El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera
ella—. Todavía no le he visto. Aunque he oído que es un joven heredero de una empresa americana de transportes. —Me miró de esa forma que escondía claras intenciones, por lo que ya empecé a negar—. Y que es tan excéntrico como apuesto.
—Tanto reproche por interpretar tus sentimientos cuando tú eres incluso más testaruda que yo en esos términos —la reñí algo exasperada—. ¿Cuántas veces deberé rogar que no me presentes a más socios o conocidos tuyos con propósitos casaderos? Por Dios, Amalia, eres peor que la Emma de Austen.
—Lo dices como si te buscara pareja —ironizó con cierto retintín—. Además, ya es tarde. —Se cruzó de brazos, satisfecha—. Lo he invitado a mi fiesta de mañana en la Hacienda de San José. Así que más te vale acudir y ponerte el vestido que te regalé.
La contemplé incrédula y muy molesta, lo que no le impidió cerrarme la puerta en las narices. Eso sí, lo suficientemente despacio como para darle tiempo a informar:
—Y, por cierto, se llama Dennet.
II
El señor Dennet
La Hacienda de San José era una preciosa residencia que la familia Heredia había instalado a las afueras de Málaga, colindando con sus montes y en plena naturaleza. A Amalia le encantaba que las reuniones se organizaran allí, sobre todo las de tipo cultural. Aunque también la destinaban a celebrar algunas fiestas o eventos sociales.
Siempre me decía que, cuando se casara, su sueño era comprársela a su hermano Tomás, quien la había heredado directamente de su padre, y hacer de ella un auténtico parque natural de árboles y plantas exóticas, así como convertirla en el lugar donde depositar su futura colección de hallazgos arqueológicos. Una vocación que había nacido de su reciente viaje al extranjero, acompañando a su hermano mayor Manuel y a su encantadora mujer Trinidad Grund. Puesto que se trataba del viaje de novios de la pareja y que la madre de Amalia deseaba distraerla a ella y a su prima Mercedes Cámara, el acompañamiento no debía tener en principio más propósito que el esparcimiento. Pero pese a la fama caprichosa de mi amiga, yo sabía que ella de verdad había despertado algo en su interior durante aquellos meses que estuvo fuera, volviéndose mucho más ansiosa por aprender y buscarle utilidad a sus conocimientos.
Por supuesto, siempre dudaba de que existiera un hombre lo suficientemente inteligente como para comprender y compartir sus ambiciones.
Por eso yo no entendía por qué se esforzaba tanto en encontrarme un marido cuando ambas pensábamos exactamente igual. Aunque yo no hubiera tenido la oportunidad de viajar para constatarlo.
—Estás fabulosa, Nía —me dijo Amalia después de corregir mi peinado en el tocador de su habitación antes de recibir a los invitados—. Si ya los hombres suspiran por ti, a saber con qué ocurrencia surgen hoy al verte.
Yo me contemplé en el espejo a su lado y me pareció realmente hermoso el contraste del rojo de mi vestido con el esmeralda del suyo. Por un momento creí que parecíamos de la misma clase social.
La alegría que ello me supuso me hizo sentir un poco avergonzada.
—Es la hora —anunció la joven Heredia, dirigiéndose a la puerta para instarme a salir con ella.
El encuentro estaba resultando en general muy agradable, exceptuando algunos detalles susceptibles a la crítica. Estaba repleto de caballeros con traje o esmoquin y señoras muy garbosas y elegantemente vestidas, pero que tendían a dividirse en grupos por género.
A Amalia y a mí no nos gustaba nada aquella realidad. Ninguna de las dos entendíamos por qué la mujer debía estar tan apartada y diferenciada de los hábitos masculinos. Pero, como en muchas otras cuestiones, el rango de la Heredia le otorgaba la suficiente potestad como para meterse en los temas de conversación de los caballeros. Y era más que inevitable para ella hacerlo cuando descubría la presencia de Jorge Loring entre ellos, llevando el testigo de la palabra, tal como en aquella ocasión:
—… Es por ello que garantizo los notables beneficios de una inversión de tal calibre.
La tensión de Amalia y su forma de tirar de mí para acercarse al colectivo ya me hizo presagiar que pensaba inmiscuirse. Y, por supuesto, de forma presuntuosa:
—¿Será que no me escucha, don Jorge, cuando advierto que en mis eventos no quiero que se hable de trabajo?
En cuanto el joven Loring oyó su voz, puso los ojos en blanco y se giró para dedicarle una expresión de reproche a la vez que una reverencia de cortesía que ambas correspondimos.
—Como si fuera posible no escucharla. O, aún más, como si fuera posible osar desobedecerla, doña Amalia —replicó él con gran distinción e ingenio, haciéndonos sonreír a todos los presentes. Excepto a la aludida, que frunció los labios. Más ante lo que añadió a continuación—: Puede quedarse tranquila en cuanto a que no estaba hablando de negocios, sino de inversiones por placer.
Amalia me oprimió el brazo y parpadeó interesada, aunque fingió no estarlo:
—¿Y de qué tipo de inversiones trataban?, si puede saberse.
—Sin duda, el joven Loring ha heredado el espíritu aventurero de su padre —comentó con segundas un caballero de avanzada edad que fumaba en pipa. Si le reconocí bien, se trataba de don Serafín Estebáñez Calderón, poeta y escritor, tío político de Amalia. Pese a sus intentos de disimularlo, era notable el desencanto que le procesaba a su fallecido cuñado y a todos sus socios, incluidos el también ausente padre de Jorge y el mismo Jorge, a quienes había apodado La Oligarquía de la Alameda—, aunque admito que es fascinante, dudo que se halle rentabilidad alguna en la inversión de descubrimientos arqueológicos tanto como usted sostiene.
—¿Arqueo… logía? —susurró Amalia perpleja, a la vez que le dedicaba una mirada llena de significado a Jorge.
No pude contener mi diversión. Sobre todo, después de que Jorge se sonriera para explicarse:
—¿Qué puedo decir? No es rentabilidad económica lo que yo persigo, sino una rentabilidad moral y personal —dijo embelesado mientras alzaba su copa de vino—, ¿acaso no se constituye el pasado como aquello que nos enseña cómo somos y a dónde nos dirigimos? Pienso que conservar una huella, por pequeña que sea, resulta un tesoro mucho más valioso que cualquier ninguna otra inversión.
Si la ensoñación de Jorge era palpable, nada podía compararse a la de Amalia en aquel momento mientras lo escuchaba hablar. Quedó maravillada al enterarse de que Jorge compartía su pasión por la arqueología. Añadido a ese atractivo y porte inglés característico que le otorgaba su estiloso peinado casi rubio y su elevada estatura, Amalia parecía casi perdida en sus sentimientos mientras lo contemplaba.
Hasta se le escapó un pequeño suspiro.
Por eso no esperé que cambiara de expresión y liberase aquella impertinencia:
—Una extravagancia muy propia de los caballeros como usted.
Aquello provocó las risas de los demás hombres, incluida la de don Serafín, y la perplejidad de Jorge Loring, que no dudó en dejar su copa para marcharse muy ofendido a otra zona de la fiesta. Aunque se detuvo un momento para dirigirse a mí:
—Me alegro de verla, señorita Cobalto. Lástima que solo me suceda con usted.
Y pese a que Amalia lo había escuchado perfectamente, esta mantuvo la sonrisa desviada hacia otro lado, para aparentar ignorarlo. Gesto que no le pasó inadvertido al caballero y que le sentó todavía peor.
Cuando se hubo alejado lo suficiente, yo resoplé con pesadumbre.
—Que Dios me libre de entenderte, Amalia —le expresé sin cortarme.
Ella simplemente se encogió de hombros y tiró de mí para atravesar el jardín.
Después de largo rato conversando muy agradablemente, sus hermanos la reclamaron y tuvo que dejarme, así que me acerqué