Fígaro (Artículos selectos). Mariano Jose de Larra

Fígaro (Artículos selectos) - Mariano Jose de Larra


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de cerrar mi corazón a las aficiones que pudieran llegar a dominarle, agregado esto a la necesidad de viajar y variar de objetos, en que las revoluciones del principio del siglo habían puesto a mi familia, lograron hacer de mí el ser más veleidoso que ha nacido. Pesándome de ver a las mismas gentes todos los días, no hay amigo que me dure una semana; no hay tertulia adonde pueda concurrir un mes entero; no hay hermosa que me lo parezca todos los días, ni fea que no me encante una vez siquiera al mes; esto me hace disfrutar de inmensas ventajas, porque sólo se puede soportar a las gentes los quince primeros días que se las conoce. ¡Qué de atenciones en ellas! ¡Qué de sinceros ofrecimientos! ¿Pasaron aquéllos? ¿Se intimó la amistad? ¡Adiós! como ya de cualquier modo tienen cumplido con usted, todos son desaires, todas crudas y ácidas respuestas. Pesándome comer siempre los mismos alimentos, hoy como a la francesa, mañana a la inglesa, un día ceno y otro meriendo; ni tengo horas fijas ni hago comida con concierto. Y esto tiene la ventaja de predisponerme para el cólera. Pesándome hablar siempre en español, tengo amigos franceses sólo para hablar en francés una hora al día; me trato con los operistas para hablar una vez a la semana en italiano; aprendí griego por conocer una lengua que no habla nadie; y sufro las impertinencias de un inglés a quien trato, por darme a entender en el idioma en que decía Carlos V que hablaría a los pájaros. Pesándome de que me llamen todos los días, desde el año 9 en que nací, por el mismo apellido, cien veces dejé aquél con que vine al mundo, y ora fui el Duende satírico, ora el Pobrecito hablador, ora el Bachiller Munguía, ora Andrés Nipresas, ora Fígaro, ora... y qué sé yo los muchos nombres que me quedarán aún que tomar en los muchos años que, Dios mediante, tengo hecho propósito de vivir en este bajo suelo; porque si alguna cosa hay que no me canse es el vivir; y si he de decir la verdad, consiste esto en que a fuerza de meditar he venido a conocer que sólo viviendo podré seguir variando. Por último, y vengamos al asunto, pesándome de vivir todos los días en una misma casa, la vista de un cuarto desalquilado hace en mi ánimo el mismo efecto que produce la picadura del pez en el corazón del anhelante pescador que le tiende el cebo. Corro a mi casa, pongo en movimiento a mi familia, hágome la ilusión de que emprendo un viaje, y de cuartel en cuartel, de calle en calle, de manzana y hasta de piso en piso, recorro alegremente y reconozco los más recónditos escondrijos y rincones de esta populosa ciudad. Si la casa es grande: «¡Qué hermosura!—exclamo;—esto es vivir con desahogo, esto es lujo y magnificencia.» Si es chica: «Gracias a Dios—me digo,—que salí de esos eternos caserones que nunca bastan muebles para ellos; ésta es a lo menos recogida, reducida, propia, en fin, del hombre tan reducido también y limitado.» Si es cuarto bajo: «No tiene escalera, digo y el hombre no ha nacido para vivir en las estrellas.» Si es alto el piso: «¡Bendito sea Dios, qué claridad, qué ventilación y qué pureza de aires!» Si es caro: «¿Qué importa? lo primero es tener buena habitación.» Si es barato: «Mejor; con eso emplearé en galas lo que había de invertir en mi vivienda.»

      Nadie, pues, más feliz que yo, porque en cuanto a las habladurías y murmuraciones del mundo perecedero, así me cuido de ellas como de ir a la Meca. Pero es el caso que tengo un amigo que es de esos hombres que se dejan impresionar fácilmente por la última persona que oyen, de esos caracteres débiles, flojos, apáticos, irresolutos, de reata, en fin, que componen el mayor número en este mundo, que nacieron, por consiguiente, para obedecer, callar y ser constantemente víctimas, y cuya debilidad es la más firme columna de los fuertes.

      Oyome este amigo las reflexiones que anteceden, y vean ustedes a mi hombre descontento ya con cuanto le rodea; ya que no lo puede mudar todo, quiere cuando menos mudar de casa, y hétele buscando conmigo papeles en los balcones de barrio en barrio, porque ésta es muy de antiguo la señal que distingue las habitaciones alquilables de esta capital, sin que yo haya podido dar hasta ahora con el origen de esta conocida costumbre, ni menos con la de poner los papeles en las esquinas de los balcones cuando la casa es sólo alquilable para huéspedes.

      Las casas antiguas, dijimos, que van desapareciendo de Madrid rapidísimamente, están reducidas a una o dos enormes piezas y muchos callejones interminables; son demasiado grandes; son obscuras por lo general a causa de su mala repartición y combinación de entradas, salidas, puertas y ventanas.

      Dirigímonos, pues, a ver las casas nuevas; esas que surgen de la noche a la mañana por todas las calles de Madrid; esas que tienen más balcones que ladrillos y más pisos que balcones; esas por medio de las cuales se agrupa la población de esta coronada villa, se apiña, se sobrepone y se aleja de Madrid, no por las puertas, sino por arriba, como se marcha el chocolate de una chocolatera olvidada sobre las brasas. La población que se va colocando sobre los límites que encerraron a nuestros abuelos, me hace el efecto del helado que se eleva fuera de la copa de los sorbetes. El caso es el mismo: la copa es pequeña y el contenido mucho.

      Muchas casas muy lindas vimos. Mi amigo observó, con razón, que se sigue en todas el método antiguo de construcción: sala, gabinete y alcoba pegada a cualquiera de estas dos piezas; y siempre en la misma cocina, donde se preparan los manjares, colocado inoportuna y puercamente el sitio más desaseado de la casa. ¿No pudiera darse otra forma de construcción a las casas, de suerte que este sitio quedase separado de la vivienda, como en otros países lo hemos visto constantemente observado? ¿No pudieran llegarse a desusar esos vidrios horribles, desiguales, pequeños, unidos por plomos, generalmente invertidos en las vidrieras? ¿No se les podrían substituir vidrios de mejor calidad, de más tamaño, y unidos entre sí con sutiles listones de madera, que harían siempre mejor efecto a la vista y darían más entrada a la luz? ¿No convendría desterrar esas pesadas maderas que cierran los balcones, llenas de inútiles rebajos y costosas labores, sustituyéndoles puertas-ventanas de hojas más delgadas y lisas? ¿No pudiera introducirse el uso de las comodísimas chimeneas para las casas, sobre todo más espaciosas, como se hallan adoptadas en toda Europa? ¿Tanto perderíamos en olvidar los mezquinos y miserables braseros que nos abrasan las piernas, dejándonos frío el cuerpo y atufándonos con el pestífero carbón, y que son restos de los zahumadores orientales introducidos en nuestro país por los moros? ¿Qué mal haríamos en desterrar los canalones salientes, cuyo objeto parece ser el de reunir sobre el pobre transeúnte, además del agua que debía naturalmente caerle del cielo, toda la que no debía caerle, y en substituirles los conductos vertederos semejantes a los de correos, pegados a la pared?

      Los caseros, más que al interés público, consultan el suyo propio: aprovechemos terreno; ése es su principio: apiñemos gente en estas diligencias paradas, y vivan todos como de viaje; cada habitación es en el día un baúl en que están las personas empaquetadas de pie, y las cosas en la posición que requiere su naturaleza; tan apretado está todo, que en caso de apuro todo podría viajar junto sin romperse. Las escaleras son cerbatanas, por donde pasa la persona como la culebra que se roza entre dos piedras para soltar su piel. Un poco más de hombre o un poco menos de escalera, y serán una sola cosa hombre y escalera.

      Pero sigamos la historia de mi amigo. No bien hubo visto la blancura de una de las casas nuevas, la monería de las acomodadas piececitas, el estado de novedad de las habitaciones del piso tercero, alborózase, y:

      —¡Este cuarto es mío!—exclama.

      —Pero acabemos de ver.

      —Nada, inútil, quiero casa nueva, casa nueva; no hay remedio.

      De allá a media hora estábamos ya en casa del casero. Inútil es decir que el casero tenía mala cara; todos la tienen; es la primera cosa que hacen en comprando casa; a lo menos tal nos parece siempre a los inquilinos, sin que esto sea decir que no pueda ser ilusión de óptica.

      —¿Qué tiene usted que mandarme?...

      —¿Usted es el dueño de la casa que se está haciendo?...

      —Sí, señor.

      —Hay varios cuartos en la casa.

      —Están dados.

      —¡Cómo! si no están hechos.

      —Ahi verá usted.

      —Pero, ¿no habría?...

      —Un tercero queda.

      —Bueno; he dicho que quiero casa nueva.


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