Introduccin a la teologa cristiana AETH. Justo L. Gonzalez

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y por tanto hace muy difícil la crítica de la vida y de la proclamación de la iglesia a la luz del evangelio.

      Algo parecido declaró en el siglo 16 el Concilio de Trento, en su esfuerzo por refutar la insistencia del protestantismo en la autoridad única de las Escrituras.

      Empero no es sólo entre católicos que encontramos esta actitud. También en algunos círculos protestantes, aunque se insiste en la autoridad de las Escrituras, solamente se admite un modo de interpretarlas, y quien difiera en lo más mínimo de tal interpretación se vuelve persona no grata. En tal caso, aun sin percatarnos de ello, hemos caído en una posición muy semejante a la de Vicente de Lerins, aunque sin la amplitud y universalidad de este último.

      En resumen, que en la labor teológica la relación entre el individuo y la comunidad es dialéctica o circular: El individuo ofrece un juicio sobre la proclamación y la vida de la iglesia, en base a su lectura del evangelio, pero siempre como miembro y partícipe de esa misma comunidad de fe; la comunidad reconoce la justicia o falta de justicia de lo que se dice. En base a ese reconocimiento, el individuo continúa o corrige lo que dice y piensa. Y el círculo continúa . . .

      En cierto modo, tras todos los viejos debates acerca de la Escritura y la tradición entre católicos y protestantes, tenemos que decir que también la relación entre Escritura y tradición es dialéctica o circular. Ciertamente, el evangelio le dio origen a la iglesia. Pero fue la iglesia la que reconoció el evangelio en los libros que hoy forman el Nuevo Testamento, y por tanto los incluyó en el canon o lista de libros sagrados. Después, y a partir de entonces, la iglesia ha tenido que ajustarse a ese canon como su regla de fe y de acción. Pero esas Escrituras siempre las interpretamos desde una tradición. Y así el círculo continúa. . .

       7. Los límites de la teología

      En las páginas anteriores hemos señalado algunos de los peligros de ciertos modos de entender o de hacer teología. Empero, el más grave de todos los peligros a que la teología se enfrenta es el de no reconocer sus propios límites. Veamos algunos ejemplos.

       a) Teología y contexto

      El modo en que la teología más frecuentemente se olvida de sus propios límites es descuidar que siempre existe dentro de un contexto, y que ese contexto le da una perspectiva que es siempre parcial, concreta y provisional. Con demasiada frecuencia los teólogos se han hecho la ilusión de que lo que dicen no refleja en modo alguno sus propias circunstancias, y que por tanto es la pura verdad de Dios. Cuando alguien entonces ve o interpreta algo desde una perspectiva diferente, les parece que lo que se está cuestionando no es lo que esos teólogos han dicho, sino la misma verdad de Dios. Pero lo cierto es que toda teología se hace desde una perspectiva, dentro de una situación histórica, con ciertas preguntas en mente, y que por tanto ninguna teología es univeral y perenne; es decir, igualmente válida en todos los lugares y todos los tiempos.

      Ya antes hemos empleado la imagen del paisaje, que con todo y ser objetivo, siempre tiene que ser visto desde una perspectiva particular. De igual modo, quien hizo teología en el siglo trece la hizo desde la perspectiva del siglo trece, y quien la hizo en el veinte la hizo desde esa otra perspectiva. Ninguno de los dos puede pretender que su teología sea universal. Quien hace teología en el contexto de la iglesia latina la hace dentro de ese contexto, y quien hace teología en Europa la hace desde esa otra perspectiva. El europeo no puede pretender hablar para todos los lugares, los tiempos y las edades, como si su perspectiva no fue influida por lo que ve. El varón no puede pretender que su teología no refleje su perspectiva masculina, como tampoco la mujer puede pretender que su teología no refleje sus propias circunstancias.

      Lo que esto quiere decir es que toda teología es contextual, y que la teología que pretenda no serlo, sencillamente se engaña, y hasta corre el peligro de volverse idolatría, al pretender tener una perspectiva universal que sólo Dios puede tener.

      Por otra parte, esto no quiere decir que cada teólogo o teóloga puede afirmar lo que mejor le parezca. De igual modo que el paisajista, con todo y tener su propia perspectiva, pinta un paisaje que existe fuera de la mente y de los gustos del pintor, así el teólogo habla de una revelación de Dios que está ahí, como una realidad dada, y que el teólogo o la teóloga no pueden cambiar.

      Aunque hayamos colocado la discusión sobre este tema bajo el encabezamiento de «los límites de la teología», lo cierto es que la variedad de perspectivas a que nos referimos también la enriquecen. Una vez que la teología reconoce los límites que le son impuestos por su contextualidad, puede comenzar a escuchar lo que otras personas dicen desde otras perspectivas; y eso a su vez la hace mejor.

      También esto puede ilustrarse mediante lo que hemos dicho acerca de un paisaje. La mayoría de nosotros, al mirar un paisaje, lo hacemos con dos ojos. Cada uno de esos ojos ve algo ligeramente distinto. Nuestro cerebro, en base a esas dos perspectivas y a las diferencias entre ellas, nos hace entonces percibir las distancias y la profundidad de los objetos. Si miramos con un solo ojo, se nos hace mucho más difícil medir las distancias y la profundidad. Luego, el hecho de tener dos ojos, y de que cada cual vea algo ligeramente distinto, lejos de ocultarnos la realidad del paisaje, o de crear confusión, nos ayuda a comprender el paisaje como nunca podríamos hacerlo con un solo ojo.

       b) Palabra humana acerca de Dios

      Si la teología trata acerca de Dios y sus propósitos, y sin embargo sigue siendo tarea humana, resulta claro que sus palabras son siempre provisionales, parciales, precarias. Quien hace teología, por mucho que procure ajustarse a la Palabra de Dios—y mientras más procure ajustarse a ella—tiene que reconocer el abismo que existe entre sus palabras y las de Dios.

      Hablar acerca de Dios es acercarse al Misterio mismo de las edades. Es como mirar al sol: corremos el peligro de abrasarnos los ojos. Hablar acerca de Dios es prorrumpir en alabanzas, y luego callar en sobrecogimiento. Un buen ejemplo de ello en nuestra literatura es la siguiente estrofa de Zorrilla:

      ¡Señor, yo te conozco! Mi corazón te adora.

      Mi espíritu de hinojos ante tus pies está.

       Pero mi lengua calla, porque mi lengua ignora

      los cánticos que llegan al grande Jehová.

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