Porno feminista. Группа авторов

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sola página, que se llamaba Film World Reports y editaba Jared Rutter. Sus lectores eran los productores y directores del negocio. Listaba las películas con mejor taquilla, quién compraba qué, y las típicas noticias de una línea para los enterados del sector. Allí se veía que, a pesar de todo, estaban ganando dinero y haciendo negocios, pese a la indiferencia del resto de los medios de comunicación del mundo del entretenimiento. Descifrar esa hoja fue uno de mis primeros logros.

      Sí, podías comprar revistas para hombres donde leer entrecortadas entrevistas con las estrellas, o leer reseñas del tamaño de un cacahuete que decían cosas como «¡Tórrida! ¡Ceci está buenísima!». Era publicidad apenas disfrazada de contenido editorial. La gente que escribía las reseñas no usaba su propio nombre. Estaba tan dentro del armario como un bar gay antes de Stonewall.

      Lo más cercano a una crítica de cine erótico aparecía en la revista Hustler, que para cubrir los últimos estrenos instauró un famoso gráfico que llamaron el «rabímetro» («peter-meter»). Con cada título, este pequeño pene se erguía, desde la posición más morcillona a la erección más rampante.

      El «rabímetro» estaba siempre, al menos, a media asta, pero un día descubrimos con sorpresa que Hustler había calificado a una película con un pene completamente fláccido. El crítico me fascinó: usando su propia voz, contaba lo asqueado e indignado que estaba con este insulto a la masculinidad y la sana diversión de las buenas películas x.

      ¡Vaya! Obviamente nadie había pagado a Hustler por escribir esta reseña. Decidí que si ellos habían odiado la película, probablemente era genial.

      Yo tenía razón. La película era Smoker, y los autores eran un par de estudiantes de cinematografía de la Universidad de Nueva York que se habían encargado de la dirección de arte de Cafe Flesh, de Rinse Dream. Se llamaban Ruben Masters y Michael Constant. Vi Smoker justo al día siguiente en el Pussycat, y efectivamente, puso tan nerviosos a varios espectadores que abandonaron la sala. Pienso que el momento en cuestión fue en el que David Christopher se pone una blusa azul con transparencias hasta el pecho y se golpea la polla contra la barriga, masturbándose y hablando consigo mismo furiosamente mientras espía a alguien que vive en la puerta de al lado. En la película no se le anuncia en momento alguno como una persona trans, o travestido, o con cualquier otra etiqueta de ningún tipo. Lo que está haciendo es simplemente mostrar su intimidad sin ninguna explicación, tan bien actuada y filmada que te parece estar en una mezcla entre Hiroshima mon amour y un séptimo piso sin ascensor en el neoyorkino barrio de Bowery.

      Estos cineastas usaron un pseudónimo: Veronika Rocket. Habían roto tantas reglas, y su genderfuck era tan fluido, de tal belleza, que usé su película como punto de referencia durante el resto de mi carrera en la crítica erótica. Peregriné a Filadelfia para reunirme con ellos y visitar los decorados originales. Ruben Masters me abrió la puerta de su casa, que era una cochera reconvertida: parecía Louise Brooks en La caja de Pandora. Me miró de arriba a abajo y me preguntó:

      —¿Te pongo un stinger de vodka?

      Tuve muchos golpes de suerte de ese estilo.

      Mientras tanto, me presenté a la docena o así de productoras pornográficas procedentes del sur de California y Nueva York. Asistí a la feria comercial de Las Vegas, que por entonces era en una especie de gueto del Congreso de Electrónica de Consumo, lejos de todos los televisores y equipos de música nuevos. Me afincaba en el baño de señoras del hotel Sahara, con ejemplares de On Our Backs que usaba para iniciar conversaciones con las actrices «x». No estaban acostumbradas a que a nadie se interesara lo más mínimo por sus historias auténticas.

      Por supuesto, también había muchos hombres con los que hablar. Los de edad más avanzada eran, en su mayor parte, muy conservadores. Este negocio lo había llevado un puñado de hombres durante muchos años, como quien juega al mus, y eran muy intransigentes. Les costaba creer que yo estuviese allí de verdad, que todo esto no fuera una broma ni yo una chica hetero de aventura por los barrios bajos.

      Mi columna en Penthouse (y la videoteca que creé en mi antigua juguetería sexual) vendía tantos vídeos que tenían que aguantarme. Mostraban al mismo tiempo falta de entusiasmo y una gran ingenuidad respecto a cuánto estaba cambiando su mundo.

      Hacían declaraciones públicas de lo más increíbles: «A las mujeres no les gusta ver sexo anal: es sucio». «Cualquier actriz blanca que deje que un actor negro se la folle en pantalla está loca: su carrera ha terminado». «¿Cómo puede una lesbiana quedarse embarazada? ¡Eso es imposible!» «¿Oye, no tienes ningún marido al que cuidar en alguna parte?».

      Algunos de sus hijos e hijas eran más abiertos, o se estaban rebelando abiertamente. El punk rock, la liberación queer y las sensibilidades feministas estaban pegando ya en el lado artístico de la industria «para adultos». Era contagioso.

      Este solía ser un negocio tradicional de padre e hijo, casi pintoresco en ese sentido. Uno de los que heredaría esta partida de cartas, un heredero de veintitantos años de edad, se sentó conmigo un día y me explicó cómo Ruben Sturman, el abuelito del negocio de los peepshows y la industria para los adultos de las gabardinas, había evadido al fisco durante tanto tiempo. ¿Cómo se las apañaba para no pagar nunca impuestos? ¿Cómo había conseguido montar un negocio a espaldas del establishment de los ee.uu.? Nuestra conversación tuvo lugar tres años antes de que a Sturman le pillaran del todo. Mi amigo me contó con todo lujo de detalles cómo generaban el dinero, cómo se recogía metódicamente en bolsas y cómo se transportaba de un sitio a otro.

      —¿Por qué me cuentas todo esto? —le pregunté.

      —Porque ruedas vídeos de lesbianas haciendo fist-fucking.

      No me había dado cuenta de lo atrevido que era ese acto concreto hasta que lo dijo. No tenía ni idea de que esta era la llave de la confianza mutua: el riesgo.

      Descubrimos que al parecer cualquier cosa que las mujeres hicieran de verdad para llegar al orgasmo estaba prohibida por las leyes que regulaban las películas pornográficas. Los orgasmos femeninos, los orgasmos reales, los fluidos femeninos reales estaban prohibidos cuando intentábamos vender nuestra revista o nuestros vídeos en los Estados conservadores.

      De este modo tan burdo descubrimos en On Our Backs y en nuestro brazo fílmico, Fatale Video, que el mundo de lo «legalmente obsceno» nada tiene que ver con la realidad. Pero extrañamente, este riesgo involuntario nos dio el caché necesario para que nos dejaran entrar en los círculos de los chicos más hardcore. Si no hubiera sido por eso, nunca habrían hablado conmigo.

      El vídeo lo cambió todo. Primero en el porno, y luego en Hollywood. Los días de los peepshows y de las salas de cine estaban contados, a pesar de que, curiosamente, los peepshows hayan sobrevivido a los cines elegantes. A la gente le sigue gustando meter monedas, estar cerca, la claustrofobia especial de las distancias cortas.

      Y más importante aún, el vídeo ofrecía una vía de entrada para artistas, emprendedores y radicales sexuales, personas que, para bien o para mal, nunca habrían podido hacer una película. Apareció un nuevo grupo de genios, pequeño, y a la vez un gran grupo de mediocres. No era diferente al cine sino simplemente multiplicado como conejos.

      La primera vez que me escribieron (¡a mano! Fue antes del correo electrónico) mis lectores de Penthouse Forum, me di cuenta de dos cosas. Una, que la inmensa mayoría de las mujeres nunca había visto antes una película erótica. Nunca, jamás. Sus miradas furtivas a las fotos de las revistas de hombres eran sobre todo a desnudos femeninos. Quizá hubieran visto a Burt Reynolds en su famoso desplegable para Cosmopolitan.

      Pero, ¿y los hombres? Tampoco eran mucho más sofisticados.


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