Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari


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puso nuevamente en camino con paso más rápido. Anduvo toda la noche, atravesando grupos de árboles gigantescos, pequeñas florestas, praderías con abundantes ríos. Se orientaba por las estrellas.

      Al salir el sol se detuvo para descansar un poco. Cuando iba a ocultarse entre las lianas, oyó una voz que le gritaba:

      —¡Eh, camarada! ¿Qué buscas allí adentro? ¡Ten cuidado, no sea que se esconda por ahí algún pirata, que son bastante más terribles que los tigres de tu país!

      Sin sorprenderse, y seguro de no tener nada que temer por el traje que vestía, Sandokán se volvió tranquilamente y vio dos soldados tendidos a alguna distancia bajo la fresca sombra de una areca. Reconoció a los que iban precediendo al sargento Willis.

      —¿Qué hacen aquí? —masculló con acento gutural en un mal inglés.

      —Descansamos —respondió uno de ellos—. Hemos estado de caza toda la noche y ya no podemos más. -¿También buscan al pirata?

      —Sí, y hemos descubierto sus pisadas.

      —¡Qué bien! —exclamó Sandokán, fingiendo asombro—. ¿Dónde?

      —En el bosque que acabamos de atravesar, pero las hemos perdido —dijo con rabia el soldado.

      —¿En qué dirección iban?

      —Hacia el mar.

      —Entonces son las mismas que Willis y yo encontramos en las cercanías de la colina roja. El pirata procura llegar a la costa, no hay duda.

      —¡Entonces ahora vamos tras una pista falsa!

      —No, amigos —dijo Sandokán—; lo que pasa es que el pirata los ha engañado subiendo hacia el norte a lo largo de un río. Pienso que dejó las huellas en el bosque, pero luego retrocedió.

      —¿Qué debemos hacer ahora, sargento?

      —¿Dónde están sus compañeros?

      —A dos kilómetros de aquí, registrando el bosque.

      —Vuelvan allí y denles orden de que se dirijan a las playas septentrionales de la isla. De prisa; el lord ha prometido un grado y cien libras esterlinas al que descubra al pirata.

      No se necesitaba más para poner alas en los talones de los soldados. Cogieron precipitadamente sus fusiles y, después de saludar a Sandokán, se alejaron rápidamente y desaparecieron bajo los árboles.

      El Tigre de la Malasia los siguió con la mirada hasta perderlos de vista y luego volvió a ocultarse en medio de la maleza.

      —¡Mientras me limpian el camino —murmuró— puedo echar una siesta de algunas horas! Después veré qué hago.

      Comió unos plátanos cogidos en el bosque, apoyó la cabeza en la hierba y se quedó profundamente dormido. Durmió unas cuatro horas; cuando volvió a abrir los ojos el sol estaba muy alto. Iba a levantarse cuando resonó un tiro disparado a corta distancia, seguido del galope de un caballo.

      —¿Me habrán descubierto? —murmuró, ocultándose otra vez entre las matas.

      Preparó la carabina y se asomó con cuidado entre las hojas. Escuchaba el galope cada vez más cerca.

      —Quizás sea algún cazador que persigue a un animal —pensó.

      Pero bien pronto hubo de desengañarse. Se cazaba a un hombre.

      Un momento después, un malayo atravesaba corriendo la pradera, hacia un espeso grupo de plátanos.

      Era un hombre bajo, no vestía más que unos pantalones rotos y un sombrero, pero en la diestra esgrimía un palo nudoso, y en la izquierda un kriss de hoja ondulada. Su carrera era tan rápida, que Sandokán no pudo verlo bien.

      Se ocultó de un salto en medio de las hojas. -¿Quién será este malayo? -se preguntó Sandokán sorprendido.

      De pronto cruzó por su imaginación una sospecha.

      —¿Será uno de mis hombres? ¿Habrá embarcado Yáñez a alguien que me venga a buscar? Él sabía que yo venía a Labuán.

      Iba a salir en busca del fugitivo, cuando apareció un hombre a caballo en los linderos del bosque. Era un soldado de caballería del regimiento de Bengala.

      Parecía furioso; maltrataba al animal espoleándolo y atormentándolo con saltos violentos. A cincuenta pasos del grupo de plátanos saltó ágilmente a tierra, ató el caballo a una rama, tomó el fusil y escudriñó los árboles vecinos.

      —¡Por todos los truenos del universo! —exclamó—.¡No se habrá metido bajo tierra! En alguna parte debe estar escondido; esta vez no se escapa sin un balazo. Sé muy bien lo que tengo que hacer con el Tigre de la Malasia, porque no le temo a nadie. ¡Si este caballo no fuera tan pesado, a estas horas ese pirata no estaría vivo!

      Desenvainó el sable y se metió en medio de un grupo de arecas, apartando prudentemente las ramas. Estos árboles lindaban con los plátanos donde se escondía el fugitivo.

      Sandokán no había logrado averiguar dónde se ocultaba el malayo.

      —Trataré de salvarlo —murmuró—. Puede ser uno de mis hombres.

      Iba a internarse entre los árboles, cuando vio que a pocos pasos se agitaban las lianas. Volvió con rapidez la cabeza y vio aparecer al malayo, que trepaba por aquellas cuerdas vegetales con objeto de encaramarse en la copa de un mango, entre cuyas espesísimas hojas tendría un magnífico refugio.

      —¡Tunante! —murmuró.

      Esperó a que se volviera. Apenas le vio la cara estuvo a punto de lanzar un grito de alegría y asombro.

      —¡Giro Batol! —exclamó—. ¡Mi valiente malayo! ¿Cómo está vivo y en este lugar? Recuerdo haberlo dejado en el parao hundido, muerto o moribundo. ¡Yo te salvaré!

      Tomó la carabina e irrumpió en el linde del bosque, gritando:

      —¡Eh, amigo! ¿Qué busca por aquí con tanto empeño?

      —¡Vaya! ¡Un sargento!

      —¿De qué se sorprende?

      —Por dónde ha llegado?

      —Por el bosque. Oí un tiro y vine a ver qué ocurría. ¿Disparó usted contra algún animal?

      —Disparé contra un animal bien peligroso, sargento; disparé contra el propio Tigre de la Malasia.

      —¿Y lo hirió?

      —Le fallé como un estúpido.

      —¿Y dónde se ha escondido?

      —Temo que ya esté muy lejos. Lo vi atravesar la pradera y esconderse entre estos árboles. Es más ágil que un mono y más terrible que un tigre.

      Y muy capaz de enviamos a ambos al otro mundo.

      —Lo sé, sargento. Si no fuera por el premio prometido por lord Guillonk, no me hubiera atrevido a perseguirlo.

      —¿Quiere que le dé un consejo? Vuelva a montar a caballo y dé la vuelta al bosque.

      —¿Usted vendrá conmigo?

      —No, camarada. Si los dos lo perseguimos por un mismo sitio, el Tigre huirá por el contrario. Usted dé la vuelta al bosque y déjeme a mí registrar la espesura.

      —Acepto, pero con una condición.

      -¿Cuál?

      —Que si tenemos la suerte de prender al Tigre, dividiremos el premio.

      —De acuerdo -contestó Sandokán sonriendo. Esperó que el soldado desapareciera entre los árboles, y en seguida se acercó a donde estaba escondido su malayo.

      —¡Baja, Giro Batol! —dijo.


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