El Tesoro de Gastón: Novela. Emilia Pardo Bazán

El Tesoro de Gastón: Novela - Emilia Pardo Bazán


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      Doña Catalina cruzó las manos como transportada de gozo. Después, sin transición, exclamó, fijando en Gastón sus vividos ojos:

      —¿Has estado alguna vez en nuestro castillo de Landrey, cerca de la Puebla de Beirana?

      —Nunca, querida tía,—declaró Gastón desorientado y algo confuso.—Y eso que siempre me daba curiosidad. Debe de ser una antigualla preciosa... es decir, con carácter... de eso precisamente, de antigualla. Pero ya sabe usted lo que sucede: se forman planes, se fantasea el viaje... y hoy por esto y mañana por aquello... se queda todo en proyecto, y corren días, y meses, y años... Nada, que no he visto Landrey.

      —Mal hecho... ¡Lo mismo hicieron tu padre y tu abuelito... yo no se lo aprobé! ¡Aquel es nuestro solar, el sitio en que se respeta nuestro nombre, el sitio en que éramos como reyes! ¡Los señores de Landrey! ¡Eso era decir algo! El que fundó el castillo y los señoríos,—por cierto que se llamaba como tú, Gastón de Landrey,—fué de los que vinieron á ayudar á don Enrique... Me lo contó mil veces mi padre, que eso sí, era estudiosísimo... ¡El estudio es cosa buena cuando no nos aparta de Dios!... ¿Por qué decía yo esto?... ¡Ah! Sí, sí... Aquel Landrey ó Landroi era ya un caballero muy noble... sus abuelos habían estado en las Cruzadas, con San Luis... El caso es ser grande en el cielo... pero en fin, los que desde hace siglos...

      Detúvose la Comendadora, fatigada sin duda, y Gastón, que callaba por respeto, empezó á creer que estaba perdiendo el tiempo lastimosamente.

      —La pobrecilla ya chochea...—pensó,—y se le va el santo al cielo... Incoherencias, alucinación... ¡Cerca de noventa años y el claustro!... Querrá que restaure á Landrey y junte allí mesnadas y alce pendón y caldera... ¡Y cómo revela el orgullo nobiliario, su flaco, en pugna con la humildad cristiana! ¡Si supiese que el último Landrey va á carecer de lo más preciso!

      —Mi hermano,—continuó la Comendadora,—pudo titular, y prefirió ser Landrey á secas... Hay condes y duques nuevos, pero los Landrey son todos viejos... ¡Ah! Ya recuerdo, ya sé... Hablábamos del castillo. Digo, no; hablábamos de tu bisabuelo, de mi padre... ¡que Dios le haya perdonado!—y el acento de doña Catalina se quebró en un sollozo.—¡El pobre!... esto pasó la noche antes de morir... porque murió en Landrey, en el cuarto de la parra, que tiene pintada una, al temple... Pues me llamó... así, en voz alta... «¡Catalina!» «Aquí estoy.» «¿Me oyes bien?» «Sí, señor, diga lo que quiera.» «Acércate, santita...» (me llamaba santita por cariño y por chiste). «Así que yo fallezca, registrarás mis papeles... y quemarás lo que deba quemarse...» «No tenga miedo...» «¡Pero cuidado!... En el mueble de concha, unas cartas... ¡las quemas sin leerlas!» «Lo que usted mande, señor...» «Hay también en el mismo mueble... ¡atiende! una caja de plata, de resorte... y dentro dos papeles doblados y enrollados... de mi letra... ¡Esos sí que los lees... y los guardas... y te guías por ellos para encontrar el tesoro!...»

      —¡El tesoro!...—repitió Gastón fascinado por la palabra mágica que su tía acababa de pronunciar.

      —Así dijo: «el tesoro...» Y me acuerdo bien, que me cogió la mano y me la apretó mucho, mucho, y añadió... ¡verás! «Es para tí sola... es tu dote... Te prohibo que le dés nada á Felipe... ¡ni un maravedí! Á Felipe no... Es mi enemigo: me ha tratado como á un perro... sé que me ha llamado traidor... Me cree renegado, apestado y maldito... Tú aquí, encerrada en estas paredes conmigo en lo mejor de tu edad... Á cada cual su recompensa... Felipe, el mayorazgo, se lo lleva casi todo... Tú tienes una legítima corta... ¡Más rica tú que él! ¡Para tí el tesoro!...»

      Guardó silencio otra vez la Comendadora, exhausta por el esfuerzo, pero sus ojos centelleaban. Gastón no sabía lo que le pasaba: el olor de las azucenas le atravesaba como un clavo las sienes, y su corazón latía de esperanza: en aquel momento daba por cuerda y muy cuerda á la monja. Ésta, con dolorido acento, articuló despacito:

      —Al otro día murió...

      —¿Y la caja?—exclamó aturdidamente el mozo.

      —¡Ah!... La caja... Es verdad, hijo, es verdad... No, no creas que la perdí... Allí estaba como él dijo, en el mueble de concha... junto á las cartas... que olían á esencias... y las quemé... ¡Qué bien ardieron! ¡Como yesca!

      —Pero... la cajita... con sus misteriosos papeles dentro...

      —La recogí... ¡No faltaba más!... Aquí la tengo... Espera... espera.

      Y con un movimiento que parecería cómico á quien no fuese capaz de estimar lo que representaba de dignidad y de pudor y de vida inmaculada, la Comendadora se volvió hacia la pared, se alzó el escapulario y se registró el seno con una mano que la vejez hacía insegura... Gastón, ansioso, disimulaba la impaciencia y la curiosidad. Vuelta de cara ya la señora, presentó á su sobrino un objeto oblongo, una cajita de plata algo mayor que una tabaquera y finamente cincelada al estilo de Luis XV; cazadores con tricornio y damiselas con peinado de erizón acosaban á un ciervo entre el follaje de un bosquecillo. Gastón tendió la mano vivamente, pero doña Catalina le contuvo sonriendo con alarde de malicia casi infantil.

      —El resorte... Sino ni tú ni diez como tú la abrís...

      Y apoyando de cierta manera la uña del seco pulgar en la charnela de la caja, alzóse lentamente la tapa, y Gastón pudo ver en el dorado fondo, enrollado, un papel amarillento. La monja casi reía, gozosa y triunfante.

      —¿Eh? Ya lo ves, ahí lo tienes... Sesenta y pico de años hace que lo conservo... Ni un solo día se ha separado de mí...

      —Pero, tía,—observó enajenado Gastón, que sin poder contenerse se entregaba á férvidas ilusiones,—si poseía usted esto, ¿por qué no buscó el tesoro? ¿Ó es que ya lo ha buscado usted? No entiendo...

      —No, no, yo no lo he buscado... Dios no quiso que lo buscase... Por cosas que... que yo me sé... desde que me faltó mi padre... ofrecí ser monja... ¡y para eso no necesitaba grandes riquezas! Mi padre había prohibido que el tesoro fuese de Felipe... Pude dárselo á los pobres... sino que... no sé si Dios me castigará por esto... la verdad, tengo un delirio por el nombre de la familia... es falta de humildad, lo conozco... ¡Quería que ese tesoro se lo llevase un Landrey!...

      Y volviendo á apoderarse de la mano convulsa de Gastón, añadió bajo, casi al oído del mozo:

      —Tú puedes hacer que Dios me perdone esta debilidad... Eres cristiano, hijo mío... Usa del tesoro, no como pagano, sino como cristiano... Las riquezas son un depósito... No abuses, no derroches, reparte con los infelices... y acuérdate también del alma... de la tuya... de la mía... ¡y sobre todo de la de mi pobre padre!... Esto último no te lo encargo, que te lo mando... ¿lo oyes? Te lo mando con un pie en la sepultura...

      —Prometo á usted hacer lo que desea,—declaró Gastón subyugado, lleno de fe en el tesoro.

      Y tomando la cajita, apresuróse á desenrollar el papel que contenía, con ansia de leerlo. Antes de que lo hiciese, recordó de súbito y exclamó:

      —Mire usted, tía, que usted habló de dos papeles... y aquí hay uno, uno no más.

      Indescriptible expresión de pena cavilosa oscureció el mirar de doña Catalina. Su cabeza tuvo un temblequeteo senil y sus manos se enclavijaron, como si pidiese misericordia.

      —¡Yo, yo destruí el otro!—gimió desconsolada.

      —¿Usted? ¿Por qué?... ¿Lo destruyó usted á propósito? ¿Qué era?

      —Era el que más valía... ¡Era el plano!...

      —¡El plano!—repitió Gastón.—¿Un plano del castillo, sin duda?

      —Del castillo y de sus alrededores... Con tinta azul, y señalcitas de puntos encarnados... Hecho por él mismo... ¡Si tenía una cabeza, un saber de todo!


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