El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera
en solicitar unas tostadas con mantequilla, por favor.
—Por supuesto —se alegró ella poniéndose manos a la obra. Aunque se dirigió un momento al mayordomo—. Cielos, es toda una belleza. Y qué ojos.
—¿A que sí? —se jactó Adriana, haciéndome sonrojar.
Resultaba increíble que se fijaran en mis ojos dada la intensidad de sus propias miradas, pero puesto que el señor Johansen me vio apurada, volvió a carraspear y las riñó a ambas mientras me ofrecía asiento en la mesa de comedor.
—Señorita Adriana y señora Soler, sé que es mucho pedir, pero les ruego que no espanten tan pronto a la nueva institutriz, no vaya a ser que tome la puerta y no vuelva jamás por aquí.
Sonreí ligeramente y resté importancia:
—Para nada. En todo caso solo puedo estar agradecida por el honor de sentarme a su mesa cuando ya debería estar empezando mi jornada laboral por petición del señor Dennet.
—Qué disparate, niña —exclamó la señora Soler, asombrándome por sus formas—. Que el señorito le dijera de estar a las diez no quiere decir que fuera para ponerse inmediatamente a trabajar. Lo primero en el día es un buen desayuno.
—Y mejor… —añadió el mayordomo otorgando cierta expectación.
A lo que concluyeron los tres al unísono:
—Si son más de uno.
Adriana aplaudió gratificada. Y yo no pude más que fascinarme por la personalidad de todos ellos. Juegos de palabras incluidos.
—Solo así se puede empezar a rendir como es debido —sonrió la cocinera sirviéndome café y un par de apetitosas tostadas.
En ese gesto, me di cuenta de que ella también llevaba unos preciosos guantes blancos de textura impermeable. Di por sentado que debía de ser una norma para el servicio.
—Es de sentido común —dijo Adriana son cierto tono impertinente sentada lo más cerca posible de mí, provista de lo mismo que yo, más un zumo de naranja. Me sorprendió mucho la contundencia de sus mordiscos dada la categoría de su nivel—, qué triste que mi hermano carezca de él.
Curiosamente, y como si lo hubiéramos invocado, unos fuertes pasos se oyeron atropelladamente en el piso de arriba y se extendieron por las escaleras principales, volviéndose más y más próximos, hasta que surgió alguien por la puerta de la cocina, hablando entrecortadamente:
—¡Viejo, ¿por qué no me has dicho que ya casi eran las diez?!
Me manifesté perpleja.
Aunque no menos que él cuando me descubrió allí.
De repente apareció un Dennet muy distinto al que había visto hasta entonces. Con el negro cabello algo revuelto y un lustroso traje ambarino a medio poner, pues, pese a llevar ya los guantes negros y una corbata lavanda colgando, lucía una parte del pecho ligeramente descubierto que no le había dado tiempo a atrapar con toda la hilera de botones. Me pareció dilucidar algunas extrañas cicatrices en su busto, el cual me resultó más definido de lo que ya me había figurado. Sin embargo, apenas pude fijarme bien, pues fue verme y alzar instintivamente las manos al cuello para cerrarse la camisa con mucho pudor. O eso me revelaron sus increíbles ojos amarillentos.
Aquella expresión de desconcierto me resultó la más hermosa de sus versiones y, en aquel instante, se me pasó por la cabeza que quizás fue esa misma la que esbozó cuando se cubrió con una máscara la noche en que nos encontramos por primera vez.
—Nía —titubeó confuso—, qué temprano está aquí.
—Lo… lo siento mucho —dije contrariada.
Sentí que estaba en la obligación de disculparme. Incluso me puse de pie. A fin de cuentas, él era el dueño de la casa y yo había aceptado la invitación de su servicio y de su hermana pequeña.
Sin embargo, él negó con la cabeza:
—En absoluto, yo…
—Por supuesto que no debe sentirlo —continuó la señora Soler por él para mi absoluto asombro por sus confianzas. Y eso no fue nada para lo que añadió—: En todo caso debería disculparse él, que cuando se mete en su trabajo se olvida completamente del mundo y de los demás.
Dennet arqueó una ceja y dibujó una mueca de reproche mientras terminaba de cerrarse la camisa.
Nunca había visto a una cocinera interrumpir o dirigirse así a su señor. Aunque tampoco sonreírle con tanta ternura a la vez que le ofrecía algo que comer.
—A ver cuándo aprende a relajarse un poco, señorito —le dijo con cierto tono maternal, poniéndole un plato de pan y algo de zumo en la mesa—. Un día va a estallar de tantas ideas que surgen en esa cabeza.
Este le dedicó una expresión agradecida a la par que cariñosa mientras tomaba asiento a mi lado.
Puesto que no me dijo nada, continué de pie.
Me incliné ligeramente, con prudencia:
—¿De verdad le parece bien que me siente?
Él sacudió la cabeza, como si no hubiese deparado en algo fundamental. Más bien en alguien. Y me indicó con la mano que me acomodara, restando importancia.
—Por supuesto que sí —asintió con cierto apuro y se llevó las manos al cabello para adecentarse un poco—. La señora Soler tiene razón. A veces me introduzco demasiado en mis proyectos.
Yo le miré con curiosidad, y no solo por lo simpático que me resultó el contraste de su glamuroso porte con la distendida manera de servirse el desayuno.
—¿Puedo saber en qué consisten esos proyectos para resultar tan absorbentes? —pregunté sin contenerme.
De repente, Adriana, el señor Johansen y la señora Soler dejaron todo lo que estaban haciendo para observarnos con atención. Pendientes a lo que Dennet iba a responderme.
Muy consciente de ello, él esbozó una sonrisa tímida y enigmática:
—Digamos que requieren tener en cuenta demasiadas variables como para poder despistarme de alguna de ellas.
—¿Tantas variables precisa el transporte? —formulé con notable interés. Y su sorpresa me llevó a insistir—: Es eso a lo que se dedica su empresa, ¿no es así?
Dennet aguardó manteniéndome la mirada, a la vez que nuestros acompañantes fingían seguir con sus atenciones.
—Justamente —asintió él. Condujo su dorada mirada a las tostadas, pese a que fue evidente que seguía pendiente de mí—. Discúlpeme, pero no voy a ocultar que sigo muy impresionado por su puntualidad, Nía.
—Dudo que mi puntualidad impresione a un hombre que colecciona tantos relojes —señalé haciéndole reír—. Cuesta creer que descuide su tiempo disponiendo de tantos indicadores para recordárselo.
—¿De verdad cree que los relojes indican mi tiempo?
Aquello originó otro silencio en la estancia. Y de nuevo los otros tres permanecieron atentos a mi réplica.
Eso me llevó a arrugar el ceño:
—¿Para qué si no sirve un reloj?
Dennet me escudriñó entonces con intensidad.
Luego esbozó una sonrisa y se centró en su bebida.
—Una reflexión muy lógica —puntualizó con sencillez. A continuación, miró a su hermana, quien estaba a punto de beberse su café con gran placer, pero le puso la mano sobre la taza para centrar su atención—. Hablando de tiempo, y para no hacer perder el suyo ya que ha tenido el detalle de ser tan precisa, qué menos que ponerse cuanto antes con sus lecciones, ¿no crees, Adriana?
—Por mi parte, claro. —Se encogió la joven de hombros mientras se giraba hacia mí con la más