El Tesoro de Gastón: Novela. Emilia Pardo Bazán

El Tesoro de Gastón: Novela - Emilia Pardo Bazán


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hacer reflexión tan sensata, por primera vez el incauto mozo sintió algo que podría llamarse la mordedura de la sospecha y el aguijón del reconcomio. Evocó el recuerdo de la cara de don Jerónimo y se le figuró advertir en ella rasgos del tipo hebreo, la nariz aguileña, de presa, la boca voraz, los ojos cautelosos y ávidos... Las palabras de su madre resonaron de nuevo en su corazón olvidadizo: «No he fiado á nadie lo que pude hacer yo misma...»

      Al cabo se durmió. Á las seis, obedeciendo órdenes, Telma vino á despertarle de un sueño agitado, lleno de pesadillas; arreglóse á escape, y á las siete menos cuarto conferenciaba con don Jerónimo. Más de una hora duró la entrevista, de la cual salió Gastón con la sangre encendida de cólera y el espíritu impregnado de amargura. La venda se había roto súbitamente y Gastón veía,—¡á buena hora!—que aquel tunante de apoderado general era el verdadero autor de su ruina.

      Á preguntas, reconvenciones y quejas, sólo había respondido don Jerónimo con hipócrita y melosa sonrisilla, que provocaba á chafarle de una puñada los morros.

      —¿Qué quería usted que hiciese?—silbaba el culebrón.—¿Pues no estaba usted pidiendo fondos y fondos á cada instante? ¿Pues no era usted mayor de edad, dueño de sus acciones y sabedor de á cuánto ascendían sus rentas? Usted, desde París, libranza va y libranza viene, y Jerónimo Uñasín teniendo que dejarle á usted bien, y que buscar y desenterrar las cantidades aunque fuese en el profundo infierno... ¡Bien me agradece usted los apuros que he pasado, las sofoquinas, las vergüenzas, sí, señor! ¡que vergüenza y muy grande es, á mis años, andar solicitando á prestamistas y aguantando feos! Todo lo he hecho, por ser usted hijo de los señores de Landrey, que tanto me apreciaban... Ahora conozco que me pasé de tonto, que debí cerrarme á la banda y contestarle á usted cuando me pedía monises: «otro talla, señor mío...»

      —Pero usted bien veía que yo me quedaba pobre,—exclamaba Gastón con indignación apenas reprimida,—y debiera usted, como persona de más experiencia, aconsejarme, llamarme la atención, advertirme... Yo le dí á usted poder ilimitado... Yo tenía depositada mi confianza en usted.

      —¡Sí, sí, advertir! ¡Bonito recibimiento me esperaba! Ya sé yo lo que son jóvenes contrariados en sus antojos... Y además, don Gastoncito, ¿quién me decía á mí que al echar así la casa por la ventana, no preparaba usted una gran boda? Hay en París señoritas de la colonia americana, que apalean el oro... ¡Es preciso respetar muchísimo, muchísimo la libertad de cada uno! y lamentaría toda mi vida que por mí fuese usted á perder la colocación brillante que se merece...

      —Téngame Dios de su mano,—pensó Gastón al escuchar esta nueva insolencia, y conociendo que se le subía á la cabeza la ira, y las manos se le crispaban ansiosas de abofetear al judío.

      Al fin, con violento esfuerzo sobre sí mismo, revolviendo trabajosamente la lengua en la boca seca y llena de hiel, pronunció:

      —Bien, cortemos discusiones, que á nada conducen; al grano... ¿Me queda algo, lo preciso para comer?

      Vaciló un instante don Jerónimo, y afectó un golpe de tos, ruidosa y como asmática, antes de responder, fingiendo fatiga:

      —Mire usted, lo que es eso... hasta que... ¡bruum! hasta que... yo... reconozca... y liquide... ¡bruum!... los créditos... y se proceda... á la venta de... de las fincas hipotecadas... es imposible decir si el... ¡bruum! pasivo... supera al activo... Acaso tengamos déficit... pero ¡bruum! ej... ej... no será muy grande...

      —¿Es decir,—preguntó Gastón con temblor de labios,—que aún podrá suceder que después de venderlo todo... deba dinero?

      —Ej, ej... calculo que una futesa...

      No quiso oir más Gastón. Tomando su sombrero, despidióse con una frase bronca, y abandonó el nido del ave de rapiña á quien tarde veía el pico y las garras. En el recibimiento, mientras recogía sombrero y bastón, no pudo menos de fijarse, con penosa y estéril lucidez, en detalles que le sorprendieron: un soberbio mueble de antesala tallado, un rico tapiz antiguo, una alfombra nueva y densa como vellón de cordero, un retrato, escuela de Pantoja, una lámpara de muy buen gusto. Parecía la entrada de una casa señorial, y al acordarse de que antaño don Jerónimo se honraba con alfombra de cordelillo y sillas de Vitoria, Gastón se trató á sí mismo de majadero, no sin reprimirse para no emprenderla á palos con los muebles y con el dueño en especial...

      Volvió á su morada á pie, devorando la pesadumbre, queriendo sobreponerse á ella, y sin conseguirlo. Telma, solícita, le había preparado una comida de sus platos predilectos; pero no estaba la Magdalena para tafetanes, ni Gastón para apreciar debidamente el mérito del puré de alcachofas, los langostinos en pirámide y las costilletas de cordero delicadamente rebozadas en salsa bechamela.

      —Hija, es preciso que me vaya acostumbrando á las lentejas y al pan seco,—respondió con un humorístico alarde cuando la vieja criada, llevándose la fuente, preguntaba con inquietud, si era que ya «tenía perdida la mano.»

      Y la fiel servidora, antes de cruzar la puerta, clavó en su amo una mirada perruna é inteligente, una mirada que se condolía...

      Vestido el frac, después de comer, Gastón dedicó la noche á intentar ver á dos ó tres personas de quienes esperaba consejo y auxilio. Á ninguna encontró en casa, y sería caso raro que lo contrario acaeciese en Madrid, donde la noche se consagra á círculos, teatros y sociedades. Rendido, harto de dar tumbos en el alquilón, se recogió á las doce y media. Una gran desolación, un pesimismo mortal le agobiaban, poniéndole á dos dedos de la desesperación furiosa. Sin duda que al siguiente día le sería fácil encontrar en casa, amables y sonrientes, á sus noctámbulos amigos; pero ¿qué sacaría de ellos? Á lo sumo... buenas palabras... ¡Ni Daroca, el bolsista; ni el flamante marqués de Casa-Planell, el riquísimo banquero; ni Díaz Carpio, el actual subsecretario de Hacienda; ni mucho menos el gomoso Carlitos Lanzafuerte, iban á abrir la bolsa y ponerla á disposición del tronado!... (Tan feo nombre se daba á sí propio Gastón).

      Al dejar Telma sobre la mesa de noche la bebida usual, la copa de agua azucarada con gotas de cognac y limón, mientras Gastón, inerte, yacía en la meridiana, esperando á que se retirase la criada para empezar á desnudarse, ésta dijo no sin cierta timidez, el recelo de los criados que ven á sus amos muy tristes:

      —Señorito... anteayer mandó á preguntar por usted la señora Comendadora. ¿No sabe? Su tía, la del convento... Que si había vuelto ya de Francia... y que deseaba verle... Que cuando viniese, por Dios no dejase de ir, sin tardanza ninguna...

      —¡Bien, bien!—contestó él impaciente.

      Así que apagó la bujía y se tendió en la cama, la arcaica figura de la Comendadora se alzó en la oscuridad. Abandonado de todos Gastón, un instinto le impulsaba á buscar arrimo y consuelo, á desear comunicarse con alguien que le compadeciese y le amase de veras. Y su tía abuela, la Comendadora, era la única parienta cercana que tenía en el mundo.

       La Comendadora

       Índice

      Como no le dejasen dormir sus melancólicos pensamientos, Gastón se levantó temprano, se vistió con diligencia, y subiendo democráticamente al tranvía, se dejó llevar hasta muy cerca del convento de las Comendadoras, que se eleva sombrío, dominado por su vasta iglesia, en una calle de las más solitarias del antiguo Madrid. Las Comendadoras no tienen reja. Mano á mano, á guisa de seglares damas—y bien nobles que lo son—reciben á sus visitas en un locutorio bajo, amplio, esterado, encalado, cuyas paredes adornan cuadros religiosos anegados


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