Fígaro (Artículos selectos). Mariano Jose de Larra

Fígaro (Artículos selectos) - Mariano Jose de Larra


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      —¿Qué tal estoy?

      —Bien: parece usted un verdadero abate; dese usted más negro en esa mejilla; otra raya; es usted más viejo. Usted sí que está perfectamente, señor, y cierto que daría los mejores trozos de mi comedia por ser el galán de ella, y hacer el papel con usted. Se me figura que está frío el segundo galán.

      —¡Ah! no; ya lo verá usted; ahora está bebiendo un poco de ponche para calentarse.

      —¿Sí, eh? ¡Magnífico! No se le olvide a usted aquel grito en aquel verso.

      —No se me olvida, descuide usted; aturdiré el teatro.

      —Sí, un chillido sentido: como que ve usted al otro muerto. Conque salga como en el penúltimo ensayo, me contento. Alborota usted con ese grito. ¡A mí me estremeció usted, y soy el autor!...

      —¡La orden! ¡La orden!—gritan a esta sazón.

      —¿Cómo la orden?—exclama el autor asustado.—¿La han prohibido?

      —No, señor, es la orden para empezar; habrá venido Su Alteza.

      —Suena una campanilla. ¡Fuera, fuera! y salen precipitadamente de la escena aquella multitud de pies que se ven debajo del telón.

      —¡Cuidado con los arrojes, señor autor!—dice un segundo apunte tomándolo de un brazo.

      —¿Qué es eso?

      —Nada; los arrojes son cuatro mozos de cordel que hacen subir el telón, bajando ellos colgados de una cuerda.

      Se oye un estruendo espantoso: se ha descorrido la cortina, y el ingenio se refugia a un rincón de un palco segundo, detrás de su familia o de sus amigos, a quienes mortifica durante la representación con repetidas interrupciones. Tiene toda la sangre en la cabeza, suda como cavador, cierra las manos, hace gestos de desesperación cuando se pierde un actor.

      —Si lo dije, si no sabe el papel.

      —¿Silban?

      —¿Qué murmullo es ese?

      —Bien, bien; este aplauso ha venido muy bien ahí: esto va bien; ese trozo tenía que hacer efecto por fuerza.

      —¡Bárbaros! ¿Por qué silban? Si no se puede escribir en este país; luego, la están haciendo de una manera... Yo también la silbaría.

      En el auditorio son las expresiones fugitivas.

      —¡Vaya! Ya tenemos el telón bajando y subiendo.

      —¡Bravo! se han dejado una silla.

      —Mire usted aquel comparsa. ¿Qué es aquello blanco que se le ve?

      —¡Hombre, en esa sala han nacido árboles! ¿Lo mató? ¡Ah, ah, ah! Si morirá el apuntador.

      —Pues, señor, hasta ahora no es gran cosa.

      —Lo que tiene es buenos versos.

      Entretanto la condesita de *** entra al segundo acto dando portazos para que la vean; una vez sentada no se luce el vestido; los fashionables suben y bajan a los palcos: no se oye: el teatro es un infierno: luego parece que el público se ha constipado adrede aquel día. ¡Qué toser, señor, qué toser!

      Llega el quinto acto, y la mareta sorda empieza a manifestarse cada vez más pronunciada: a la última puñalada el público no puede más, y prorrumpe por todas partes en ruidosas carcajadas: los amigos defienden el terreno; pero una llave decide la cuestión: sin duda no es la llave con que encerraba Lope de Vega los preceptos; y cae el telón entre la majestuosa algazara y con toda la pompa de la ignominia.

      No sé qué propensión tiene la humanidad a alegrarse del mal ajeno; pero he observado que el público sale más alegre y decidor, más risueño y locuaz de una representación silbada: el autor, entretanto, sale confuso y renegando de un público tan atrasado: no están todavía los españoles—dice—para esta clase de comedias: se agarra otro poco a las intrigas, otro poco a la mala representación, y de esta suerte ya puede presentarse al día siguiente en cualquier parte con la conciencia limpia.

      Sus amigos convienen con él, y en su ausencia se les oye decir:

      —Yo lo dije; esa comedia no podía gustar; pero, ¿quién se lo dice al autor? ¿Quién pone cascabel al gato?

      —Yo le dije que cortara lo del padre en el segundo acto: aquello es demasiado largo; pero se empeñó en dejarlo.

      He observado, sin embargo, que los amigos literatos suelen portarse con gran generosidad; si la comedia gusta, ellos son los que como inteligentes hacen notar los defectillos de la composición, y entonces pasan por imparciales y rectos; si la comedia es silbada, ellos son los que la disculpan y la elogian; saben que sus elogios no la han de levantar, y entonces pasan por buenos amigos. En el primer caso, dicen:

      —Es cosa buena, ¿cómo se había de negar? No tiene más sino aquello, y lo otro, y lo de más allá... ya se ve; las cosas no pueden ser perfectas.

      En el segundo, dicen:

      —Señor, no es mala; pero no es para todo el mundo: hay cosas demasiado profundas: tiene bellezas: sobre todo hay versos muy lindos.

      Al día siguiente los periódicos... Pero, ¿quién es el autor? ¿Es un principiante, un desconocido? ¡Qué nube! ¿Es algo más? ¡Qué reticencias! ¡Qué medias palabras! ¡Qué exacto justo medio!

      ¡Después de todo eso haga usted comedias!

       Índice

      Anch'io son pittore.

      No fuera yo Fígaro, ni tuviera esa travesura y maliciosa índole que malas lenguas me atribuyen, si no sacara a luz pública cierta visita que no ha muchos días tuve en mi propia casa.

      Columpiábame en mi mullido sillón, de estos que dan vuelta sobre su eje, los cuales son especialmente de mi gusto por asemejarse en cierto modo a muchas gentes que conozco, y me hallaba en la mayor perplejidad sin saber cuál de mis numerosas apuntaciones elegiría para un artículo que me correspondía ingerir aquel día en la Revista. Quería yo que fuese interesante sin ser mordaz, y conocía toda la dificultad de mi empeño, y sobre todo que fuese serio, porque no está siempre un hombre de buen humor, o de buen talante para comunicar el suyo a los demás. No dejaba de atormentarme la idea de que fuese histórico, y por consiguiente verídico, porque mientras yo no haga más que cumplir con las obligaciones de fiel cronista de los usos y costumbres de mi siglo, no se me podrá culpar de mal intencionado, ni de amigo de buscar pendencias por una sátira más o menos.

      Hallábame, como he dicho, sin saber cuál de mis notas escogería por más inocente, y no encontraba por cierto mucho que escoger, cuando me deparó felizmente la casualidad, materia sobrada para un artículo, al anunciarme mi criado a un joven que me quería hablar indispensablemente.

      Pasó adelante el joven haciéndome una cortesía bastante zurda, como de hombre que necesita y estudia en la fisonomía del que le ha de favorecer sus gustos e inclinaciones, o su humor del momento para conformarse prudentemente con él; y dando tormento a los tirantes y rudos músculos de su fisonomía para adoptar una especie de careta que desplegase a mi vista sentimientos mezclados de efecto y de deferencia, me dijo con voz forzadamente sumisa y cariñosa:

      —¿Es


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