El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera
enseguida acudiré yo.
Ella me escudriñó son su mirada de azabache. Sonrió con cariño y me acarició el rostro.
—Estás bien, ¿no, Nía?
Yo suspiré y asentí:
—Estoy perfectamente.
Amalia me dio un cálido beso en la frente y me meció el mojado cabello:
—Qué largo lo tienes.
—Sí, demasiado —opiné contemplándome en el espejo—. ¿No crees que es absurdo que las mujeres llevemos el cabello de tal longitud para luego recogérnoslo?
—Porque es como una dama luce mejor la elegancia de su cuello.
—A eso me refiero. ¿Si el propósito es que la melena quede en alto, no sería mejor segarla?
—¿Llevar el pelo corto, dices? —se carcajeó Amalia—. Qué ocurrencias tienes, Nía. —Luego tomó la puerta y me dejó sola para terminar de cambiarme—. No tardes, ¿de acuerdo? Me han comunicado que nuestro invitado está al caer.
Permanecí un largo instante contemplando la blanca puerta por donde se había marchado mi amiga.
Resoplé alzando el nuevo vestido azul que esta me había prestado.
Lo del cabello no era la única extraña reflexión que se me pasaba por la cabeza. Si bien disfrutaba de la belleza de los vestidos, tampoco entendía por qué debían ser tan recargados y engorrosos. Tal y como estaba en aquellos momentos, con el camisón, las enaguas y el corpiño, todo en blanco, me daba la sensación de que aquellas prendas eran más que suficientes para cubrir las vergüenzas y proteger del frío. Estábamos todavía en primavera y los trajes se podían aguantar, pero, en verano, el calor de Málaga te hacía sentir poco menos que desfallecer cuando lucías toda cubierta como exigían las normas sociales.
Y había que obedecer lo estipulado.
Eso me fastidiaba.
Igual que con la compostura. O que con mi amor por la literatura y el escribir, hasta tal punto de anhelar vivir de ello antes que condenarme a un casamiento o a la cría de los hijos, como todas las mujeres.
¿Por qué no podía vestir como quisiera?
¿Por qué no podía hacer lo que quisiera?
¿Por qué no podía ser como quisiera?
A veces sentía que no pertenecía a la época en la que había nacido. Como si estuviera adelantada a mi tiempo.
Por cavilar en mis pensamientos, sin embargo, no me di cuenta de que la puerta de la habitación que daba a la otra estancia se había abierto y que alguien había emergido por ella.
Me estuvo contemplando bastante rato hasta que comprendió que iba a proceder a desnudarme de verdad.
—¡Espere, señorita!
Me pidió con una voz masculina, lo que casi me provoca un infarto.
Abochornada, y pese a todas mis anteriores conjeturas, cogí el vestido para cubrirme con él.
—¡Cielos! ¡¿Quién es usted y cómo ha entrado aquí?!
Mi cara de espanto se vio sustituida por la extrañeza al deparar en que se había tapado la cara con una de las máscaras tribales de Amalia que descansaban esparcidas por la pared. Esta sin ranuras, supuse, por la cortesía de no seguir contemplándome en mis vergüenzas.
—Lo siento muchísimo —se excusó avergonzado con una mano mientras se sostenía la máscara con la otra—, acabo de llegar y desconocía que esta habitación fuera privada —aguardó un instante—. Soy el criado del señor Dennet. No sé si sabe quién es.
Cuando oí aquel nombre, me relajé un poco. Después de todo, no dejaba de ser un invitado de Amalia.
Sin embargo, tuve que sorprenderme. Por su voz no parecía un mayordomo. Sonaba grave, pero jovial. Y su complexión también me resultó la de un hombre joven, la cual era imponente, no solo por su considerable estatura, sino porque se percibía una buena forma física bajo su camisa. Así me fijé en su traje. Y no pude creer que no hubiera deparado antes en él, pues lucía de la forma más llamativa que hubiera visto jamás. Camisa blanca, pero pantalones, chaleco y chaqueta de un malva muy oscuro e intenso, resaltado por remaches metálicos con formas geométricas y redondeadas, igual que los engranajes de un reloj, así como unas sutiles rayas celestes, a juego con su corbata, aunque esta era de un azul más denso. También deparé en que llevaba guantes. Negros. Como sus relucientes zapatos, o el escaso cabello que conseguía apreciar por encima de la máscara. Daba la sensación de ser abundante, pero resultaba imposible asegurarlo.
—Algo he oído —contesté al comentario sobre el nombre de su señor.
—¿Y qué ha oído?
Preguntó relajando su postura al notar que ya no estaba tan enfadada ni asustada. Aunque seguí tapándome con el vestido azul, por supuesto.
—No demasiado —repuse con sinceridad—, Amalia Heredia me ha comentado que es un empresario de herencia americana, dedicado al transporte.
El criado se enderezó y se llevó la mano libre a la espalda:
—¿Nada más?
Por alguna razón, quizás porque no veía ni su rostro ni su gesto, me sentí en la libertad de serle honesta:
—También que es tan excéntrico como apuesto. Aunque ella misma todavía no ha podido comprobar ninguna de dichas características en persona.
Me dio la impresión de que aquello le divirtió, pues el movimiento que hizo con la cabeza fue muy significativo.
—Espero que mi señor Dennet sea digno de sus expectativas cuando este aparezca.
Yo le escudriñé, como si pudiera a través de la madera de aquella talla.
—¿Y qué opina usted? —Puesto que pareció extrañarse, insistí—: ¿Quién mejor que un criado para confirmar o desmentir lo que se dice de su señor? Y sobre todo para describirlo. ¿Cómo diría que es el señor Dennet?
Él meditó un instante tras la máscara y caminó hacia mí con tiento para no tropezar con nada. Pese a ello, sus movimientos me resultaron muy elegantes. Enseguida volvió a hablar:
—¿Cómo querría usted que fuera?
Eso me desconcertó.
—Perdón, señor, no le comprendo.
—Goza usted de la suficiente confianza con doña Amalia Heredia como para que esta le ceda su habitación y comparta sus confidencias. Dígame si estoy equivocado cuando pienso que es usted una de esas damas adineradas que persiguen un matrimonio digno de su posición o, si cabe, más aceptable.
Aquello me ofendió tanto que no pude más que expresarlo con gran indignación.
—Pues sí, señor, se equivoca y mucho. Viendo la calidad de su vestimenta puedo garantizarle que mis orígenes son considerablemente más humildes que los suyos, siendo incluso un criado como usted mismo afirma. —Aquella revelación pareció pillarle totalmente por sorpresa, pues intentó hablar, pero yo continué—: Si estoy en esta habitación a punto de ponerme un vestido de un nivel que no me corresponde, no es solo porque goce de la tremenda suerte de que doña Amalia Heredia sea mi amiga, sino porque su corazón es grande y considerado. Con respecto a esa tremenda suerte, le aseguro que me la he ganado, no por los medios o fines que el resto de sus conocidas, sino porque compartimos muy diversos intereses. Aunque en esto tampoco puedo quitarle mérito alguno a su corazón más de lo que yo pudiera merecer. Y por supuesto no pretendo contraer nupcias con nadie, ni mucho menos con su tan apuesto y noble señor. Cabe pensar si los rumores que corren sobre él son realmente ajenos o si vienen de un ego alimentado por todas esas damas de dudosa moralidad a las que usted pretendía incluirme.
El mayordomo, después de semejante verborrea, no pudo más