Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari


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ante ese cariño que nada será capaz de arrancarme del corazón. ¡Ah, Yáñez! ¡Creo que el Tigre dejará de existir!

      —¡Entonces, olvídala! —dijo Yáñez.

      —¡Olvidarla! ¡Es imposible, Yáñez, es imposible!¡Ni las batallas, ni las grandes emociones de la vida de pirata, ni la más espantosa venganza serán capaces de hacerme olvidarla! ¡Su imagen se interpondrá siempre entre todo eso y yo, y apagará la antigua energía y el valor del Tigre! ¡No, no la olvidaré! ¡Será mi mujer, aunque me cueste todo lo que soy y todo lo que tengo!

      Miró a Yáñez, que había vuelto a su mutismo. -¿Qué me dices, hermano mío? -preguntó. Silencio.

      —¿Me comprendes? ¿Qué me aconsejas, ahora que te lo he revelado todo?

      —Te he dicho que olvides a esa mujer.

      —¡Olvidarla!

      —¿Has pensado en las consecuencias de ese amor insensato? ¿Qué dirán tus hombres cuando sepan que el Tigre está enamorado? ¡Olvídala, Sandokán, vuelve a ser el Tigre de la Malasia, de corazón de hierro!

      Sandokán se levantó de un salto, se dirigió a la puerta y la abrió violentamente.

      —¿A dónde vas? —preguntó Yáñez.

      —¡Vuelvo a Labuán! —respondió Sandokán—. Mañana dirás a mis hombres que he abandonado para siempre la isla y que tú eres su nuevo jefe. ¡Jamás volverán a oír hablar de mí, porque yo no volveré a estos mares!

      —¿Estás loco? —exclamó Yáñez y lo sujetó con fuerza—. ¿Vas a volver solo a Labuán, cuando aquí hay hombres decididos a dejarse matar por ti y por la mujer que amas? He querido ver si era posible arrancar de tu alma la pasión que experimentas por esa mujer que pertenece a una raza que odias.

      —Ella no es inglesa, Yáñez. Me habló de un mar más azul y más bello que el nuestro que baña las costas de su patria; me habló de una tierra cubierta de flores que domina un volcán humeante, de un paraíso terrestre donde se habla una lengua armoniosa que nada tiene de común con la inglesa.

      —¡No importa si es inglesa o no! Todos te ayudaremos para que puedas hacerla tu mujer y para que vuelvas a ser feliz. Puedes seguir siendo el Tigre de la Malasia aunque te cases con la muchacha de los cabellos de oro. Sandokán se arrojó entre los brazos de Yáñez. Ahora dime qué piensas hacer —dijo el portugués.

      —Irme lo más pronto posible a Labuán y robar a Mariana.

      —Tienes razón. Si el lord sabe que escapaste y que estás en Mompracem, puede marcharse por miedo a que regreses. Es preciso actuar rápido o perderemos la partida. Ahora vete a dormir, necesitas reposo. Déjame a mí el cuidado de prepararlo todo. Mañana estará dispuesta la expedición para zarpar enseguida.

      El portugués abandonó la habitación y descendió con lentitud la escalera.

      Al quedarse solo, Sandokán volvió a sentarse ante la mesa y empezó a destapar botellas de whisky. Sentía la necesidad de aturdirse para olvidar, al menos por algunas horas, a la joven que lo había hechizado. Vaciaba las copas con rabia.

      —¡Si pudiera dormirme y despertar en Labuán! ¡Mariana sola en Labuán! Los celos me matan... ¡Quizás mientras yo estoy aquí la corteja el baronet!

      Se levantó presa de violento furor y empezó a pasearse como un loco, volcando sillas, rompiendo botellas y cristales.

      Tomó una copa, bebió de ella y miró al fondo.

      —¡Manchas de sangre! —exclamó—. ¿Quién vertió sangre en mi copa? ¡Bebe, Tigre, que la embriaguez es la felicidad!

      Le parecía ver correr fantasmas por la sala, que le hacían burlonas muecas. En una de esas sombras creyó reconocer a su rival.

      —¡Te veo, inglés maldito! —aulló—. ¡Ay de ti si puedo ponerte las manos encima! ¡Quieres robarme la Perla, pero te lo impediré! ¡Pasaré a hierro y fuego todo Labuán, haré correr sangre y los exterminaré a todos!

      Después de varios esfuerzos pudo levantarse; cogió una cimitarra y empezó a dar tajos desesperados por todos lados, corriendo tras la sombra del baronet. Hasta que, vencido por el sueño y el alcohol, cayó al suelo y se quedó profundamente dormido.

      R

      Cuando despertó estaba tendido en una otomana, adonde lo habían transportado los malayos que tenía a su servicio.

      —¡No puedo haber soñado! —murmuró—. Estaba borracho y me sentía feliz. Pero ahora vuelve a arder el fuego en mi corazón. ¡Qué pasión tan inmensa ha invadido el alma del Tigre de la Malasia!

      Se quitó el traje del sargento Willis, se puso otro adornado de oro y perlas, se cubrió la cabeza con un magnífico turbante coronado por un hermoso zafiro del tamaño de una nuez, pasó entre los pliegues de la faja un nuevo kriss y una nueva cimitarra, y salió.

      Recorrió con sus ojos de águila la extensión del mar y miró los pies de la roca. Dispuestos a zarpar había tres paraos, con sus grandes velas desplegadas. En la playa los piratas iban y venían, ocupados en embarcar armas, municiones y cañones. En medio de ellos, vio a Yáñez.

      —¡Mientras yo dormía, él preparaba la expedición! —murmuró.

      Bajó la escalera y se dirigió a la aldea. Apenas los piratas lo vieron, resonó un grito:

      —¡Viva el Tigre! ¡Viva nuestro capitán!

      Y rodearon al pirata con gritos de alegría, y le besaban las manos, los vestidos y los pies, y casi lo ahogaron. Lloraban de contento al verlo vivo.

      De sus bocas no salió ni un lamento, ni una sola queja por sus compañeros, sus hermanos, sus hijos, sus padres, muertos en la desastrosa expedición. Pero brotaban de cuando en cuando gritos tremendos.

      —¡Venganza para nuestros compañeros! ¡Vamos a Labuán a exterminar a los enemigos de Mompracem!

      —¡Amigos —dijo Sandokán, con su extraño acento metálico que los fascinaba—, la venganza no tardará! ¡Iremos otra vez a esa tierra de los leopardos y les devolveremos rugido por rugido, sangre por sangre! ¡El día de la lucha, los tigres de Mompracem devorarán a los leopardos de Labuán!

      —¡A Labuán! -gritaron frenéticos los piratas, agitando las armas.

      —Yáñez, ¿está todo dispuesto?

      Yáñez pareció no oírlo. Miraba hacia un promontorio que se internaba en el mar.

      —Por detrás de la escollera veo el extremo de un mástil —dijo.

      —¿Será un parao nuestro?

      —Otro no se atrevería a acercarse a nuestras costas. Falta el velero de Pisangu; ha de ser él.

      —Puede traerme alguna noticia de Labuán —exclamó Sandokán— Esperémoslo.

      Era en efecto el velero que Yáñez enviara a Labuán hacía tres días para saber algo del Tigre, pero, ¡en qué estado volvía! El palo mayor apenas se sostenía, los costados estaban llenos de tapones de madera para cerrar los agujeros abiertos por las balas.

      —Se han batido —dijo Sandokán.

      —Pisangu es un valiente que no vacila en atacar aun a los buques grandes -dijo Yáñez.

      Parece que trae un prisionero, veo una chaqueta roja. -Sí, hay un soldado inglés atado al palo mayor. -¡Ah, si pudiera decirme algo de Mariana!

      —Lo interrogaremos.

      Cinco minutos después el velero entraba en la pequeña bahía y anclaba a veinte pasos del acantilado.

      —¿De dónde


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