El Tesoro de Gastón: Novela. Emilia Pardo Bazán

El Tesoro de Gastón: Novela - Emilia Pardo Bazán


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de sus acciones, y nadie podía oponerse á su deseo, con tal resolución manifestado. No obstante, don Felipe se opuso, y alegó el peligro de la salud; con aquel terrible mal nervioso, aquellos desvanecimientos y accesos convulsivos ¿era prudente, era ni siquiera cristiano encerrarse en un convento? Doña Catalina respondió que la Iglesia había arreglado las cosas tan bien, que existían conventos para todos los estados de salud; que las Comendadoras no hacían vida penitente, sino recoleta y regular, y que ella estaba segura de resistir bien la prueba. Y en efecto, no sólo la resistió, sino que dentro del convento su organismo débil y quebrantado se templó hasta adquirir el vigor del acero; el equilibrio se estableció, la paz reinó en su antes combatido espíritu, y poco á poco la cara triste y los nublados ojos de doña Catalina se convirtieron en la hermosa faz y las serenas pupilas de la que todos dieron en nombrar la monja guapa.

      —Desde que tu tía Catalina pronunció los votos, revivió,—decíale á Gastón su madre.—La pobre se conoce que había ofrecido este sacrificio por los pecados de don Martín. Ella cumplió lo que tenía el deber de cumplir, y nada aprovecha tanto al alma y al cuerpo.

      Á pesar de la afirmación de su madre, Gastón recordaba que no había cesado de compadecer á su tía Catalina, de considerarla una víctima inmolada á preocupaciones, una vida tronchada en flor, una especie de fantasma sentenciado á desaparecer del mundo. Para él, entregado al desorden y tropelías de la voluntad, la regla en el vivir constituía una esclavitud, y cualquier valla cruel tiranía. ¡No hay más, doña Catalina le daba lástima! ¿Y por qué en aquel instante, á aquella hora virginal de la pura y radiante mañanita, en aquel jardín monástico todo paz, donde sólo se escuchaba el vuelo de algún abejorro, donde las azucenas abrían tímidamente sus cálices de raso blanco y vertían en silencio su pomo fragante, Gastón, en vez de compadecer á doña Catalina, advertía que la envidiaba? Sí, no lo podía dudar; envidiaba á la Comendadora, como envidia el marinero, desde su esquife que las olas hacen crujir y van á tragarse pronto, al pobre ermitaño que bebe de la apacible fuente antes de la oración... Era hermoso haber vivido sin tacha; haber realizado lo que creemos bueno y justo; haber dado testimonio de su fe ante los hombres, y haber llegado casi á los noventa años con aquella sonrisa misteriosa, no la de la esfinge, sino la de la santa que ya entrevé la bienaventuranza celeste...

      —Aquí estaremos mejor,—pronunció con cascada voz la Comendadora, interrumpiendo los calendarios de su sobrino.—Importa muchísimo que no nos oiga nadie... ¡nadie!... Á estas horas no aparecen monjas por aquí... Lo que te voy á decir es sólo para tí... ¿me entiendes? Para tí... tú eres el único nieto varón de mi hermano Felipe... y ya no queda en este mundo más personas que tú y yo llevando directamente el apellido de Landrey...

      Gastón se estremeció. Acababa de presentir que no iba á escuchar de labios de su tía el obligado sermón al sobrino manirroto. Conocía el culto de doña Catalina por el apellido de la familia, única debilidad mundana que siempre se notó en la ejemplar reclusa, que no había cesado ni un día de enterarse de los nacimientos, bodas, muertes, malandanzas y bienandanzas de sus sobrinos. La Comendadora no era verosímil que conociese el estado de la hacienda de Gastón, y por consiguiente, lo que iba á dejar salir de su hundida boca de sibila agorera, la revelación anunciada, sólo podía referirse al pasado, á ese ayer de todas las familias, más romántico en las nobles, en quienes se enlaza estrechamente con la historia.

       La revelación

       Índice

      —¡Qué miedo he pasado de morirme antes que tú volvieses de ese París!—exclamó la anciana subrayando con tedio el nombre de la capital francesa.—¡Lo que he rezado á santa Rita para que me conservase la vida unos días más!

      —¡Pero, tía, si está usted para vivir cien años!—afirmó Gastón chanceramente.

      Doña Catalina clavó en el rostro de su sobrino los negrísimos ojos, lo único que sobrevivía en su semblante momificado, con extraordinaria expresión, sobrehumana casi.

      —Á la lámpara se le acaba el aceite,—dijo en voz sorda,—pero la misericordia divina no ha permitido que la muerte me sorprenda. Sé de cierto que se acerca la hora...

      —Vamos, tiita, aprensiones... Me ha de enterrar usted á mí y pedir para que me admitan en la gloria,—insistió el sobrino.

      —No lo digas á nadie, hijo mío,—prosiguió la reclusa sin atenderle.—¡Sólo á tí y al confesor lo descubriré!... ¡Como te estoy viendo... he visto... he visto á don Martín de Landrey, tu bisabuelo... mi padre!

      Estremecióse Gastón. En aquel jardín embalsamado, entre los vitales efluvios que derramaba el sol ascendiendo á su zenit, sintió pasar el soplo frío del más allá, un hálito del otro mundo.

      —¡Si vieses qué mal color tenía!—continuó doña Catalina tiritando como si las frescas azucenas de Mayo fuesen copos de nieve.—Lo mismo que cuando lo deposité en la caja... ¡Y una cara de sufrir!... ¡Virgen Santísima, Madre de los afligidos, perdón para él... y para todos los pecadores!

      La cabeza agobiada de la Comendadora cayó sobre el pecho, y Gastón, cariñosamente, sólo acertó á murmurar:

      —Tía... ¿no habrá sido... una figuración de usted?... ¡Hay así... momentos en que desvariamos!...

      —¡No! Era él en persona... ¡Podría yo desconocerle! ¡Podría confundir con cualquier ruido su voz, que me dijo... en un tono tan triste... como si las palabras saliesen de la pared!... «¡Catalina... te espero... hasta luego, Catalina!...»

      Hizo una pausa, y Gastón vió humedecerse ligeramente las áridas pupilas de la dama, que movía los labios, rezando para sí, sin articular. Gastón, quebrantado aún del viaje y de las penosas impresiones recientes, notaba un vértigo que atribuía al olor subido de las flores, más aromosas cuanto más calentaba el sol. No quería Gastón reconocer que, á pesar suyo, le impresionaban las palabras de la Comendadora.

      De pronto doña Catalina se enderezó, ya tranquila y al parecer olvidada de sus temores.

      —Natural es morir, hijo mío,—declaró serenamente.—Otros eran jóvenes y se han ido primero. Eso sí que asusta. Ya no hay más Landrey que tú. Á mí la tierra me llama, después de ochenta y ocho años y cinco meses que estoy en el mundo. Tú ahora empiezas la jornada... ¡Cómo te pareces á tu abuelo, al pobre Felipe!... ¡Qué bien has hecho en venir aprisa!...

      —En cuanto me avisó Telma. Ayer mismo llegué á Madrid... Ya ve usted, ni veinticuatro horas...

      Algo que remedaba una sonrisa y era más bien fúnebre mueca, animó el semblante amojamado de la Comendadora.

      —Acércate más, hijo del alma... Ya apenas tengo voz; no puedo esforzarme... Si me paro, no te asustes... Me falta resuello... Soy muy viejecita... Además, tengo frío... Mira, mira... Helada estoy.

      La diestra glacial de la Comendadora cayó sobre la de Gastón, que sintió impulsos de retirarla, pero se contuvo. Parecíale advertir el contacto de un cadáver: tal estaba de inerte y seca á la vez aquella mano que había debido de ser bella y que conservaba aún las proporciones y el delicado dibujo de una mano patricia.

      —¿Eres buen cristiano?—preguntó de improviso doña Catalina.

      —Bueno no sé; cristiano sí,—respondió no sin extrañeza Gastón.

      —¡Es que si eres... de esos... que sólo creen en la materia... entonces... aunque te llames Landrey... yo... no tengo nada que decirte!...—¿Crees firmemente en Dios, que nos perdona... que nos ha redimido?... ¿Crees, ó no crees? No mientas... ¡Un Landrey no miente... sería mucha vergüenza! ¡Sería propio


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