Fígaro (Artículos selectos). Mariano Jose de Larra

Fígaro (Artículos selectos) - Mariano Jose de Larra


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Y como era un escritor valiente, un ingenio agudo, un satírico acerbo y un observador de muchos quilates,—pese a la persecución de los gobiernos y las más mortales aún, mordeduras de la envidia, Larra se impuso en vida, llegó a ser gloria en muerte, y fue una vez más la sanción del soberano parecer del pueblo.

      Durante su rápida cuanto fecunda carrera periodística, no tuvo competidores, y el mismo clásico e ingenuo Mesonero Romanos tuvo que ceder el paso al maestro—entonces,—y hoy desaparece en la penumbra de aquella gran sombra. Leer hoy los artículos de ambos, es recordar mañana exclusivamente a Fígaro.

      Y, sin embargo, este hombre que a tales alturas intelectuales alcanzó, que sus artículos se leen ahora como si aún estuviera fresca la tinta con que fueron escritos; este hombre, cuyo escepticismo parece el resultado de larga y amarguísima experiencia; este hombre, cuyos artículos más insignificantes pueden todavía servir de inspiradores, si no de modelos,—murió cuando aún estaba por llegar a la madurez, antes de alcanzar los treinta años. Pero ¿por qué conjeturar lo que produciría, si basta y sobra con lo producido?

      ¡Y tanto como basta! Los más brillantes periodistas argentinos son hijos de Fígaro, si no en otra cosa, en la audacia para romper viejos lazos, derribar arcaicas supersticiones y rebelarse contra los antiguos e innocuos catecísmos.

      Respecto de la presente edición, sólo añadiremos que se ha cuidado de seleccionar todo lo más fresco, todo lo más actual, que haya brotado del ingenio de Fígaro, de manera tal, que este libro parezca un periódico acabado de escribir por él... para mañana.

       Índice

      Figaro.—...Ennuyé de moi, dégoûté des autres... supérieur aux événements, loué par ceux-ci, blâmé par ceux-là; aidant au bon temps, supportant le mauvais; me moquant des sots, bravant les méchants... vous me voyez enfin...

      Le comte.—Qui t'a donné une philosophie aussi gaie?

      Figaro.—L'habitude du malheur. Je me presse de rire de tout, de peur d'être obligé d'en pleurer.

       Beaumarchais

      Le barbier de Séville, act. I.

      Mucho tiempo hace que tenía yo vehementísimos deseos de escribir acerca de nuestro teatro, no precisamente porque más que otros le entienda, sino porque más que otros quisiera que llegasen todos a entenderle. Helo dejado siempre, porque dudaba las unas veces de que tuviésemos teatro, y las otras de que tuviese yo habilidad; cosas ambas a dos que creía necesarias para hablar de la una con la otra.

      Otras dudillas tenía además: la primera, si me querrían oír; la segunda, si me querrían entender; la tercera, si habría quien me agradeciese mi cristiana intención, y el evidente riesgo en que claramente me pusiera de no gustar bastante a los unos y disgustar a los otros más de lo preciso.

      En esta no interrumpida lucha de afectos y de ideas me hallaba, cuando uno de mis amigos (que algún nombre le he de dar) me quiso convencer, no sólo de que tenemos teatro, sino también de que tengo habilidad; más fácilmente hubiera creído lo primero que lo segundo, pero él me concluyó diciendo: que en lo de si tenemos teatro, yo era quien debía de decírselo al público; y en lo de si tengo habilidad para ello, que el público era quien me lo había de decir a mí. Acerca del miedo de que no me quieran oír, asegurome muy seriamente que no sería yo el primero que hablase sin ser oído, y que como en esto más se trataba de hablar que de escuchar, más preciso era yo que mi auditorio.

      —Ridículo es hablar—me añadió—no habiendo quien oiga; pero todavía sería peor oír sin haber quien hable.

      Acerca de si me querrían entender, me tranquilizó afirmándome que en los más no estaría el daño en que no quisiesen, sino en que no pudiesen. Y en lo del riesgo de gustar poco a unos y disgustar mucho a otros:

      -¡Pardiez!—me dijo—que os embarazáis en casos de poca monta. Si hubieren cuantos escriben de pararse en esas bicocas, no veríamos tantos autores que viven de fastidiar a sus lectores; a más de quedaros siempre el simple recurso de disgustar a los unos y a los otros, dejándolos a todos iguales; y si os motejan de torpe, no os han de motejar de injusto.

      Desvanecidas de esta manera mis dudas, quedábame aún que elegir un nombre muy desconocido que no fuese mío, por el cual supiese todo el mundo que era yo el que estos artículos escribía; porque esto de decir, yo soy fulano, tiene el inconveniente de ser claro, entenderlo todo el mundo y tener visos de pedante; y aunque uno lo sea, bueno es, y muy bueno, no parecerlo. Díjome el amigo que debía de llamarme Fígaro, nombre a la par sonoro y significativo de mis hazañas, porque aunque ni soy barbero, ni de Sevilla, soy, como si lo fuera, charlatán, enredador y curioso además, si los hay. Me llamo, pues, Fígaro; suelo hallarme en todas partes; tirando siempre de la manta y sacando a la luz del día defectillos leves de ignorantes y maliciosos; y por haber dado en la gracia de ser ingenuo y decir a todo trance mi sentir, me llaman por todas partes mordaz y satírico; todo porque no quiero imitar al vulgo de las gentes que, o no dicen lo que piensan, o piensan demasiado lo que dicen.

      Paréceme que por hoy habré hecho lo bastante si me doy a conocer al público yo y mis intenciones. El teatro será uno de mis objetos principales, sin que por eso reconozca límites ni mojones determinados mi inocente malicia, y para que se vea que no soy tan satírico como dan en suponerlo; mil pequeñeces habrá que deje a un lado continuamente, y que muy de tarde en tarde haré entrar en la jurisdicción de mi crítica.

      Con respecto, por ejemplo, a los actores, y sobre todo a los nuevos que nos van dando continuamente, y los cuales todos daría el público de buena gana por uno solo mediano, ya me guardaría yo muy bien de fundar sobre ellos una sola crítica contra nuestro ilustrado ayuntamiento. Acaso rija en los teatros la idea de aquel famoso general, de cuyo nombre no me acuerdo, si bien he de contar el lance que los actores, muchos, pero malos, me recuerdan.

      Hallábase con su gente este general en su posición, y recibió aviso de que se acercaba a más andar el enemigo.

      —Mi general—le dijo su edecán,—¡el enemigo!

      —¿El enemigo, eh?—preguntó el general.—Déjele usted que se acerque.

      —¡Señor, que ya se le ve!—dijo de allí a un rato el edecán.

      —Cierto, ¡ya se le ve!

      —¿Y qué hacemos, mi general?—añadió el edecán.

      —Mire usted—contestó el general, como hombre resuelto,—mande usted que le tiren un cañonazo, veremos cómo lo toma.

      —¿Un cañonazo, mi general?—dijo el edecán.—Están muy lejos aún.

      —No importa, un cañonazo he dicho—repuso el general.

      —Pero, señor—contestó el edecán despechado,—un cañonazo no alcanza.

      —¿No alcanza?—interrumpió furioso el general con tono de hombre que desata la dificultad,—¿no alcanza un cañonazo?

      —No, señor, no alcanza—dijo con firmeza el edecán.

      —Pues bien—concluyó su excelencia,—que tiren dos.

      Eso decimos por acá. Darle un actor malo al público a ver cómo lo toma. ¿No alcanza, no gusta? darle dos.

      Menos diré, por consiguiente, que tanto los nuevos como los viejos creen que su oficio es oficio de memoria, y que puede asegurarse sin escrúpulo de conciencia que los más dicen sus papeles, pero no los hacen, porque acaso nuestros actores se lleven la idea de un loco que vivía en Madrid, no hace mucho, solo en su cuarto y sin consentir comunicación con su familia. Movido de los ruegos de ésta, fuele a visitar un amigo, y en el desorden de su cuarto notó entre otras cosas que no debía de hacer nunca su cama; tal


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