Fígaro (Artículos selectos). Mariano Jose de Larra
—Vuelva usted, y calle usted. Vaya usted con Dios.
Yo no me atrevía a mirar a la cara a mi amigo.
—¿Quién es ese señor tan altanero—me dijo al bajar la escalera—y tan fino, y tan?... ¿Es algún príncipe?
—Es un escribiente que se cree la justicia y el primer personaje de la Nación: como está empleado, se cree dispensado de tener crianza.
—Aquí tiene todo el mundo esos mismos modales, según voy viendo.
—¡Oh! no; es casualidad.
—C'est drôle—iba diciendo mi amigo, y yo:
—¿Entre qué gentes estamos?
Mi amigo quería hacerse un pantalón, y le llevé a casa de mi sastre. Esta era más negra: mi sastre es hombre que me recibe con sombrero puesto, que me alarga la mano y me la aprieta; me suele dar dos palmaditas o tres, más bien más que menos, cada vez que me ve; me llama simplemente por mi apellido, a veces por mi nombre como un antiguo amigo; otro tanto hace con todos sus parroquianos, y no me tutea, no sé por qué: eso tengo que agradecerle todavía. Mi francés nos miraba a los dos alternativamente, mi sastre se reía; yo mudaba de colores, pero estoy seguro que mi amigo salió creyendo que en España todos los caballeros son sastres o todos los sastres son caballeros. Por supuesto que el maestro no se descubrió, no se movió de su asiento, no hizo gran caso de nosotros, nos hizo esperar todo lo que pudo, se empeñó en regalarnos un cigarro y en dárnoslo encendido él mismo de su boca; ¡cuántas groserías, en fin, suelen llamarse franquezas entre ciertas gentes! Era por la mañana: la fatiga y el calor nos habían dado sed: entramos en un café y pedimos sorbetes.
—¡Sorbetes por la mañana!—dijo un mozo con voz brutal y gesto de burla. ¡Que si quieres!
—¡Bravo!—dije para mí.—¿No presumía yo que el día había empezado bien? Pues traiga usted dos vasos pequeños de limón...
—¡Vaya, hombre! anímese usted; tómelos usted grandes—nos dijo entonces el mozo con singular franqueza,—si tiene usted cara de sed.
—Y usted tiene cara de morir de un silletazo—repuse yo ya incomodado;—sirva usted con respeto, calle, y no se chancee con las personas que no conoce, y que están muy lejos de ser sus iguales.
Entretanto que esto pasaba con nosotros, en un billar contiguo, diez o doce señoritos de muy buenas familias, jugaban al billar con el mozo de éste, que estaba en mangas de camisa, que tuteaba a uno, que sobaba a otro, insultaba al de más allá, y se hombreaba con todos: todos eran unos.
—¿Entre qué gentes estamos?—repetía yo con admiración.
—C'est drôle!—repetía el francés.
—¿Es posible que nadie sepa aquí ocupar su puesto? ¿Hay tal confusión de clases y personas? ¿Para qué cansarme en enumerar los demás casos de este género que en aquel bendito día nos sucedieron? Recapitule el lector cuántos de éstos le suceden al día y le están sucediendo siempre, y esos mismos nos sucedieron a nosotros. Hable usted con tres amigos en una mesa de café: no tardará mucho en arrimarse alguno que nadie del corro conozca, y con toda franqueza meterá su baza en la conversación. Vaya usted a comer a una fonda, y cuente usted con el mozo que ha de servirle como pudiera usted contar con un comensal. El le bordará a usted la comida con chanzas groseras; él le hará a usted preguntas fraternales y amistosas... él... Vaya usted a una tienda a pedir algo.
—¿Tiene usted tal cosa?
—No, señor; aquí no hay.
—¿Y sabe usted dónde la encontraría?
—¡Toma! ¡qué sé yo! Búsquela usted. Aquí no hay.
—¿Se puede ver al señor de tal?—dice usted en una oficina.
Y aquí es peor, pues ni siquiera contestan no: ¿ha entrado usted? como si hubiera entrado un perro. ¿Va usted a ver un establecimiento público? Vea usted qué caras, qué voz, qué expresiones, qué respuestas, qué grosería. Sea usted Grande de España; lleve usted un cigarro encendido. No habrá aguador ni carbonero que no le pida la lumbre, y le detenga en la calle, y le manosee y empuerque su tabaco, y se le vuelva apagado. ¿Tiene usted criados? Haga usted cuenta que mantiene unos cuantos amigos; ellos llaman por su apellido seco y desnudo a todos los que lo sean de usted, hablan cuando habla usted, y hablan ellos... ¡Señor, señor! ¿entre qué gentes estamos? ¿Qué orgullo es el que impide a las clases ínfimas de nuestra sociedad acabar de reconocer el puesto que en el trato han de ocupar? ¿Qué trueque es éste de ideas y de costumbres?
Mi francés había hecho todas estas observaciones, pero no había hecho la principal; faltábale observar que nuestro país es el país de las anomalías; así que, al concluirse el día:—Amigo—me dijo,—yo he viajado mucho; ni en Europa, ni en América, ni en parte alguna del mundo, he visto menos aristocracia en el trato de los hombres; este es el país adonde yo me vendría a vivir; aquí todos los hombres son unos; se cree estar en la antigua Roma. En llegando a París voy a publicar un opúsculo en que pruebe que la España es el país más dispuesto a recibir...
—Alto ahí, señor observador de un día—dije a mi extranjero interrumpiéndole;—adivino la idea de usted. Las observaciones que ha hecho usted hoy son ciertas; la observación general, empero, que de ellas deduce usted, es falsa; esa es una anomalía como otras muchas que nos rodean y que sólo se podrían explicar entrando en pormenores que no son del momento; éste es, desgraciadamente, el país menos dispuesto a lo que usted cree, por más que le parezcan a usted todos unos. No confunda usted la debilidad de la senectud con la de la niñez: ambas son debilidad; las causas son, no obstante, diferentes; esa franqueza, esa aparente confusión y nivelamiento extraordinario, no es el de una sociedad que acaba, es el de una sociedad que empieza, porque yo llamo empezar...
—¡Oh! sí, sí, entiendo. ¡C'est drôle! ¡C'est drôle!—repetía mi francés.
—Ahí verá usted—repetía yo—entre qué gentes estamos.
LAS CASAS NUEVAS
«La constancia es el recurso de los feos—dice la célebre Ninón de Lenclos en sus lindas cartas al marqués de Sevigné;—las personas de mérito, que saben que por donde quiera han de encontrar ojos que se prenden de ellas, no se curan de conservar la prenda conquistada; los feos, los necios, los que viven seguros de que difícilmente podrán encontrar quien llene el vacío de su corazón, se adhieren al amor que una vez por acaso encontraron, como las ostras a las peñas que en el mar las sostienen y alimentan.
»Estos son generalmente los que, temerosos de perder el bien, que conocen no merecer, preconizan la constancia, la erigen en virtud y hacen con ella el tormento de una vida que deben llenar la variedad y la sucesión de sensaciones tan vivas como diferentes.»
Aquella máxima de coqueta, al parecer ligera, si no es siempre cierta, porque no a todos les es dado el poder ser inconstantes, es sin embargo profunda y filosófica, y aun puede, fuera del amor, encontrar más de una exacta aplicación. Pero mi propósito no es hundirme en consideraciones metafísicas acerca del amor; tengamos lástima al que le ha dejado tomar incremento en su corazón, y pasemos como sobre ascuas sobre tan quisquilloso argumento. El hecho es que no tenía yo la edad todavía de querer ni de ser querido, cuando entre otras varias obras francesas que en mis manos cayeron, hacía ya un papel muy principal la de la famosa cortesana citada. Chocome aquella máxima, y fuese pueril vanidad, fuese temor de que por apocado me tuviesen, adoptela por regla general de mis aficiones. Tuve que luchar en un principio con la costumbre, que es en el hombre hija de la pereza y madre de la constancia. El hombre, efectivamente, se contenta muchas veces con las cosas tales cuales las encuentra, por no darse a buscar otras, como se figura acaso difícil encontrarlas;