor suscribía las tres razones que motivaban su acatamiento: “Por miedo, por miedo y por miedo”.

      El lema de la Corona en las Indias era “Divide y reinaras”, de modo que advertidos del enorme poder de los encomenderos, buscaron el apoyo de los curacas o caciques, de las órdenes religiosas y de las primeras autoridades administrativas. Las encomiendas, en virtud a la alianza política de curacas, religiosos, autoridades administrativas tempranas y la propia Corona, no tendrían carácter perpetuo para los encomenderos, pero serían la base de las futuras haciendas coloniales y republicanas, y definirían, de algún modo, la etnicidad mestiza en los Andes, no obstante la densidad poblacional aborigen. Su subsistencia recién acabaría con la reforma agraria impulsada por Juan Velasco Alvarado, entre 1968 y 1975.

      Entre las instituciones del Derecho indiano, debe recordarse también la figura medieval del Requerimiento, que se asociaba a un elemento central de la noción de justos títulos. No olvidemos que la conquista debía asegurar su legitimidad, y que en aquella época se hallaba arraigada la noción de los señores naturales por la gracia de Dios. Así como lo eran los Austria o la Casa de los Habsburgo (al igual que otras casas reales europeas como los Trastámara y los Borbones), lo eran también los gobernantes naturales del Imperio Romano Germánico y de otros reinos como el de Castilla. Había, pues, que buscar una justificación para legitimar la conquista. Se comenzó entonces una campaña de desprestigio en la que participaron teólogos, canonistas, visitadores, etc. Había que denostar a los pueblos recién conquistados y a sus gobernantes.

      Para justificar la violencia en la que se incurría en todo el proceso de conquista, se echó mano a la figura del Requerimiento. Así, antes de asaltar a los indígenas, se les daba la aparente posibilidad de convertirse al cristianismo y abrazar la nueva religión aceptando la autoridad del emperador y convirtiéndose en súbditos. Esto es precisamente lo que hizo el padre Valverde cuando lee el requerimiento a Atahualpa en la plaza de Cajamarca y grita luego (con el grito de guerra de la Reconquista contra los musulmanes) “¡Santiago, a ellos!”, en alusión a San Diego (o Santiago), el santo guerrero que participó como un adalid del ejército cristiano. En el imaginario castellano de la Reconquista, se pasa de Santiago Matamoros al Santiago Mataindios. En el caso de los incas, por lo menos para el Requerimiento hubo un intérprete: Felipillo. En otros casos, no se dieron el trabajo ni de buscarlo o de leer el documento una vez que los hechos se habían consumado o mientras se ejercitaba el sometimiento de la población recién conquistadas.

      La legitimación de los justos títulos pasaba por una sistemática denigración de la población conquistada, a la que se le atribuían diversos crímenes imperdonables, sobre todo, de orden religioso y moral: no adoraban al Dios verdadero. Se imponían entonces la extirpación de idolatrías y una intensiva evangelización. Los cargos morales abundaban también: el adulterio, la traición, la homosexualidad, el incesto, la ociosidad y la antropofagia. Las imputaciones religiosas y morales no solo buscaban una justificación del descubrimiento y la conquista de la población y de los territorios que ocupaban, así como de la sustitución de sus gobernantes naturales por otros, sino también la posibilidad de someter la población a la servidumbre. El propio Cristóbal Colón y sus soldados llevaron indígenas caribeños con el propósito de venderlos y donarlos. La eventualidad del comercio de población nativa se vinculaba abiertamente a la posibilidad de su ayuda compulsiva con una cobertura religiosa que la justificara. Allí estaba la


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