Fígaro (Artículos selectos). Mariano Jose de Larra

Fígaro (Artículos selectos) - Mariano Jose de Larra


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a los desafíos jurídicos, merced al empeño de mezclar constantemente a Dios en nuestras pequeñeces) eran cosa mala. Los reyes entonces alzaron la voz en nombre del Altísimo, y dijeron a los pueblos: «No más juicios de Dios; en lo sucesivo, nosotros juzgaremos».

      Prohibidos los juicios de Dios, no tardaron en prohibirse los duelos; pero si las leyes dijeron: «No os batiréis», los hombres dijeron: «No os obedeceremos»; y un autor de muy buen criterio asegura que las épocas de rigurosa prohibición han sido las más señaladas por el abuso del desafío. Cuando los delitos llegan a ser de cierto bulto, no hay pena que los reprima. Efectivamente, decir a un hombre: «No te harás matar, pena de muerte», es provocarlo a que se ría del legislador cara a cara; es casi tan ridículo como la pena de muerte establecida en algunos países contra el suicidio; sabia ley que determina que se quite la vida a todo el que se mate, sin duda para su escarmiento.

      Se podría hacer a propósito de esto la observación general de que sólo se han obedecido en todos tiempos las leyes que han mandado hacer a los hombres su gusto; las demás se han infringido y han acabado por caducar. El lector podrá sacar de esto alguna consecuencia importante.

      Efectivamente, al prohibir los duelos en distintas épocas, no se ha hecho más que lo que haría un jardinero que tirase la fruta queriendo acabarla; el árbol en pie todos los años volvería a darle nueva tarea.

      Mientras el honor siga entronizado donde se le ha puesto; mientras la opinión pública valga algo, y mientras la ley no esté de acuerdo con la opinión pública, el duelo será una consecuencia forzosa de esta contradicción social. Mientras todo el mundo se ría del que se deje injuriar impunemente, o del que acuda a un tribunal para decir: «Me han injuriado», será forzoso que todo agraviado elija entre la muerte y una posición ridícula en sociedad. Para todo corazón bien puesto, la duda no puede ser de larga duración: y el mismo juez que con la ley en la mano sentencia a pena capital al desafiado indistintamente o al agresor, deja acaso la pluma para tomar la espada en desagravio de una ofensa personal.

      Por otra parte, si se prescinde de la porción de preocupación más o menos visible o sublime del pundonor, y si se considera en el duelo el mero hecho de satisfacer una cuenta personal, diré francamente que comprendo que el asesino no tenga derecho a quitar la vida a otro, por dos razones: primera, porque se la quita contra su gusto, siendo suya; segunda, porque él no da nada en cambio.

      Los duelos han tenido sus épocas y sus fases enteramente distintas: en un principio se batían los duelistas a muerte, a todas armas, y tras ellos sus segundos: cada injuria producía entonces una escaramuza. Posteriormente se introdujo el duelo a primera sangre; el primero lo comprendo sin disculparlo; el segundo ni lo comprendo ni lo disculpo; es de todas las ridiculeces la mayor: los padrinos o testigos han sucedido a los segundos, y su incumbencia en el día se reduce a impedir que su mala fe abuse del valor o del miedo. Al arma blanca se substituye muchas veces la pistola, arma de cobarde, con que nada le queda que hacer al valor sino morir; en que la destreza es infame si hay superioridad, e inútil si hay igualdad.

      La libertad, empero, si no es la licencia de mi imaginación, me ha llevado más lejos de lo que yo pretendía ir: al comenzar este artículo no era mi objeto explorar si las sociedades modernas entienden bien el honor, ni si esta palabra es algo; individuo de ellas y amamantado con sus preocupaciones, no seré yo quien me ponga de parte de unas leyes que la opinión pública repugna, ni menos de parte de una costumbre que la razón reprueba. Confieso que pensaré siempre en este particular como Rousseau, y los más rígidos moralistas y legisladores, y obraré como el primer calavera de Madrid. ¡Triste lote del hombre el de la inconsecuencia!

      Mi objeto era referir simplemente un hecho de que no ha muchos meses fui testigo ocular; pero como yo no presencié, digámoslo así, más que el desenlace, mis lectores me perdonarán si tomo mi relación ab ovo.

      Mi amigo Carlos, hijo del marqués de ***, era heredero de bienes cuantiosos, que eran en él, al revés que en el mundo, la menos apreciable de sus circunstancias. Adorado de sus padres, que habían empleado en su educación cuanto esmero es imaginable, Carlos se presentó en el mundo con talento, con instrucción, con todas esas superfluidades de primera necesidad, con una herencia capaz de asegurar la fortuna de varias familias, con una figura a propósito para hacer la de muchas mujeres, y con un carácter destinado a constituir la de todo el que de él dependiese.

      Pero desgraciadamente, la diferencia que existe entre los necios y los hombres de talento, suele ser sólo que los primeros dicen necedades, y los segundos las hacen: mi amigo entró en sociedad, y a poco tiempo hubo de enamorarse; los hombres de imaginación necesitan mujeres muy picantes o muy sensibles, y esta especie de mujeres deben de ser mejores para ajenas que para propias. La joven Adela era, sin duda alguna, de las picantes: hermosa a sabiendas suyas, y con una conciencia de su belleza, acaso harto pronunciada, sus padres habían tratado de adornarla de todas las buenas cualidades de sociedad; la sociedad llama buenas cualidades en una mujer, lo que se llama alcance en una escopeta y tino en un cazador; es decir, que se había formado a Adela como una arma ofensiva con todas las reglas de la destrucción: en punto a la coquetería era una obra acabada, y capaz de acabar con cualquiera muy poco sensible; en realidad, podía fingir admirablemente todo ese sentimentalismo, sin el cual no se alcanza en el día una sola victoria; contaba con una languidez mortal; le miraba a usted con ojos de víctima expirante, siendo ella el verdugo; bailaba como una sílfide desmayada; hablaba con el acento del candor y de la conmoción; y de cuando en cuando un destello de talento o de gracia venía a iluminar su tétrica conversación, como un relámpago derrama una ráfaga de luz sobre una noche obscura.

      ¿Cómo no adorar a Adela? Era la verdad entre la mentira, el candor entre la malicia, decía mi amigo al verla en el gran mundo; era el cielo en la tierra.

      Los padres no deseaban otra cosa: era un partido brillante, la boda era para entrambos una especulación; de suerte que lo que sin razón de estado no hubiera pasado de ser un amor, una calamidad, pasó a ser un matrimonio. Pero cuando el mundo exige sacrificios los exige completos, y el de Carlos lo fue; la víctima debía ir adornada al altar. Negocio hecho: de allí a poco Carlos y Adela eran uno.

      He oído decir muchas veces que suele salir de una coqueta una buena madre de familia: también suele salir de una tormenta una cosecha: yo soy de opinión que la mujer que empieza mal acaba peor. Adela fue un ejemplo de esta verdad: medio año hacía que se había unido con santos vínculos a Carlos; la moda exigía cierta separación, cierto abandono. ¿Cuánto no se hubiera reído el mundo de un marido atento con su mujer? Adela, por otra parte, estaba demasiado bien educada para hacer caso de su marido. ¡La sociedad es tan divertida y los jóvenes tan amables! ¿Qué hace usted en un rigodón si le oprimen la mano? ¿Qué contesta usted si le repiten cien veces que es interesante? Si tiene usted visita todos los días, ¿cómo cierra usted sus puertas? Es forzoso abrirlas, y por lo regular de par en par.

      La mala suerte de mi amigo quiso que entre tanto marido como llega a una edad avanzada diariamente con la venda de himeneo sobre los ojos, él sólo entreviese primero su destino, y lo supiese después positivamente. La cosa, desgraciadamente fue escandalosa, y el mundo exigía una satisfacción. Carlos hubo de dársela. Eduardo fue retado, y llamado yo como padrino no pude menos de asistir a la satisfacción.

      A las cinco de la mañana estábamos los contendientes y los padrinos en la puerta de... de donde nos dirigimos al teatro frecuente de esta especie de luchas. Esta no era de aquellas que debían acabar con un almuerzo. Una mujer había faltado, y el honor exigía en reparación la muerte de dos hombres. Es incomprensible, pero es cierto.

      Se eligió el terreno, se dio la señal, y los dos tiros salieron a un tiempo: de allí a poco había expirado


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