El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera

El excéntrico señor Dennet - Inma Aguilera


Скачать книгу
hacia él—. Y usted debe de ser el señor Loring, ¿me equivoco?

      —No se equivoca, señor —se inclinó Jorge ante el desconocido, no sin cierto tono hostil—, una distinción que haya oído hablar de mí. Siento no poder decir lo mismo.

      —Qué curioso. Tenía entendido que ya gozaba de cierta fama —respondió para mi vergüenza, y eso no fue nada cuando me observó de soslayo confirmándome que lo decía, efectivamente, por mí. Aunque pronto demostraría hasta dónde llegaba su mentalidad retorcida—, a la que no tengo el agrado de conocer es a su acompañante, doña Amalia.

      Mi amiga, en cambio, se mostró encantada de su interés.

      —Le presento a Eugenia Cobalto, una de mis mejores amigas.

      —Encantado, señorita Cobalto. —Me pidió la mano de la misma forma que a Amalia, a lo que tuve que ceder. Sin embargo, sus dedos me transmitieron algo que no supe describir a través del cuero, y su gesto de besarme los nudillos se alargó un poco más de lo estipulado mientras me escudriñaba—. Fascinante que su apellido connote en cierto sentido su mirada, pero debo decir que no le hace justicia a su singularidad en cuanto a que sería más apropiado llamarla amatista.

      Consiguió ruborizarme, sin duda. Y nuestra compañía sonrió. Salvo Jorge Loring, que alzó una ceja dándose cuenta del exceso de zalamería en sus modales. Igual que a él, su ocurrencia hacia mis ojos me pareció fácil y contrahecha. Lo que me animó a expresarlo:

      —Podría describir lo mismo de su nombre, señor Dennet. He leído que algunos dan a la ambrosía el aspecto y el color de la miel, aunque la confianza de sus maneras transmite que probablemente usted prefiera el sentido divinizado de la palabra.

      Eso, por alguna razón, pareció incomodarle, aunque trató de disimularlo con una sonrisa más amplia, gesto que imitó su mayordomo. Mientras, los rostros de Jorge y Amalia tuvieron que confirmar mis apreciaciones.

      —Lo de sus ojos es bien cierto, don Ambrose —asintió la Heredia—. Intuyo que debe de ser por su ascendencia americana.

      Tampoco nos extrañó a ninguno de los presentes que careciera de acento extranjero, pues los mismos Jorge y Amalia eran mestizos y su pronunciación en ambos idiomas resultaba perfecta.

      —O quizás sea efecto del color de su traje, que acrecienta el contraste —solté yo, para dejar claro que había reconocido su atuendo y que sabía quién era.

      A lo que él, no obstante, curvó todavía más sus labios.

      —No podría estar más de acuerdo, señorita Cobalto. A la vista está que cualquier belleza resalta más cuando está infundada de color —indicó nuestros vestidos a modo de cumplido—. Sin embargo, yo soy partidario de que una mujer siempre luce mejor desde la sencillez. Por ejemplo, vistiendo de blanco roto.

      Casi me atraganté.

      Tanto de bochorno como de rabia.

      Manteniéndome la ambarina mirada me estaba dando a entender que finalmente me había llegado a ver en ropa interior.

      Noté cómo las mejillas me ardían y comprendí que me había provocado un escandaloso sonrojo, lo que le dejó muy satisfecho.

      No quería que la conversación terminase ahí, ni mucho menos, aunque el desvergonzado caballero enseguida se giró hacia Jorge:

      —Señor Loring, tengo entendido que le interesa la arqueología. Me gustaría charlar con usted al respecto, si me lo permite.

      El aludido asintió con curiosidad. Y ambos se despidieron de nosotras e iniciaron su conversación mientras se alejaban.

      Al momento, no sin cierto apuro, el señor Johansen se disculpó también con Amalia y conmigo para acudir tras su señor.

      Y yo me quedé poco menos que estática.

      Amalia me agarró del brazo con mucho humor:

      —Vaya, los rumores sobre él se quedaban cortos. En todos los sentidos. ¿No te parece un hombre increíble?

      ¿Increíble?

      Sin duda.

      Increíble era un buen término. Pero en la peor de sus acepciones.

      Yo le dediqué a mi amiga una mirada angustiada y llena de calor que esta no comprendió. Aún menos mi arrebato de pedirle el coche de caballos para poder recogerme cuanto antes, pues no podía seguir un segundo más allí. Compartiendo el mismo espacio que aquel individuo.

      Dennet.

      Sí, el increíble señor Dennet.

      III

      La institutriz

      Al día siguiente, me resultó imposible salir de casa.

      Por suerte era domingo, y gocé de la compañía de mi padre. Así como de la de Mary Shelley para mostrarme el increíble universo gótico que había plasmado en su obra.

      Sopesé para mis adentros que existían sujetos mucho peores que la criatura de Frankenstein paseándose tranquilamente entre las demás personas, camuflados bajo un aspecto agradable y atrayente.

      Entonces llamaron a la puerta de casa y, tras una manifiesta alegría de Gustavo, cual toro de miura irrumpió en mi habitación una Amalia Heredia muy indignada.

      —¿Qué es eso que me ha dicho mi mensajero de que no quieres acudir conmigo a un evento de tarde? —expresó con la mirada desorbitada. Y yo dirigí la mía hacia arriba con cierta aspereza—. Primero te vas de mi fiesta como un vendaval y hoy te niegas a salir. Nía… Dime que no es por las gemelas Belmonte, porque por san Ciriaco y santa Paula que te juro que estallo.

      —¿Las gemelas Belmonte? —se interesó mi padre, quien se había detenido en ese momento delante de la puerta para revisar su caja de herramientas—. ¿Qué han hecho esta vez esas malcriadas?

      Tuve que sonreír.

      Había olvidado por completo el episodio de las dos hermanas. Sin embargo, puesto que Amalia no sabía de mi encuentro con Dennet en su habitación de la Hacienda de San José, comprendí que su comprensión le hubiera hecho creer que me sentía humillada por lo que sucedió en la fuente principal. Episodio que le estuvo explicando a mi progenitor con tanta rabia e impotencia que tuve que mediar:

      —Amalia, tranquila, no es por ellas. Simplemente llevo una semana algo agotada y es mi deseo permanecer hoy en casa.

      La joven Heredia se puso en jarra y me contempló muy molesta. Su instinto le decía que algo me ocurría, y lo cierto era que este no andaba muy desencaminado. Pero por supuesto yo me negaba en rotundo a contárselo. Y estaba claro que ella tampoco iba a dejarse derrotar.

      —Don Gustavo —se exasperó Amalia hacia mi padre—, su hija es una completa inconsciente.

      —Lo sé, querida, lo sé —repuso él entre risas sin levantar la vista de una de sus ganzúas.

      Yo suspiré y volví a mi lectura. Aunque Amalia no dudó en arrebatarme el libro de Frankenstein y arrojarlo sobre la cama.

      Nos escudriñamos largo rato a los ojos hasta que ella habló de nuevo:

      —Nía, no voy a consentir que te encierres por nada ni por nadie, ¿me has entendido?

      Resoplé fastidiada.

      ¿Quién necesitaba hermanas o madres teniendo a Amalia Heredia?

      En el fondo llevaba razón, pero reaccioné a la defensiva:

      —¿Lo dices por mí o porque no quieres acudir sola a casa de don Jorge Loring?

      Ella se puso roja como las amapolas en primavera, haciendo reír a mi padre, y este comprendió que ya habíamos entrado en intimidades, por lo que avanzó hacia el salón y nos dejó solas.

      —Eso no tiene nada que ver —negó ella poco convencida—.


Скачать книгу