El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera

El excéntrico señor Dennet - Inma Aguilera


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similar a la que surgió en el rostro de Amalia:

      —Perfecto entonces. ¡Qué suerte que mañana sea lunes! Debería empezar cuanto antes con su ocupación, ¿no creen?

      Jorge Loring le dedicó una expresión de reproche con cierto toque burlesco por su sentido entrometido.

      Sin embargo, Dennet continuó mirándome a mí:

      —Estoy de acuerdo. ¿Y usted?

      Terminé por asentir ante los aplausos de Adriana, o de la que iba a ser mi alumna.

      Después de disfrutar de un rato más de esparcimiento y de la compañía de todos los presentes, el señor Dennet, su hermana y su mayordomo se despidieron de Jorge Loring agradeciendo su enorme hospitalidad y luego se dirigieron a mí para dedicarme un instante de cortesía. El desenvuelto señor de los llamativos trajes se detuvo un momento en el quicio de la puerta, para ofrecerme una intensa mirada con sus ojos dorados a la par que me decía:

      —La esperamos mañana a las diez, Nía.

      Y aunque la risa de Amalia estuvo a punto de llevarme a reprenderla por su desvergüenza, consentí que se fueran, no sin esbozar una ligera sonrisa yo también.

      IV

      Lecciones

      A las diez menos cuarto de la mañana del día siguiente me vi en la puerta del señor Dennet incapaz de llamar.

      Me levanté especialmente temprano aquel lunes, no sin que mi padre se mostrase entusiasmado por el trabajo que me había surgido. Y me dirigí con tiempo de sobra desde mi casa del Perchel en la calle Jacinto, cruzando el río por el puente de Tetuán, hacia la lustrosa Alameda, donde comencé a aletargar mis pasos hasta la mansión de Dennet, situada frente a la de los Heredia. Y dando gracias porque mi entrometida amiga no estuviese despierta para espiarme desde la ventana. De hecho, miré varias veces para constatarlo.

      La cuestión era que llevaba como veinte minutos frente al enorme portón de roble sin decidirme a llamar por haber llegado demasiado pronto. Por no hablar de los terribles e inexplicables nervios que me tenían presa las entrañas, impidiéndome posar los nudillos con contundencia.

      No sabía qué me ocurría.

      Justo me estaba martirizando por mi ilógica actitud cuando la puerta se abrió y apareció el señor Johansen, quien se llevó una buena sorpresa al verme, así como una gran alegría:

      —Señorita Cobalto, qué temprano llega usted.

      —Perdone. No sabía si llamar a la puerta.

      —No se disculpe —quitó él importancia con sus manos enfundadas en guantes blancos, y me fijé en que había salido a recoger un par de botellas de leche, que por supuesto los ímpetus no me dejaron apreciar—. Aparece usted justo a tiempo para el desayuno.

      Aquello me desconcertó. Aunque no más que cruzar el umbral de la casa y que la señorita Adriana se tirara a mis brazos con gran frenesí.

      Me di cuenta rápidamente de que era una muchacha muy efusiva. Así como cercana. No tardó ni un segundo en tutearme.

      —¡Has venido! —Se separó un poco para mirarme con sus bellos ojos azules de matiz dispar—. Nía, ¿no?

      Me quedé sin habla. Y no solo por el recibimiento.

      Aquella mansión resultaba realmente espectacular. Incluso más que la de los Heredia o la de los Loring. Si bien el exterior se mostraba dotado de cierta discreción en las molduras o en las columnas pintadas de blanco, añadidas a la suavidad de los rosados muros, el interior parecía poco menos que un constante juego de contrastes. El suelo lucía todo forrado de parqué, del mismo tono caoba que los muebles, de enrevesadas tallas. Las paredes estaban cubiertas de un hermoso papel dorado y gris de motivos geométricos. Sin embargo, resultaba difícil prestarle atención con tantísimos relojes descansando sobre su superficie, y de todo tipo. Grandes, pequeños, redondos, ovalados. Todos ellos de metal, aunque de diferentes tonalidades. Mis ojos solo pudieron seguir hacia arriba los detalles de la sinuosa escalera de caracol, de mármol y hierro fundido. Al llegar al techo deparé en la reluciente lámpara de cristal y en el inmenso mural de motivos mitológicos.

      Pero enseguida volví a la realidad de mi presente, pues el abrazo de su joven dueña se estaba prolongando en exceso para lo estipulado.

      Por suerte Johansen medió por mí distanciándonos.

      —Señorita Adriana, ya ha quedado claro que su institutriz es bien recibida —se carcajeó el hombre—. Y su nombre es Eugenia. Debe referirse a ella por doña Eugenia o señorita Cobalto, así como hablarle de usted. Ya escuchó ayer los consejos de su hermano.

      Eso me hizo recordarle.

      Aunque en realidad me sentí un tanto culpable, pues en verdad estaba esperando a que lo mencionaran.

      —A propósito, ¿dónde se encuentra el señor Dennet?

      —Está trabajando en su estudio de la planta de arriba —respondió Johansen a mi pregunta ofreciéndose a ayudarme con el chal—. El señor inicia sus ocupaciones desde bien temprano.

      —Sieeempre está trabajando —expresó Adriana con notable pereza, de una forma que me hizo sonreír—. No hace otra cosa. Y si le sobra algo de tiempo se comporta terriblemente estirado.

      —Señorita Adriana —le regañó de nuevo el mayordomo.

      Tuve que taparme la boca para no resultar grosera por mi risa. Al parecer mis primeras impresiones sobre el dueño de la casa no habían sido desacertadas. Me pilló desprevenida que Adriana me cogiera de la muñeca con la mano forrada en guante y se dirigiese a mí:

      —Eres realmente guapa, por cierto.

      —¿Le apetece tomar algo en concreto, señorita Cobalto? —quiso cambiar de tema Johansen.

      —¿Cuántos años tienes? —le ignoró Adriana.

      —¿Tal vez un café? —intentó hacer también el hombre—. ¿O unas tostadas?

      Volví a contener la sonrisa.

      Tuve claro que aquellas personas eran muy diferentes de las que estaba acostumbrada a tratar.

      —Un café estaría bien —repuse escueta.

      —¡Café! —canturreó la muchacha, sorprendiéndome por su entusiasmo.

      El caballero asintió y me indicó que lo siguiese a lo que, supuse, sería la cocina. Sin embargo, hasta la entrada me resultó poco menos que exquisita, tan decorada y meticulosa como todas las demás estancias.

      El señor Johansen se dirigió a alguien en su interior:

      —La señorita Cobalto desea un café, doña Gloria.

      —¿Solo un café? —se oyó decir desde dentro con cierta indignación.

      Cuando vi la amplitud de la estancia quedé impresionada. Estaba amueblada como la típica cocina inglesa, pero su disposición resultaba muy original. Albergaba un pequeño comedor y una barra de servicio que daba al mismo, tras la cual se encontraban todos los muebles necesarios para proveer cualquier buen banquete. A la par que era una composición sencillamente placentera.

      Detrás de la barra vi una figura trabajando animadamente que me daba la espalda, hasta que Larry Johansen carraspeó para proceder a presentarnos:

      —La señorita Eugenia Cobalto. Señorita Cobalto, esta es la señora Gloria Soler.

      —Mucho gusto, querida —me dijo la mujer dándose la vuelta—. Dígame qué puedo ofrecerle. Soy la mujer más feliz del mundo cuando me piden cocinar.

      Me sentí enmudecer. Descubrí a una dama con atuendo de cocinera, por lo que no quedó duda alguna de su ocupación, aunque no esperé que rezumara tantísimo estilo. Su hermosura, resaltada por un cabello blanco como la nieve y


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