El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera
obstante, incluso siendo tan distintos, los dos hermanos siempre me consintieron ser una acérrima apasionada de los libros. Mi tío, porque compartía mi amor por las lecturas, y mi padre, por su incondicional amor hacia mí. O quizás porque él también disfrutaba de las tonterías, aunque en su caso se tratase de introducir pequeños barcos en botellas de cristal que él mismo tallaba desde el principio. Una afición tan minuciosa como entrañable. Ambos hermanos amaban el mar y los barcos a su respectiva manera. Por lo que, en el fondo, siempre supuse que mi padre comprendía que todos necesitábamos alguna tontería que no sirviera de nada a nivel colectivo, pero lo significase todo a nivel personal.
Sea como fuere, mi adorado padre contemplaba satisfecho cómo desenvolvía impaciente el maltrecho papel de embalaje. Esbocé una expresión maravillada cuando leí la portada de la publicación:
—No puedo creer que lo haya encontrado.
Mi padre se asomó a verlo y terminó arqueando una ceja.
—¿Frankenstein? —leyó extrañado—. Cielos, niña, tu tío debe de estar empezando a perder la escasa cordura que le quedaba.
—Para nada —repuse plena de felicidad, apretándolo contra mi pecho—. Llevamos detrás de este libro varios años. Por lo visto fue publicado en 1818 y reescrito en 1831, tal es esta edición. Pero lo mismo es, querido padre. Dicen que se constituye como una de las obras más anómalas de los últimos tiempos. Con un atrevido científico y el monstruoso producto de su ambición —me carcajeé girando sobre mí misma—. ¡No puedo esperar a leerlo!
Dado mi entusiasmo, Gustavo terminó sacudiendo la cabeza y apoyó su curtida mano sobre mi hombro:
—Sabes que te quiero con todo el corazón, Eugenia. Sin embargo, no ocultaré que a tu edad preferiría que centrases tu interés en encontrar un buen hombre. —Puesto que le dediqué una profunda mirada de reproche, el anciano terminó echándose a reír y se enfundó su boina para acudir a donde le aguardaban sus obligaciones—. Aunque también es cierto que, si no fuera por tus tonterías, no serías el principal foco del interés de doña Amalia.
Yo sonreí.
Hasta mi padre debía reconocer que leer tenía ciertas ventajas en lo social. Curiosamente, en lo social más alto.
Amalia Heredia Livermore era la hija predilecta de don Manuel Agustín Heredia, uno de los empresarios más adelantados de España, lo que le había dotado de gran fortuna. Se alzaba como el dueño de un montón de propiedades y fábricas en nuestra hermosa ciudad de Málaga, entre ellas la fábrica de La Constancia, donde trabajaba mi padre. De ahí que hubiéramos tenido la oportunidad de tratarlo personalmente y conocer la bondad de su corazón, escondida tras su fuerte personalidad y afamado carácter.
Pero si don Manuel Agustín era un hombre increíble, nada de lo que pudiera decir sobre él se pondría a la altura de su hija Amalia.
La joven era la décima de los doce hijos que había engendrado don Manuel Agustín de su matrimonio con doña Isabel Livermore Salas, sin embargo, ella siempre supo destacar de entre todos sus hermanos por una naturaleza tan intensa como la de su padre. Amalia disponía de una visión del mundo mucho más allá de los eventos sociales y de las apariencias. Era una dama y, como tal, se aplicaba en el presente, pero su cultura y privilegiada inteligencia le hacían tener un ojo en el pasado y otro en el futuro, por lo que se declaraba amante de la arqueología y de la buena literatura.
Cuando la joven Heredia descubrió que, además de la edad, compartíamos la pasión por los libros, no le importó lo más mínimo nuestras diferencias sociales y me invitó a sus tertulias y reuniones, en las que me exigía compartir todas y cada una de mis opiniones a viva voz y siempre con amplia sinceridad. Yo, que la admiraba y apreciaba tanto su estima, era incapaz de no concederle lo que me pedía, y, aunque muchos de sus invitados se escandalizaban con las reflexiones que salían por mis labios, Amalia se mostraba orgullosa de tenerme entre sus amistades, como si fuera una pieza muy extraña y valiosa cuyo descubrimiento se adjudicaba.
No obstante, cuando don Manuel Agustín falleció dos años atrás, comprobé que Amalia buscaba mi hombro como paño de lágrimas con mucha más desesperación que incluso en sus propios hermanos, y comprendí que realmente veía en mí a una buena amiga.
Algo que yo correspondía de todo corazón.
Por lo que tenía muy claro que aquella misma tarde, cuando fuera a su casa para la merienda, le enseñaría la nueva adquisición que me había provisto mi tío Adolfo.
Aunque su reacción no fue exactamente la que me esperaba.
—¿Frankenstein o el moderno Prometeo? —leyó con los ojos achicados un tanto decepcionada, mientras se llevaba una taza de té a los labios—. He escuchado algo al respecto. ¿No es acaso una novela de fantasía?
—Mejor —repuse dejando mi taza en la preciosa mesita de mármol—. Es ficción científica.
Aquel salón era tan grande como toda mi casa, y desde luego había muchos más libros, distribuidos por varias estanterías de roble de exquisitos labrados, junto a las cuales descansaba un precioso piano de cola.
Mi expresión extasiada continuó sin sorprender a Amalia.
Carraspeó, dejó su taza de té a un lado y me cogió las manos:
—Nía, querida, sabes que te adoro…
—Si tu intención es expresarme lo mismo que mi amado padre sobre que desvíe mis atenciones hacia un hipotético amorío, te aseguro que mi afecto por ti no será suficiente para evitar mi disgusto, Amalia.
Eso la llevó a liberarse en carcajadas. Pese a su considerable temperamento, Amalia tenía una risa agradable y muy honesta.
—Cielos, por supuesto que no. Pero casi —rectificó de forma pícara mientras me mostraba tres libros nuevos que nunca había visto—. Donde se encuentre el romance, que se aparte toda fantasía.
—El romance es la mayor fantasía de todas, Amalia —expresé con cierta chanza.
Lo que provocó que ella sonriera de nuevo y negase con la cabeza:
—A ti te encanta el romance, Nía. Fuiste tú la que me recomendó a Jane Austen.
—Austen es mucho más que romance, y lo sabes —remarqué con las manos. Luego cambié de registro rápidamente para señalar las novelas—: Pero esas no son de Austen, ¿cierto?
Amalia me miró enigmática mientras cogía las obras para tendérmelas.
—No, aunque he oído que están en la misma línea que ella. Puede que mejor.
—Eso lo dudo —opiné escéptica observando sus portadas—. Jane Eyre, Agnes Grey y Wuthering Heights. Es decir, Cumbres borrascosas —leí y traduje del inglés.
Cuando se percató de mi avispada inteligencia, Amalia no tardó en instruirme en su lengua materna, lo que a mí me resultó muy útil para leer novelas extranjeras y a mi amiga, para conversar conmigo al respecto. La de Mary Shelley por supuesto también se encontraba en el idioma de Shakespeare.
Revisé todo posible detalle en los libros de Amalia que pudiera suscitar mi curiosidad. No tardé en deparar en algo, lo que motivó mucho a Amalia:
—Te has dado cuenta, ¿verdad?
—Los tres autores se apellidan igual: «Bell» —respondí rotunda, y aún más convencida añadí—: Son seudónimos. —Y al ver su prominente sonrisa, caí en lo que trataba de decirme—: Son mujeres.
—Y hermanas —certificó Amalia gratificada, desplegando su enorme abanico de bordado—. Hace unos meses me dijeron que se había hecho muy famoso un libro de un tal Currer Bell. —Me indicó la novela de Jane Eyre—. Pero, curiosamente, a la vez salieron publicados otros dos por autores con su mismo apellido. Investigué un poco y resultó que Currer Bell se llama en realidad Charlotte Brönte.
—No me suena —reconocí.
—Pues