Fígaro (Artículos selectos). Mariano Jose de Larra
nos ha asegurado, o sabemos (el sabemos no se aventura todos los días), que se va a poner en escena un drama nuevo en el teatro de... (por lo regular del Príncipe). Se nos ha dicho que es de un autor muy conocido ya ventajosamente por obras literarias de un mérito incontestable. Deben desempeñar los principales papeles nuestra célebre señora Rodríguez y el señor Latorre. La empresa no ha perdonado medio alguno para ponerlo en escena con toda aquella brillantez que requiere su argumento; y tenernos fundados motivos (la amistad nadie ha dicho que no sea motivo, ni menos que no sea fundado) para asegurar que el éxito corresponderá a las esperanzas y que por fin el teatro español, etc.», y así sucesivamente.
Luego que el público ha leído esto, es preciso ir al café del Príncipe; allí se da razón de quién es el autor, de cómo se ha hecho la comedia, de por qué la ha hecho, de que tiene varias alusiones sumamente picantes, lo cual se dice al oído; el café del Príncipe, en fin, es el memorialista, el valenciano del teatro.
—¿Ha visto usted eso del drama que trae La Revista?
—¿Qué drama es ese?
—No sé.
—Sí, hombre: si es aquel que estaba componiendo...
—¡Ah! sí. ¡Hombre, debe ser bueno!
—Precioso.
—¿Cómo se titula?
—¡Fulano!
—¿A secas?
—No sé si tiene otro título.
—Es regular.
—¿Cuántos actos?
—Cinco, creo.
—No son actos—dice otro.
—¿Cómo? ¿No son actos?
—Sí, son actos; pero... yo no sé.
—¡Ah! sí.
—¿Y muere mucha gente?
—¡Por fuerza! Dicen que es bueno.
—¡Gustará!—dicen en otro corrillo.
—Hombre, eso, como este público es así... yo no me atrevería... pero mi opinión es que o debe alborotar, o le tiran los bancos.
—¡Hola!
—No hay medio. Hay cosas atrevidas, ¡pero qué escenas! Figúrese usted que hay uno que es hijo de otro.
—¡Oiga!
—Pero el hijo está enamorado... Deje usted: yo no me acuerdo si es el hijo o el padre el que está enamorado. Es igual. El caso es que luego se descubre que la madre no es madre; no; el padre es el que no es padre; pero hay un veneno, y luego viene el otro, y el hijo o la madre matan al padre o al hijo.
—¡Hombre! Eso debe ser de mucho efecto.
—¡Ya lo creo! Y hay una tempestad y una decoración obscura, tétrica, romántica... en fin, con decirle a usted que la dama ayer en el ensayo no podía seguir hablando.
—¡Ui!
Si la cosa es por otro estilo, aunque ahora no hay cosas por otro estilo:
—Es bonita—dicen,—sólo que es pesada; pero a mi me hizo reír mucho cuando la leí; es clásica, por supuesto; pero no hay acción; no sucede nada.
El autor, entretanto, se las promete felices, porque en los ensayos han convenido los actores (que son muy inteligentes) que hay una escena que levanta del asiento; sólo se teme que el galán, que ha creído que el papel no es para su carácter, porque no es de bastante bulto, le haga con tibieza; y el segundo gracioso, no ha entendido una palabra del suyo, no hay forma de hacérselo entender. Por otra parte, una dama está un poquillo ofendida porque la protagonista, que nació demasiado pronto, tiene más años de los que ella quiere aparentar. Y los segundos papeles están en malas manos, porque como aquí no hay actores...
Esto sin embargo, los ensayos siguen su curso natural; el autor se consume porque los actores principales no dicen su papel en el ensayo, sino que lo rezan entre dientes.
—Un poco más energía—se atreve a decir el autor en ademán de pedir perdón.
—No tenga usted cuidado—le responden;—a la noche verá usted.
Con esto, apenas se atreve a hacer nuevas advertencias; si las hace, suele atraerse alguna risilla escondida; verdad que, a veces, el autor suele entender de representar menos todavía que el actor.
—¿Qué saco yo en la cabeza?—le pregunta una joven.—¿Diadema?
—No es necesario.
—Como soy...
—No importa, se va usted a acostar cuando sucede el lance.
—Es verdad.
—Y yo, ¿qué saco en las piernas?
—La época, el calzón ajustado, pie y brazo acuchillados.
—Es que no tengo.
—Sí, tienes—dice un compañero,—el calzón que te sirvió para Dido.
—Ya; pero eso debe ser otra época.
—No importa: le pones cuatro lazos y es eso.
—Yo saco peluca rubia—dice el gracioso.
—¿Por qué rubia?
—No tengo más que rubias; todas las hacen rubias.
—Bien; así como así la escena es en Francia.
—¡Ah, entonces!... los franceses son rubios.
—¿Y calva, por supuesto?
—No, hombre, no: si no tiene usted más que cincuenta años.
—Es que todas mis pelucas tienen calva.
—Entonces saque usted lo que usted quiera.
—Yo necesito un retrato, ¿qué saco?—dice otro.
—No, un medallón: cualquier cosa: desde fuera no se ve.
Arreglado ya lo que cada uno saca, se conviene en que las decoraciones harán efecto, porque se han anunciado como nuevas: la del pabellón de la Expiación, en poniéndole cuatro retratos, es romántica enteramente, y si se añaden unas armas, no digo nada; un gabinete de la Edad Media; la de tal otra comedia, en abriéndole dos puertas laterales, y en cerrándole la ventana, es el cuarto de la dama.
Si hay comparsas, se arma una disputa sobre si se deben afeitar o no; si tienen que afeitarse, es preciso que se les den dos reales más; ¿se han de poner limpios de balde? Para conciliar el efecto con la economía, se conviene en que los cuatro que han de salir delante se afeiten; los que están en segundo término, o confundidos en el grupo, pueden ahorrarse las navajas. Si deben salir músicos, es obra de romanos encontrarlos; porque es cosa degradante soplar en un serpentón, o dar porrazos a un pergamino a la vista del público; cuando van por la calle o de casa en casa, entonces nadie los ve.
Por fin, ha llegado la noche: merced a los anuncios de los periódicos y de los carteles, en los cuales se previene al público que si se tarda en los entreactos es porque hay que hacer, y que como la función es larga, no admite intermedio ni sainete; merced a estas inocentes estratagemas, se acaban los billetes al momento, y a la tarde están a dos, tres duros las lunetas. El autor ha tomado los suyos, y los amigos, que han comido con él, le tranquilizan, asegurándole que si el drama fuera malo se lo hubieran dicho francamente en las repetidas lecturas que se han hecho previamente en casa de éste o de aquél. Todo lo contrario: se han extasiado: y no es decir que no lo entiendan. El buen ingenio anda aquel día distraído; no responde con concierto a cosa alguna; reparte algunos apretones de manos, lo más expresivos posible, a cuenta de aplausos, y está muy modesto; se cura en salud; refuerza alguna sonrisa para contestar a los muchos