Relatos de un hombre casado. Gonzalo Alcaide Narvreón

Relatos de un hombre casado - Gonzalo Alcaide Narvreón


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en ese momento tuve ganas de mandarlo a la mierda, pero respiré hondo y me callé. Diego agarró su mochila y fuimos hacia la confitería del hotel sin emitir palabra alguna.

      Luego de lo sucedido durante la noche, esperaba una conversación más amistosa, más cercana a la que podrían mantener dos varones compinches, que a la que podían mantener dos compañeros de trabajo.

      Llegamos a la mesa, e inesperadamente dijo:

      –Mirá, no creas que soy un marciano... lo que sucedió anoche, realmente me gustó; realmente lo necesitaba y no te imaginas cuánto.

      Me había quedado claro eso, que lo necesitaba y mucho. Hacía tiempo que no veía a un tipo largar tanta leche y con tanta potencia como lo había hecho Diego.

      Le pedí que bajara la voz, porque no quería quedar incinerado frente al resto de los huéspedes con quienes me cruzaba a diario.

      –Me hiciste gozar como hacía tiempo que no gozaba, hacía mucho que no garchaba por el tema del bebé y hace años que no llenaba una boca de leche; la mamás increíblemente bien, podrías dar clases; sucede que, hasta ayer, salvo por alguna paja cruzada en mi adolescencia, jamás había hecho algo así con un hombre.

      Hizo una pausa y continuó:

      –Encima, está el trabajo de por medio y no quiero que tengamos quilombos, ni vos, ni yo.

      –Todo bien Diego; relajate, lo que sucedió ayer, queda acá, es personal y no tiene por qué mezclarse con el trabajo; pintó hacerlo, vos lo pasaste bien, lo necesitabas, lo disfrutaste, te relajaste; yo lo pasé bárbaro, me calentaste, me encantó mamártela y lo haría otra vez; listo, acá queda. Relajémonos, enfoquémonos en el trabajo y que las cosas fluyan, ¿OK? –dije.

      –OK –respondió Diego.

      Terminamos de desayunar y comenzamos a caminar hacia el aeropuerto, hablando de temas relacionados con el trabajo.

      Hizo el check in y nos sentamos en la sala de espera. Vimos aterrizar al avión y rápidamente comenzó el embarque. Nos paramos y al hacerlo, exprofeso, apoyé una mano sobre su muslo; me miró y sonrió. Nos despedimos con un leve abrazo y acercándome a su oído dije:

      –Espero que el próximo miércoles vengas bien cargado… me refiero a la ropa en tu mochila...

      Me miró y leí como sus labios dijeron:

      –¡Sos un hijo de puta!

      Regresé al hotel intentando despejar mi cabeza repleta de imágenes sobre lo acontecido en las últimas doce horas y tratando de poner foco en los días de trabajo que quedaban por delante…

      Ese mismo día por la tarde, Diego me llamó desde Buenos Aires para ajustar algunos temas de trabajo. Estábamos por cortar y dijo:

      –Ah, sábelo; todavía tengo la chota colorada, vengo del baño de la oficina, donde me tuve que clavar una tremenda paja pensando en vos y en lo que hiciste anoche. Me cuesta concentrarme en el trabajo; preparate que el miércoles voy con leche condensada. Me dejó mudo; yo estaba con gente y sin posibilidades de poder explayarme, por lo que solo respondí:

      –Ahh bue... el miércoles lo vemos; finalmente cortamos. El viernes, regresé a casa y dejé a mi mujer sumamente feliz; la garché como hacía mucho tiempo que no lo hacía. La puse en cuatro y le dejé la concha paspada.

      El resto del fin de semana, transcurrió tranquilamente y disfrutando de la familia. Siempre se hacía corto, bastante corto. Sin poder hacer todo lo que hubiese deseado, ya era lunes y estaba nuevamente viajando al sur.

      Durante el lunes y el martes, solo hablamos un par de veces con Diego y nada sobre lo sucedido durante aquella noche de la semana anterior.

      Finalmente, llegó el miércoles y Diego arribó en el primer vuelo. Nos encontramos en la oficina y pasamos una mañana de trabajo bastante agitada.

      Yo pensaba regresar al hotel para comer algo allí y fundamentalmente, para poder meter a Diego en el cuarto y vaciarle nuevamente las bolas.

      Siendo la una del mediodía, lo miré y dije:

      –¿Vamos a almorzar al hotel?

      Diego, clavando una sonrisa sarcástica contestó:

      –¿A almorzar...? dale, vamos a almorzar... poniendo énfasis en “almorzar.”

      Saltó un flaco de otra empresa y dijo:

      –¿Vayamos a comer todos juntos a un restaurante del centro?

      Me quería matar y quería asesinar a este flaco. No había manera de zafar y me quedaría con las ganas hasta la semana próxima. Nos miramos con Diego, hicimos un gesto como diciendo “Que le vamos a hacer” y salimos todos juntos.

      Pasamos el resto del día trabajando. A las seis llegó el remise y nos fuimos juntos hacia el hotel, donde yo me bajaría y Diego se iría directamente hacia el aeropuerto. Por la mañana me había comentado que viajaría en el vuelo de las siete menos cuarto, en lugar del de las diez y media.

      Antes de salir de la oficina, noté que había estado un buen rato hablando por teléfono.

      Llegamos al hotel, amagué para despedirlo y me dijo:

      –No, pará que bajo con vos.

      –Pero boludo, vas a perder el vuelo –dije.

      –Olvidate del vuelo –respondió.

      Sin entender bien que sucedía, saludé al remisero que me llevaba y traía todos los días y caminando hacia el lobby dije:

      –No entiendo, ¿vas a viajas en el de la noche? –pregunté.

      –Después de la frustración del mediodía, hice cambio de planes; cambié mi pasaje para mañana; hablé con mi mujer y le conté que teníamos mucho trabajo, así que me quedo a pasar la noche con vos.

      Su decisión me sorprendió y me alegró; agradecí por este trabajo, que me daba la posibilidad y la libertad como para que se dieran este tipo de situaciones.

      Salvo por lo acontecido la semana anterior, que había sucedido de manera fortuita, nunca antes había experimentado el placer de pasar la noche entera con otro hombre, en la que se diera una situación sexual. Esa noche, volvería a suceder, solo que, esta vez, planificado; no por mí, sino que por Diego.

      Habíamos pasado un día bastante denso, por lo que imaginé que haríamos más o menos la misma rutina de la semana pasada; primero piscina, después cena y después… ¡después lo que tuviese que suceder!

      Pasamos por recepción y avisé que Diego se quedaría. Crucé un par de palabras con el gerente y seguimos hacia el cuarto. Tiramos las mochilas sobre las respectivas camas; Diego abrió la suya y dijo:

      –Tomá, gracias –devolviéndome la ropa que le había prestado la semana pasada.

      –Hoy no va a ser necesario que me prestes nada, ya que vine equipado –agregó.

      –Muy bien –dije.

      Fue hacia el baño y dejó la puerta abierta; escuché que estaba meando. Caminé hacia allí para bajar la temperatura del aire. El comando estaba al lado de la puerta del baño, en el pasillo de acceso al dormitorio.

      A través del espejo que cubría una de las paredes, pude ver que Diego se estaba lavando la poronga en el lavabo y que la tenía crecida. No se dio cuenta de que yo estaba parado allí mirándolo.

      La guardó dentro del bóxer, subió el cierre de su pantalón y salió. Me preguntó qué estaba haciendo y se quedó parado frente al espejo, acomodándose la ropa.

      Era claramente visible que la tenía hinchada. No pude más que decirle:

      –Veo que tu estado es estar siempre alzado.

      –Parece; algo voy a tener que hacer, porque no puedo ir a la piscina así… –respondió.

      –Imagino


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