Estudio descriptivo de los monumentos árabes de Granada, Sevilla y Córdoba (edición ilustrada). Rafael Contreras
Es preciso para esto venir al siglo VIII, cuando desaparece la sociedad cristiana y huyen nuestros soldados ante el brillo de las cimitarras, porque la patria gobernada teocráticamente no tiene valor cívico que oponer á los invasores. No era el tiempo, y así lo comprenderían aquellos santos varones de salir seguidos del coro, y precedidos de los ciriales y mangas á las puertas de las poblaciones, para pedir á los nuevos Hunos que se retiraran á sus bosques ó á las ardientes arenas de la Libia. Estos invasores tenian la conciencia de una predestinación infalible, y no podían temer otra emboscada tan sangrienta como la sufrida por aquéllos en las Galias.
De la tribu de Koreisch había de caer sobre Europa tan formidable enemigo, que á su presencia huirían las tradiciones no extinguidas del paganismo, y los pueblos cristianos se estrecharían espantados para cerrarles el paso. Los poderosos descendientes del Profeta estaban llamados á abrir en nuestro suelo un surco que no pudieran borrar los trabajos de cien generaciones. Desde muy antiguo componían el pueblo árabe corsarios del desierto, que en caravanas hacían el riquísimo comercio desde los puertos donde descargaban los bajeles de la India á las ciudades interiores de la Siria, Persia y Judea. Estos pueblos conocían perfectamente las costas y territorios del África septentrional, eran los comerciantes que llenaban los mercados romanos de las riquezas de Oriente, los que habían venido en todos los tiempos á Cartago y á las Baleares, no se extrañaban de la civilización occidental, y podían llegar hasta los Pirineos, conocedores por relatos de toda la extensión de la Península: sabían que se explotaba en España la plata, el azogue, el plomo y cobre en abundancia, y que competían sus criaderos con las minas de Sofala. Antes de la invasión, comerciaban en nuestras costas, nos traían porcelanas de la China y gomas de Malabar, y llegó después á tal punto su sed invasora y comercial, que hasta visitaron las Maldivas y las Molucas, y más tarde se pusieron los primeros en camino, con los Portugueses, para hacer inmensos descubrimientos que cambiaron la faz y las esperanzas de Europa. No ha habido en el mundo raza que extendiera sus correrías en más dilatados espacios, ni religión, que como la de Mahoma, hiciera más prosélitos en menos tiempo. Ellos se aposentaron tranquilamente en las tres partes del mundo entonces conocido. «¡Esclavos ó islamitas!» gritaban á los pueblos cuando llegaban á sus puertas. El antropomorfismo, la idolatría, el culto de los astros, el budhismo, el cristianismo, en fin, hubieran sucumbido si no se levanta el centro de la Europa para contener sus conquistas, que parecían interminables. Quizá el peligro común salvó entonces á la cristiandad de una total ruína, y echó luego los cimientos de esa unidad religiosa que parece indestructible en nuestra patria.
Conviene á nuestro propósito, para fijar bien el carácter de los invasores, el demostrar cuánto la lengua de los árabes influyó en el resultado de estas prodigiosas conquistas. El idioma del Korán era considerado el más puro de la Arabia, y se hizo patrimonio del universo civilizado. Dice á este propósito Herder: «que si los Germanos, vencedores de la Europa, hubiesen poseído un monumento tan clásico ó menos que el Korán, jamás hubiera podido el latín dominar su lengua.» Con efecto, sólo la fe religiosa de los Tabi, ciegos conservadores de los preceptos de su maestro, libres de toda corrupción del lenguaje, bastó para conservar una lengua que durante toda la Edad Media había de ser depositaria de las ciencias antiguas. Está fuera de duda por cuantos historiadores se han ocupado de nuestro país, que el período más brillante é ilustrado para la literatura y la filosofía fué el del Califato, y aun después, el más culto de los reinos que se formaron por toda la extensión de la Península; su población más numerosa que la actual y aun que la romana, sus edificios más espaciosos y ricos, sus Universidades más concurridas, y sus Academias funcionando ocho siglos antes que se fundaran las que hoy existen. Sin las exageraciones del fanatismo, los españoles se habrían aprovechado más de aquella civilización, y hoy daríamos al mundo un espectáculo bien distinto del que ofrecemos. En los pueblos donde la impiedad no podía destruirse, resto del furor arriano de los Visigodos, el Árabe enseñó la idea absoluta de un Dios, Creador, Regulador, Soberano árbitro de todas las cosas; y como emanaciones de inextinguible bondad, enseñó á las escuelas cristianas que se habían viciado por los errores de la herejía constantemente insubordinadora, la práctica diaria de la caridad, de la limpieza, de la temperancia, de la obediencia y de la oración; destruyó la pasión al juego, á la idolatría y á la usura, porque, no hay que dudarlo, los cristianos de aquel tiempo no oponían á los Árabes costumbres honestas, ni amor al trabajo, ni limpieza, sino las impurezas de las costumbres romanas que sustentaba todavía la alta sociedad, y la grosería de las clases pobres, que se había sostenido con la ignorancia ó la servidumbre. La raza que había obrado aquel prodigio en las márgenes del Guadalete poseía una tranquilidad de alma inquebrantable, un convencimiento absoluto de la unidad y santidad de su doctrina: no podían oponer lo mismo las razas vencidas ó arrolladas. Sin la tolerancia de la poligamia y la prohibición de discutir las cosas sagradas del Korán, no sabemos si la humanidad hubiera titubeado en aceptar leyes y usos que podían imprimir tan poderosa acción á millones de criaturas. Todavía, después de mil años, la lengua de los Árabes, dulce, sonora y flexible, sirve de alianza entre Oriente y Occidente; todavía, ante la humanitaria religión del Crucificado, se sostiene única y ostensiblemente cuna de muchas tradiciones. El harém, que horrorizaba á las familias cristianas y llenaba de amargura á aquellas infelices esclavas arrancadas de los pueblos conquistados, fué, al par que una feliz tradición antigua para contener á los creyentes, un valladar intraspasable para el proselitismo. ¡Cuánto carácter imprimió á sus alcázares y á todos sus monumentos esta sola condición de la vida social de los Mahometanos! Cuando vemos alzarse los esbeltos minaretes, las doradas cúpulas, los rojos ó pintados baluartes, y sentimos la inspiración de ese pueblo fanático y noble, deploramos la abyección en que ha caído y los futuros desastres que todavía amenazan á unas gentes que de tal modo fueron intérpretes de las más sabias escuelas de la Grecia.
¿Seremos todavía incapaces de reconocer con gratitud lo que la antigua civilización española debió á esos huéspedes, que sembraron su sangre y sus preocupaciones orientales en nuestro suelo?... El Español, tal cual es, ese tipo que se distingue hasta cierto límite de la familia europea, y con especialidad de las razas del Norte, representa hoy en decadencia aquella cultura; y ni las crueles persecuciones religiosas, ni la férrea unidad monárquica, ni las emigraciones, han podido destemplar el alma que se inflamó con el arte, la literatura y la poesía agarena.
No fueron los Kalifas los que por su protección hicieron del árabe el pueblo más poeta del universo: aún no había nacido Mahoma, y ya cantaba sus peregrinaciones, las luchas de Okhad, su vida errante y sus querellas amorosas. Sería interminable la lista de sus poetas y escritores. Todos recitaban versos tan sencillos como originales, notándose en ellos una cosa muy significativa: que, aun cuando conocieron la epopeya, el idilio, la oda de los Griegos, jamás aprendieron ni imitaron inspiración ni sentimiento alguno, sino que continuaron no menos entusiastas de su poesía y de sus canciones heróicas. El Cuento, género recitado que en pleno siglo XIX es aún el mejor deleite de la sociedad; que en Andalucía ha llegado á ser una parte de la conversación, y el atavío y gracejo de cuanto se habla, el que entretiene bajo sus tiendas á los moros de Fez, ese constituye todavía el solaz más dulce y agradable de las escenas españolas; y tan antigua es esta literatura de la raza pura árabe, que el Profeta, cuando principió á divulgar el Korán, temió que los cuentos de los mercaderes persas, entonces en boga en todo el Yemen y en los caminos de las caravanas, hiciesen olvidar al pueblo la lectura del Libro Santo.
Como la idea pura de la unidad de Dios es la base incontrastable de la religión mahometana, toda la filosofía estaba basada en contemplaciones, himnos, rezos y alabanzas. Simultáneamente se levantaba el ancho pedestal de la doctrina aristotélica. Sectas ilustradas examinaron el célebre Organum que trasmitieron los filósofos alejandrinos, y Alfaraví, Ibn Taphail, Algazel, Avicennes, fueron más notables filósofos que los discípulos de Abelardo, que Amaury, David y Maimonides. Además, que por ilustres que fueran las escuelas filosóficas establecidas en la Edad Media, los que impulsaron el movimiento, á pesar de los estudios teológicos, fueron esos sabios que desde Granada, Córdoba y Sevilla derramaban nuevas ideas sobre la moral, la política, el alma, la física, la razón. ¡Imposible parece que del suelo de Andalucía había de partir la luz que se reflejara sobre los Kathares, y que con tales maestros no quedara en nuestro país el