El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera
la mirada y terminé fijándome en una distinguida señora que permanecía de pie en un recodo del jardín sin hablar con nadie, pero muy pendiente a todo pese a la parsimonia de sus oscuros ojos. No me sonaba su rostro maduro, y tampoco había visto nunca un traje de un gris perla tan hermoso como el que ella lucía. Sin embargo, cuando se le acercó una mujer para conversar animadamente como con cualquier otra, comprendí que todo detalle inusual apreciado en ella no fue más que un leve espejismo.
Estuve tan ensimismada por aquella contemplación que no deparé en las presencias que había tenido a las espaldas hasta que estas me hablaron:
—Vaya, hermana, mira a quién tenemos aquí. Si es Eugenia Cobalto.
Nada más escuché aquella voz aguda y desagradable, mi piel se erizó. Me di la vuelta con toda la serenidad que pude.
Las hermanas Belmonte, Narcisa y Mirta. Eran las hijas gemelas del practicante más conocido de la ciudad. Un hombre tan rico como agradable. Cosa que no podía decirse de sus herederas, pues por más dinero que invirtieran en sus recargados trajes, nada podían hacer los enrevesados tejidos para conferir algo de elegancia a sus insípidos y mezquinos rostros. Siempre llevaban el mismo modelo, aunque en distinto color. En este caso, rosa y turquesa. Una costumbre que me conducía inevitablemente a compararlas con las insufribles hermanas del cuento de La Cenicienta.
—Buenas tardes, Mirta —me incliné tratando de ser educada—, Narcisa.
—Si no fuera por la amabilidad de nuestra adorada doña Amalia, sería impensable que alguien de tu clase estuviese en un encuentro tan selecto como este —dijo Narcisa.
—Faltaría más —se carcajeó Mirta—, estoy convencida de que ese vestido también es cortesía de su buen corazón.
Yo me llevé las manos al corpiño con recato, pues era bien cierto. Aunque no pensaba darles la satisfacción de hacerme daño, cosa que parecía ser su pasatiempo favorito. Mirta y Narcisa no resultaban las únicas jóvenes adineradas que envidiaban mi relación con Amalia o la generosidad que esta manifestaba conmigo. Pero tampoco se trataban de las únicas que la valoraban falsamente, pues su amor por los libros solo era excusado por su enorme fortuna. En realidad, se burlaban de ella, o la consideraban una lunática por mostrar simpatías hacia personas como yo. Amalia estaba muy al corriente de ello, así que no era de extrañar que prefiriese mi compañía a otras interesadas. Ni que se indignase incluso más que yo cuando alguna dama se atrevía a ofender mis orígenes.
De ahí que las dos hermanas hubieran aprovechado su ausencia para reírse de mí.
Aunque no esperé que fueran a ensañarse hasta tal punto.
—Es preciso admitir que resulta un vestido muy bonito —opinó Narcisa acariciando los bordados de mis hombros.
—Desde luego —certificó Mirta apoyando su mano en mi otro brazo—, sería una lástima que… se estropeara.
Y sin poder preverlo, ni impedirlo, ambas me empujaron para que cayera de espaldas a la fuente.
El estruendo de mi impacto contra el agua fue tan grande, que todos los invitados de la fiesta desviaron sus atenciones hacia mí. Amalia Heredia interrumpió su conversación y Jorge Loring, al otro lado del jardín, se apresuró a socorrerme.
Verme toda empapada y helada por la caída tenía a las maléficas hermanas muertas de risa.
—¡Pero qué torpe!
—¿Estás bien, Eugenia? —preguntó Narcisa sin siquiera molestarse en fingir preocupación.
Yo las miré con reproche al borde del llanto, sobre todo porque el vestido se había hecho tan pesado por el agua que era incapaz de levantarme sola.
—Espere, señorita Cobalto —me dijo Jorge sin importarle introducirse en la fuente o mojarse los zapatos para pasarme los brazos por detrás—, yo la ayudo.
—¿Puedo saber qué acaba de suceder? —exigió Amalia a sus horribles invitadas mientras me tomaba las manos desde fuera.
—A nosotras también nos gustaría, doña Amalia —se contuvo la risa Mirta.
—Estábamos hablando tan tranquilas y resbaló —mintió Narcisa con malicia—, quizás no está acostumbrada a llevar un traje tan… opulento.
Tanto Amalia como Jorge les dedicaron una expresión de desprecio a las dos gemelas y se limitaron a conducirme al interior de la residencia lo más raudo posible, ante la mirada atenta y escandalizada de todos los demás invitados.
Me horroricé de mi aspecto cuando pasé por delante del espejo de la entrada. No solo estaba empapada, sino que mi peinado se había desmoronado y tenía el pelo pegado por todo el rostro.
Se me contrajo el gesto y Amalia me acarició para que la contemplase.
—Una dama de tu intelecto no debe sufrir por estos percances, Nía. Ellas sí que llorarían durante semanas, pues no tienen más en el mundo que la estima que pretenden ganar en vano de los demás.
—Espero que disponga de otro atuendo para ponerse, señorita Cobalto —enunció Jorge preocupado, mientras ascendíamos por las escaleras.
—Le prestaré uno de los míos —respondió Amalia por mí. Ya que yo no disponía de muchos ánimos por la vergüenza que estaba pasando—. Lo importante es secarla cuanto antes o pillará un resfriado.
—Siento mucho las molestias que os estoy causando —susurré agobiada.
Ellos negaron al unísono, hasta tal punto que me hicieron sonreír.
—Las molestas son esas dos desgraciadas —opinó Amalia de mala gana.
Y sonó tan contundente que Jorge Loring se perturbó:
—Doña Amalia, ese vocabulario no es adecuado para una dama de su nivel.
—Menos aún lo son mis invitadas si se dedican a perseguir la vergüenza pública para mi más preciada amiga —repuso altiva—, ¿qué clase de dama sería entonces si no expresase mi desagrado ante tal maldad de corazón, Jorge?
El joven Loring quedó perplejo ante la parrafada de la Heredia, y se mantuvieron la mirada con intensidad, hasta que él terminó asintiendo:
—Tiene usted razón.
—Por supuesto que la tengo —repuso ella satisfecha y, al llegar a la puerta de su habitación, me metió dentro y a él le indicó el camino de vuelta con el mentón—. A partir de aquí me haré cargo yo, si es de su cortesía consentir.
Él se mostró contrariado, pero lo vio perfectamente razonable:
—Es menester.
—Muchas gracias por su ayuda, mi estimado señor —le indiqué yo.
Él se limitó a inclinarse a modo de despedida, no sin sacudir la cabeza por la severidad de la joven Heredia.
Casi no pude aguantar a que se perdiera por las escaleras para reírme.
—Sabes que te has referido a él por «Jorge», ¿verdad?
Amalia puso los ojos en blanco y me empujó para adentro de la estancia:
—No empieces.
Mi amiga me ayudó a desanudarme el corpiño y me facilitó algunas toallas mientras me buscaba otro vestido en el armario. A la par que no dejaba de despotricar contra las hermanas Belmonte y sus dudosos métodos para mantener la amistad con su querida cuñada.
—No sé por qué Trini las sigue invitando. Bueno, sí que lo sé: ¡Porque es una santa! Si fuera por mí, te aseguro que me ocuparía de que no volvieran a pisar jamás la zona norte de la Alameda.
Yo, todavía con el camisón y el corpiño interior empapado, me reí y traté de desviar su atención de aquellas desagradables personas:
—Hablando de invitados, ¿tú no deberías volver y atender a los doscientos que te esperan abajo?