Fígaro (Artículos selectos). Mariano Jose de Larra

Fígaro (Artículos selectos) - Mariano Jose de Larra


Скачать книгу
me aparté un momento, ¡y ya sabes lo que son las criadas!

      —¡Qué lástima que este pavo no haya estado media hora más al fuego!

      —Se puso algo tarde.

      —¿No les parece a ustedes que está algo ahumado este estofado?

      —¡Qué quieres! una no puede estar en todo.

      —¡Oh, está excelente, excelente!—exclamábamos todos, dejándonoslo en el plato;—¡excelente!...

      —Este pescado está pasado.

      —Pues en el despacho de la diligencia del fresco dijeron que acababa de llegar, ¡el criado es tan bruto!

      —¿De dónde se ha traído este vino?

      —En eso no tienes razón, porque es...

      —¡Es malísimo!

      Estos diálogos cortos iban exornados con una infinidad de miradas furtivas del marido para advertir continuamente a su mujer alguna negligencia, queriendo darnos a entender entrambos a dos, que estaban muy al corriente de las fórmulas que en semejantes casos se reputan en finura, y que todas las torpezas eran hijas de los criados, que nunca han de aprender a servir. Pero estas negligencias se repetían tan a menudo, servían tan poco ya las miradas, que le fue preciso al marido recurrir a los pellizcos y a los pisotones; y ya la señora, que a duras penas había podido hacerse superior hasta entonces a las persecuciones de su esposo, tenía la faz encendida y los ojos llorosos.

      —Señora, no se incomode usted por eso—le dijo el que a su lado tenía.

      —¡Ah! les aseguro a ustedes que no vuelvo a hacer estas cosas en casa; ustedes no saben lo que es esto; otra vez, Braulio, iremos a la fonda, y no tendrás...

      —Usted, señora mía, hará lo que...

      —¡Braulio! ¡Braulio!...

      Una tormenta espantosa estaba a punto de estallar; empero, todos los convidados a porfía probamos a aplacar aquellas disputas, hijas del deseo de dar a entender la mayor delicadeza, para lo cual no fue poca parte la manía de Braulio y la expresión concluyente que dirigió de nuevo a la concurrencia, acerca de la inutilidad de los cumplimientos, que así llama él a estar bien servido y al saber comer. ¿Hay nada más ridículo que estas gentes que quieren pasar por finas en medio de la más crasa ignorancia de los usos sociales? ¿Que para obsequiarle le obligan a usted a comer y beber por fuerza, y no le dejan medio de hacer su gusto? ¿Por qué habrá gentes que sólo quieren comer con alguna más limpieza los días de días?

      A todo esto, el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato de magras con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver claro en todo el día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un capón, o sea gallo, que esto nunca se supo; fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron las coyunturas.

      —¡Este capón no tiene coyunturas!—exclamaba el infeliz, sudando y forcejeando, más como quien cava que como quien trincha.

      ¡Cosa más rara! En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal, como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar el vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente, como pudiera hacerlo en un palo de gallinero.

      El susto fue general y la alarma llegó a su colmo cuando un surtidor de caldo, impulsado por el animal furioso, saltó a inundar mi limpísima camisa; levántase rápidamente, a este punto, el trinchador, con ánimo de cazar el ave prófuga, y al precipitarse sobre ella, una botella que tiene a la derecha, con la que tropieza su brazo, abandonando la posición perpendicular, derrama un abundante caño de Valdepeñas sobre el capón y el mantel; corre el vino, auméntase la algazara, llueve la sal sobre el vino para salvar el mantel; para salvar la mesa se ingiere por debajo de él una servilleta, y una eminencia se levanta sobre el teatro de tantas ruinas.

      Una criada, toda azorada, retira el capón en el plato de su salsa; al pasar sobre mí hace una pequeña inclinación, y una lluvia maléfica de grasa desciende, como el rocío sobre los prados, a dejar eternas huellas en mi pantalón color de perla; la angustia y el aturdimiento de la criada no conocen término; retírase atolondrada, sin acertar con las excusas; al volverse tropieza con el criado que traía una docena de platos limpios y una salvilla con las copas para los vinos generosos, y toda aquella máquina viene al suelo con el más horroroso estruendo y confusión.

      —¡Por San Pedro!—exclama, dando una voz, Braulio, difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al paso que brota fuego el rostro de su esposa.—Pero sigamos, señores, no ha sido nada—añade, volviendo en sí.

      ¡Oh honradas casas donde un modesto cocido y un principio final constituyen la felicidad diaria de una familia! ¡Huid del tumulto de un convite de días! ¡Sólo la costumbre de comer y servirse bien diariamente, puede evitar semejantes destrozos!

      ¿Hay más desgracias? ¡Santo cielo! ¡Sí, las hay para mí, infeliz! Doña Juana, la de los dientes negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio tenedor una fineza, que es indispensable aceptar y tragar; el niño se divierte en despedir a los ojos de los concurrentes los huesos descarnados de las cerezas; don Leandro me hace probar el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos; mi gordo fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin, ¡oh última de las desgracias! Crece el alboroto y la conversación; roncas ya las voces piden versos y décimas, y no hay más poeta que Fígaro...

      —¡Es preciso! ¡Tiene usted que decir algo!—exclaman todos.

      —Désele pie forzado; que diga una copla a cada uno.

      —Yo le daré el pie: a don Braulio en este día.

      —¡Señores, por Dios!

      —No hay remedio.

      —En mi vida he improvisado.

      —No se haga usted el chiquito.

      —¡Me marcharé!

      —¡Cerrar la puerta! No se sale de aquí sin decir algo.

      Y digo versos, por fin, y vomito disparates, y los celebran, y crece la bulla y el humo y el infierno.

      A Dios gracias, logro escaparme de aquel nuevo Pandemonio. Por fin, ya respiro el aire fresco y desembarazado de la calle; ya no hay necios, ya no hay castellanos viejos a mi alrededor.

      Concluida mi deprecación mental, corro a mi habitación a despojarme de mi camisa y de mi pantalón, reflexionando en mi interior que no son unos todos los hombres, puesto que los de un mismo país, acaso de un mismo entendimiento, no tienen unas mismas costumbres, ni una misma delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta manera. Vístome, y vuelvo a olvidar tan funesto día entre el corto número de gentes que piensan, que viven


Скачать книгу