Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari
seguro de que lo habían matado los ingleses —repuso el malayo con lágrimas en los ojos.
—¡Los ingleses no tienen hierro suficiente para herir en el corazón al Tigre de la Malasia! Me hirieron gravemente, pero, como ves, ya estoy sano y dispuesto a comenzar la lucha de nuevo.
—¿Y todos los demás?
—Duermen en los abismos del océano.
—Nosotros los vengaremos, capitán.
—Sí, y muy pronto. Dime cómo es que te encuentro vivo.
—Un casco de metralla me hirió en la cabeza, pero no me mató. Me agarré a unos tablones y procuré dirigirme hacia la costa. Anduve errante sobre el mar algunas horas, hasta que perdí el sentido. Cuando lo recobré estaba en la cabaña de un indígena. Ese buen hombre me recogió cerca de la playa y me curó con gran cariño hasta que estuve completamente restablecido.
—Y ahora, ¿hacia dónde huías?
—Iba a la costa a echar al agua una canoa que construí, pero en el camino me atacó el soldado.
—¿Así que tienes una canoa?
—Sí, mi capitán.
—¿Querías volver a Mompracem?
—Esta misma noche.
—Nos iremos juntos, Giro Batol.
—¿Quiere venir a mi cabaña a descansar un poco? Es una choza que me cedió el indígena.
—Vayamos de inmediato. Hay peligro de que te sorprenda ese soldado que te sigue. ¿Está muy lejos tu cabaña?
—En un cuarto de hora estaremos allí.
—Descansaremos un rato y después veremos el modo de hacernos a la mar.
Iban a internarse entre los grandes árboles, cuando Sandokán oyó el rumor de un furioso galope.
—¡Otra vez ese idiota! —exclamó—. ¡Ocúltate, Giro Batol!
—¡Eh, sargento! —gritó el soldado—. ¿Así me ayuda a prender al pirata? ¡Mientras yo reventaba mi caballo usted no se ha movido!
Sandokán le contestó con indiferencia.
—Encontré nuevas huellas del pirata y preferí esperarlo a usted.
—¿Descubrió su pista? ¡Yo creo que ese bribón se divierte engañándonos!
—Eso mismo pienso yo.
—¿Se las mostró el negro que hablaba con usted, sargento?
—No, ese es un isleño que encontré por casualidad y me acompañó un rato.
—¿Y adónde se ha ido?
—Se internó en el bosque. Andaba siguiendo la pista de una babirusa.
—No debió dejarlo marchar. Podría darnos indicaciones preciosas para ganar las cien libras esterlinas.
—Me temo que se han evaporado, camarada. Por mi parte, renuncio, y me vuelvo a la quinta de lord Guillonk.
—Yo no tengo miedo, sargento. Seguiré tras el pirata.
Y el soldado partió espoleando su cabalgadura.
—¡Si vuelve lo saludo con un buen tiro! —exclamó Sandokán.
Se acercó al escondrijo de Giro Batol y juntos penetraron en el bosque.
—Mi cabaña está allí, en medio de aquellas plantas —dijo Giro Batol al cabo de un rato.
—¡Un asilo muy seguro! -contestó el Tigre sonriendo—. ¡Admiro tu prudencia!
—Venga, mi capitán. Aquí nadie vendrá a molestarnos.
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Capítulo 12: La canoa de Giro Batol
La cabaña se elevaba en medio del bosque, entre dos árboles colosales que la defendían del sol con la enorme masa de sus hojas.
Era una choza baja y estrecha, con techo de hojas de plátano, pero suficiente para dar asilo a dos personas. Su única abertura era la puerta, de ventanas no había ni rastro.
—Mi cabaña no es gran cosa —dijo Giro Batol—, pero aquí puede descansar a su gusto, mi capitán. Hasta los indígenas ignoran que existe. Puede dormir en este lecho de hojas cortadas; si tiene sed, tengo agua fresca, y si tiene hambre, tengo fruta.
—¡No pido nada más, Giro Batol! —contestó Sandokán—. No esperaba encontrar tantas cosas.
—Déme media hora para asarle un trozo de carne.
—¡Gracias! Acepto todo lo que me ofreces, porque estoy hambriento como un tigre que haya ayunado una semana.
—Entretanto, encenderé el fuego. Los árboles son tan altos y espesos que no lo dejan ver.
Es curioso el método a que recurren los malayos para encender fuego sin fósforos.
Toman dos bambúes partidos por mitad; en la superficie convexa de uno de ellos se hace un corte, y luego con el otro bambú se frota la parte interior, primero lentamente y después con mayor rapidez. El polvillo que se desprende se inflama y cae sobre un poco de yesca de fibras que se tiene preparada. La operación es fácil y rápida.
Giro Batol puso a asar un buen trozo de babirusa. Mientras esperaban que estuviera en su punto, reanudaron su conversación.
—Partiremos esta noche, ¿verdad, capitán? —preguntó Giro Batol.
—Sí, en cuanto se ponga la luna.
—¿Estará libre el camino?
—No te preocupes, sobre un sargento no pueden recaer sospechas.
—¿Y si, aún con ese traje, lo reconocen?
—Son muy pocas las personas que me conocen, y estoy seguro de no encontrarlas en estos bosques.
—¿Son relaciones importantes?
—Personajes de la nobleza, barones y condes.
—¡Usted, el Tigre de la Malasia! -exclamó Giro Batol, estupefacto.
En seguida le preguntó, casi con miedo:
—¿Y la muchacha blanca?
El Tigre fijó en el malayo una mirada que despedía sombríos reflejos, suspiró y repuso:
—¡Calla, Giro Batol! ¡No me traigas a la memoria recuerdos terribles!
Estuvo callado unos instantes, con la cabeza entre las manos; después, prosiguió, como para sí:
—Pronto volveremos a Labuán. ¿Cómo olvidar a su Perla, aunque esté en Mompracem junto a mis tigres? ¿No era bastante la derrota? ¡También tenía que dejar el corazón en esta isla maldita!
—¿De quién habla, mi capitán? -preguntó sorprendido el malayo.
Sandokán se pasó una mano por los ojos como para borrar una visión.
—¡No me preguntes nada! -exclamó.
—-Pero, volveremos a Labuán a vengar a nuestros compañeros, ¿verdad?
—Sí. ¡Pero quizás fuera mejor para mí no volver a ver más esta isla!
—¿Por qué, capitán?
—Porque esta isla podría dar un golpe mortal al poderío de Mompracem, y acaso encadenar para siempre al Tigre.
—¿A usted, tan fuerte, tan terrible? ¡No puede temer a los leopardos ingleses!
—No, a ellos no. Mis brazos todavía son fuertes,