Fígaro (Artículos selectos). Mariano Jose de Larra

Fígaro (Artículos selectos) - Mariano Jose de Larra


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      —No, amigo, no; es mi sistema.

      —¿Pero qué sistema?

      —Tengo razones.

      —¿Razones?

      —No, amigo—respondió el loco,—no haré mi cama, no la haré,—y acercándosele al oído, añadió con aire misterioso;—«no la hagas y no la temas».

      A este refrán se atienen, sin duda, nuestros cómicos cuando no hacen una comedia. No hacemos la comedia, dicen como el loco, porque «no la hagas y no la temas».

      Pues tan comedido como con los teatros, he de ser, poco más o menos, con todas las demás cosas. Ni pudiera ser de otra suerte; en política, sobre todo, y en puntos que atañen al gobierno, ¿qué pudiera hacer un periodista sino alabar? Como suelen decir, esto se hace sin gana, y si ya desde hoy no nos soltamos a encomiarlo todo de una vez, es porque somos como cierto sujeto de Ubeda, cuyo caso no he de callar por vida mía, mas que en cuentos y relatos me llame el lector pesado.

      Había llamado el tal a un pintor, y mandándole hacer un cuadro de las Once mil vírgenes, y el contrato había sido darle un ducado por virgen, que por cierto no fue caro. Llevó el pintor el cuadro al cabo de cierto tiempo, pero era claro que ni cupieran once mil cuerpos en un lienzo, ni había para qué ponerlas todas; había, pues, imaginado el pintor de Ubeda figurar un templo de donde iban saliendo, y así sólo podrían contarse alguna docena en primer término, dos o tres docenas en segundo, e infinidad de cabezas que de las puertas salían. Contó callandito el aficionado a vírgenes las que alcanzaba a ver, y preguntole en seguida al artista cuánto valía el cuadro conforme al contrato. Respondiole aquel, que claro estaba: que once mil ducados.

      —¿Cómo puede ser eso?—le repuso el que había de pagar,—si aquí no cuento yo arriba de cien cabezas.

      —¿No ve vuestra merced—contestó el pintor,—que las demás están en el templo y por eso no se ven? Pero...

      —¡Ah! pues entonces—concluyó el aficionado,—tome vuestra merced por hoy esos cien ducados que corresponden a las que han salido, y con respecto a las demás yo se las iré pagando a vuestra merced conforme vayan saliendo.

      Vaya, pues, haciendo nuestro ilustrado gobierno de las suyas, que conforme ellas vayan saliendo, nosotros se las iremos alabando.

       Índice

      En los tiempos de Iriarte y de Moratín, de Comella y del abate Cladera, cuando divididas las pandillas literarias se asestaban de librería a librería, de corral a corral, las burlas y los epigramas, la primera representación de una comedia (entonces todas eran comedias o tragedias) era el mayor acontecimiento de la España. El buen pueblo madrileño, a cuyos oídos no habían llegado aún, o de cuya memoria se habían borrado las encontradas voces de tiranía y libertad, hacía entonces la vista gorda sobre el gobierno. Su Majestad cazaba en los bosques del Pardo, o reventaba mulas en la trabajosa cuesta de la Granja; en la corte se intrigaba, poco más o menos como ahora, si bien con un tanto más de hipocresía; los ministros colocaban a sus parientes y a los de sus amigos; esto ha variado completamente; la clase media iba a la oficina; entonces un empleo era cosa segura, una suerte hecha; y el honrado, el heroico pueblo iba a los toros a llamar bribón a boca llena a Pepe-Hillo y Pedro Romero cuando el toro no se quería dejar matar a la primera. Entonces no había más guerra civil que los famosos bandos y parcialidades de chorizos y polacos. No se sospechaba siquiera que podía haber más derecho que el de tirar varias cáscaras de melón a un morcillero, y el de acompañar la silla de manos de la Rita Luna, de vuelta a su casa desde el teatro, lloviendo dulces sobre ella. En aquellos tiempos de tiranía y de inquisición había, sin embargo, más libertad; y no se nos tome esto en cuenta de paradojas, porque al fin se sabía por dónde podía venir la tempestad, y el que entonces la pagaba era por poco avisado. En respetando al rey y a Dios, respeto que consistía más bien en no acordarse de ambas majestades que en otra cosa, podía usted vivir seguro sin carta de seguridad, y viajar sin pasaporte. Si usted quería escribir, imprimía y vendía cuanto a mientes se le viniese, y ahí están si no las obras de Saavedra, las del mismo Comella, las de Iriarte, las de Moratín, las poesías de Quintana, que escritas en nuestros días no podrían probablemente ver en muchos años la luz pública. Entonces ni había espías, ni menos policía: no lo ahorcaban a usted hoy por liberal y mañana por carlista, ni al día siguiente por ambas cosas: tampoco había esta comezón que nos consume de ilustración y prosperidad: el que tenía un sueldo se tenía por bastante ilustrado, y el que se divertía alegremente se creía todo lo próspero posible. Y esto, pesado en la balanza de las compensaciones, es algo sin duda.

      Había otra ventaja, a saber, que si no quería usted cavar la tierra, ni servir al rey en las armas, cosas ambas un si es no es incómodas; si no quería usted quemarse las cejas sobre los libros de leyes o de medicina; si no tenía usted ramo ninguno de rentas donde meter la cabeza, ni hermana bonita, ni mujer amable, ni madre que lo hubiese sido; si no podía usted ser paje de bolsa de algún ministro o consejero, decía usted que tenía una estupenda vocación; vistiendo el tosco sayal tenía usted su vida asegurada, y dejando los estudios, como fray Gerundio, se metía usted a predicador. El oficio en el día parece también haber perdido algunas de sus ventajas.

      Por nuestros escritos conocerán nuestros lectores que no debemos alcanzar esos tiempos bienaventurados. Pero ¿quién no es hijo de alguien en el mundo? ¿Quién no ha tenido padres que se lo cuenten?

      Entonces, en el teatro se escuchaban pocas silbas, y el ilustrado público, menos descontentadizo, era a la par más indulgente. Lo que por aquellos tiempos podía ser una primera representación, lo ignoramos completamente; y como no nos proponemos pintar las costumbres de nuestros padres, sino las nuestras, no nos aflige en verdad demasiado esta ignorancia.

      En el día, una primera representación es una cosa importantísima para el autor de... ¿de qué diremos? Es tal la confusión de los títulos y de las obras, que no sabemos cómo generalizar la proposición. En primer lugar, hay lo que se llama comedia antigua, bajo cuyo rótulo general se comprenden todas las obras dramáticas anteriores a Comella; de capa y espada, de intriga, de gracioso, de figurón, etc.; hay, en seguida, el drama, dicho melodrama, que fecha de nuestro interregno literario, traducción de la Porte Saint-Martin como El Valle del Torrente, El Mudo de Arpenas, etc.; hay el drama sentimental y terrorífico, hermano mayor del anterior, igualmente traducción, como La huérfana de Bruselas; hay después la comedia dicha clásica de Molière y Moratín, con su versito asonantado o su prosa casera; hay la tragedia clásica, ora traducción, ora original, con sus versos pomposos y su correspondiente hojarasca de metáforas y pensamientos sublimes de sangre real; hay la piececita de costumbres, sin costumbres, traducción de Scribe: insulsa a veces, graciosita a ratos, ingeniosa por aquí y por allí; hay el drama histórico, crónica puesta en verso o prosa poética, con sus trajes de la época y sus decoraciones ad hoc, y al uso de todos los tiempos; hay, por fin, si no me dejo nada olvidado, el drama romántico, nuevo, original, cosa nunca hecha ni oída, cometa que aparece por primera vez en el sistema literario con su cola y sus colas de sangre y de mortandad, el único verdadero; descubrimiento escondido a todos los siglos y reservado sólo a los Colones del siglo XIX. En una palabra, la naturaleza en las tablas, la luz, la verdad, la libertad en literatura, el derecho del hombre reconocido, la ley sin ley.

      He aquí que el autor ha dado su última mano a lo que sea; ya lo ha cercenado la censura decentemente; ya la empresa se ha convencido de que se puede representar y de que acaso es cosa buena.

      Entonces


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