El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera
Después de todo, su pregunta me pilló desprovista.
—Lo cierto es que no traje sopesado nada en concreto —repuse sincera, a lo que añadí con cierta presteza—: Me gustaría primero conocer en qué punto se encuentran ahora sus conocimientos y seguir desde ahí.
Dennet dio un sorbo a su zumo sin apartar su amarilla vista de mí, detalle que me tenía algo turbada. Pero procuré mantener la atención en Adriana.
—Acabo de empezar con mis estudios —reveló ella con algo de pudor—, salvo lo más clásico, no conozco mucho más.
Medité con actitud analítica:
—¿Por «clásico» debo suponer a Shakespeare?
La joven arrugó el gesto y pareció dudar, buscó en su hermano algún tipo de indicación, a lo que este le dedicó un simple asentimiento de cabeza.
Así que Adriana volvió a contemplarme decidida:
—Sí, Shakespeare sería un buen comienzo.
—De acuerdo —convine, y junté los dedos a la par que me erguía para tomar una postura distinguida y de autoridad—. ¿Ha leído alguna obra suya?
—Alguna sí —respondió poco convencida.
—¿Cuál?
—Entera… creo que solo El sueño de una noche de verano.
—Esa es formidable para empezar —determiné metida en mi papel de institutriz—. Le diré lo que haremos, a ver qué le parece. Esta semana, empezando por hoy mismo, dedicaremos las mañanas a leer algunos pasajes de dicha obra para analizarlos. ¿Disponemos de su versión en inglés? —pregunté dirigiéndome a Dennet. Y puesto que me confirmó con la cabeza, proseguí—: A su vez, le mandaré otra de sus creaciones para que la vaya leyendo por las tardes con el propósito de repetir el proceso la semana que viene. De este modo trabajaremos con el idioma, el análisis de texto y del estilo del autor mientras usted sigue leyendo.
Adriana mostró una expresión bastante atónita, puede que asustada, lo cual me preocupó:
—¿Es mucho pedir quizás?
—Es perfecto —respondió Dennet por su hermana, a la que quiso forzar recalcando sus palabras—, ¿a que es un plan perfecto, Adriana?
—¿Lo es? —curioseó ella hacia su hermano manteniendo la expresión, y puesto que este intensificó la mirada, no sin algo de desgana, terminó por asentir hacia mí—: Lo veo bien, señorita Nía.
Yo sonreí y me puse de pie:
—Estupendo. En ese caso, comencemos.
Adriana esbozó una mueca de resignación y me imitó. Quiso llevarse su taza de café, pero Dennet se la quitó de las manos con gran destreza, provocándole un notable disgusto. Su hermano, sin embargo, la ignoró y dio un sorbo a su propia bebida de fruta.
—Creo que en la biblioteca estaréis más cómodas. Señor Johansen —le indicó al mayordomo, y este se enderezó esperando instrucciones—, asegúrese de que la señorita Nía disponga del libro que necesita para sus lecciones de esta semana.
Johansen se inclinó ligeramente y me señaló la puerta con la mano en una pose muy cortés:
—Será un placer.
Adriana salió con pies de plomo de la cocina y yo quise ir tras ella, pero la voz de Dennet me interrumpió el paso:
—Nía, no vaya a marcharse sin que el señor Johansen me avise de su partida. Es preciso discutir con usted la cuestión del salario.
Aunque aquello me supuso cierta incomodidad, comprendí que era un asunto necesario, así que asentí y por fin me despedí de él para seguir a Adriana y al señor Johansen.
Pese a que ya no compartía el mismo espacio que él, mantuve la presencia de sus ojos ambarinos largo rato.
Solo me distrajo apreciar la estancia a la que nos condujo Larry Johansen.
Dennet la llamó «biblioteca», pero aquella habitación me resultó mucho más que eso. Era amplia, muy luminosa por las cristaleras de las inmensas ventanas, y la combinación del rojo de los sillones isabelinos con el lapislázuli de las paredes y el ébano de los muebles resultaba embriagadora. Allí también había muchos relojes, todos ellos coordinados para indicar la misma hora. Aunque por supuesto mi atención se centró en los incontables libros de las estanterías. Quedé fascinada contemplándolos mientras Adriana tomaba asiento en el sofá más ancho y Johansen buscaba el tomo que precisábamos.
Pronto, este último vino hacia a mí y me lo tendió:
—Confío en que le sirva.
Yo acaricié la cubierta verde jade con letras doradas que decía: A Midfommer nights dreame, o en español El sueño de una noche de verano. Abrí la hermosa edición en inglés y la ojeé, apreciando su calidad.
—Es sencillamente perfecta —certifiqué muy agradada, a lo que el mayordomo asintió y procedió a retirarse. Sin embargo, me preocupé de llamarle—: Señor Johansen, si no es molestia, dígale al señor Dennet que pienso concluir mis lecciones a la una y media del mediodía. Me parece cruel que no sepa cuándo va usted a interrumpirle para anunciarle mi partida. Da la sensación de ser bastante esclavo de su inspiración.
Johansen curvó su pomposo bigote blanco hacia arriba y alzó las cejas antes de darse la vuelta:
—No sabe usted hasta qué punto.
Dicho esto, nos dejó solas. Así pude tomar asiento frente a Adriana y proceder a iniciar mi primera lección:
—Dígame, señorita Adriana…
—Tuteémonos, señorita Nía —me interrumpió de repente, sorprendiéndome con su petición. Y sus ansias—. Por favor.
Lo solicitó con tanto ímpetu que no me quedó más remedio que aceptar.
—Está bien. ¿Qué recuerdas de esta obra, Adriana?
La joven señorita se meció el largo cabello con cierta parsimonia no muy propia de su personalidad, anunciándome lo que confesó instantes después:
—No demasiado, la verdad. Principalmente que tiene muchos romances y que está escrita en verso. Siendo sincera me resultó caótica y bastante absurda.
Tuve que esbozar una sonrisa:
—Suele ocurrir cuando el romance se mezcla con la comedia y hay tantos personajes en escena.
—Sí, eso lo recuerdo bien. —Me quitó el libro de las manos—. No me acuerdo de sus nombres porque me resultaron demasiados para un libro tan corto.
—Esa es precisamente la grandeza de Shakespeare —repuse yo—. Muchos estarán de acuerdo conmigo en que ningún escritor presentaba personajes mejor que él, en pocas palabras o en muchas, la cuestión es que conseguía conferirles verdadera presencia y personalidad, así como dotarlos de valores incuestionables del alma humana. Algunos incluso se atreven a separarlo por completo del resto de poetas o escritores ingleses pues, mientras que lo inglés tiende a disimular o enmascarar la ironía más descarada, Shakespeare era dado a la exageración y a los excesos.
—¿«Excesos»? —repitió Adriana poco persuadida—. Si es el colmo de lo romántico y galán.
—Eso no quiere decir que no fuese osado o atrevido —repuse en una mueca divertida—, ten en cuenta además que hablamos de una época muy anterior. Esta obra en concreto se escribió alrededor de 1595. Por entonces la gente actuaba mucho más comedida. Piensa en el personaje de Helena, por ejemplo —dije señalándole el libro, como si así pudiera mostrársela—, una mujer que es terca en su amor por Lisandro y que no duda en perseguirlo pese a ser consciente de lo humillante que resulta para las mujeres cortejar en vez de ser cortejadas, más aún cuando el amor no es correspondido. Para mí, su monólogo en dichos pensamientos es de los mejores pasajes de esta obra. Y, sin embargo,