El sonido de un tren en la noche. Laura Riñón Sirera
madre y su llanto cesó de inmediato. A esa misma hora, en la Exposición Universal de Bruselas, una mujer, que lucía una hermosa esmeralda en el escote, hurgaba en su bolso de seda para sacar un trozo de pan y lanzárselo a una niña negra semidesnuda que la observaba con la mirada asustada a través de los barrotes. La niña había viajado en una jaula desde África junto a su familia para convertirse en el reclamo de la Exposición, nadie sabía su nombre. Clementina tenía la piel de papel, transparente y delicada, y estaba impregnada con el aroma de la pureza y de la vulnerabilidad. Sus labios eran gruesos y formaban un corazón perfecto en su boca, y un rosa pálido coloreaba sus mejillas. Bajo el gorro de lana asomaba una sedosa pelusa anaranjada, y escondía sus dedos dentro de unos puños que su madre no dejaba de acariciar. La niña negra mordisqueaba el mendrugo y paladeaba su artificial sabor con la sorpresa en su mirada, e ignoraba a la multitud de visitantes que la observaban con distinta sorpresa desde el otro lado de las rejas sin dejar de reír a carcajadas.
La suerte decide el lugar en el que nos toca nacer, y nuestro destino dependerá de si aceptamos esa suerte o si, por el contrario, nos arriesgamos a tomar nuestras propias decisiones para cambiar el curso natural por el que tenía que transcurrir la vida que nunca elegimos vivir.
Jaime daba vueltas en la habitación atestada de ramos de flores, cada cual más ostentoso y colorido, que no dejaban de llegar a la habitación. Al escuchar la risa de su mujer acercarse por el pasillo, se abalanzó sobre la puerta. El rostro de Lina se iluminó aún más al ver a su marido asomarse, le dedicó una mirada chispeante y asintió levemente. ¡Una niña!, exclamó entusiasmado, pero su sonrisa apenas duró un instante, necesitamos un nombre nuevo, dijo Lina en un suspiro. Las enfermeras cruzaron la mirada al ver la expresión del padre y se sonrieron. Dos días antes, entre contracción y contracción, Lina les habló de las discusiones que habían tenido acerca del nombre del bebé en caso de que fuera niña. Seis meses y otras tantas discusiones fueron necesarios para ponerse de acuerdo porque Jaime insistía en homenajear a su madre, fallecida un año atrás, bautizando a su primogénita con su nombre. Lina tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para rebatir su emotivo discurso y no parecer insensible. Pero cuando cogió en brazos a su hija y le vio la cara por primera vez, se dio cuenta de que su mujer tenía razón, necesitaban otro nombre. De acuerdo, encontraremos un nombre para ti, pequeña, suspiró con la voz llena de orgullo.
Al otro lado de la ventana, el cielo se tiñó de malva y se desplomó sobre los tejados de Madrid. La tarde estaba a punto de apagarse cuando un último rayo de sol se coló entre las cortinas, justo en el momento en el que Aurora irrumpió en la habitación sorteando a los visitantes, lanzó un saludo al aire y se abalanzó sobre la cuna. Su rostro se iluminó al ver a la recién nacida acurrucada entre las sábanas. Alargó su mano entre los barrotes para acariciar el mechón de pelo que asomaba por debajo de su gorrito blanco, y se giró hacia su hermana Lina, parece una clementina, dijo entre risas, ¿por qué tiene el pelo naranja? La habitación se quedó en silencio, todos los ojos se volvieron hacia Jaime, este buscó a su mujer con la mirada y ambos sonrieron, Clementina, dijeron al unísono.
La madre de Lina y Aurora observaba la escena desde la butaca colocada en un rincón bañado por la oscuridad. Desde que se conocieron Jaime y Lina, esta siempre se había referido a su madre como la Rencorosa, y una diminuta arruga aparecía en su ceño cada vez que hablaba de ella. No entiendo por qué le gusta tanto sentarse en la oscuridad, murmuraba Lina cada vez que la encontraba sentada entre las sombras, parece un vampiro a la espera de que caiga la noche. Al escuchar los gritos de entusiasmo de su hija Aurora el cuerpo de la Rencorosa se tensó ligeramente y, con los brazos cruzados sobre su pecho, llenó el silencio con su voz grave haciéndose eco de su pregunta. Sí, ese color de pelo… es extraño, gruñó. Lina miró a su marido y este ni siquiera hizo ademán de girarse hacia su suegra, se acercó a la recién nacida y enredó el mechón anaranjado en su dedo: Mi abuelo paterno era irlandés, susurró, nunca lo conocí, aunque puede que tenga alguna foto suya en uno de mis álbumes familiares… Recuerdo que mi padre me habló de ello en cierta ocasión, tiene algo que ver con un gen raro, me contó que…
—Vale, vale —interrumpió su suegra—, tampoco son necesarias tantas explicaciones solo porque tenga el pelo naranja. Además, puede que ese color desaparezca en días. Quién sabe.
Lina habría hecho lo que fuera para que su madre no hubiera tenido razón, incluso bromeó con teñirle el pelo a su hija si este empezaba a cambiar de color, pero unas semanas más tarde su cabello empezó a clarear y se volvió del mismo tono rubio pajizo que lucía su padre. Aurora estaba convencida de que su sobrina había nacido pelirroja solo para escoger el nombre adecuado para ella.
El relato de sus primeros días de vida sería recordado cada año durante la celebración de su cumpleaños. Aurora se sentiría orgullosa por haber elegido el nombre de su sobrina y Jaime rechistaría por no haber podido ganar la batalla. Clementina se sentaría en las piernas de su padre, lo rodearía con sus brazos de porcelana y bromearía con él, intentaría persuadirlo de que Fernandina era un nombre de señora mayor y él se derretiría al escucharla, y le daría la razón, y soplarían juntos las velas de la tarta de chocolate. Y esa fue la escena que se repitió a lo largo de los años, y habría seguido repitiéndose hasta que las arrugas hubieran poblado las miradas de los presentes si no hubiera sucedido lo que sucedió días antes de que Clementina cumpliera los dieciséis.
Las enfermeras y las monjas se acercaron hasta la puerta de la habitación. Formaron una fila a lo largo del pasillo y Jaime y Catalina, los Marqueses de Azahar, se despidieron de cada una de ellas. Lina le pidió a la madre superiora que, salvo la orquídea de color malva, llevaran el resto de los ramos y centros de flores a la capilla de la planta baja. Tan pronto puso un pie en la acera, Lina llenó sus pulmones del aire otoñal de Madrid. Alzó la mirada al cielo azul y apretó al bebé contra su pecho. Los dos fotógrafos que aguardaban junto al vehículo aparcado frente a la entrada apagaron sendos cigarrillos con la punta de sus zapatos y se irguieron. El chófer gruñó entre dientes al pasar junto a ellos y abrió la puerta trasera del vehículo. Los reporteros acariciaron el ala de sus sombreros y bajaron ligeramente la cabeza cuando los marqueses cruzaron la puerta. Enhorabuena, doña Catalina, dijo el mayor de los dos, nos alegra saber que tanto usted como su hija están bien. Lina le respondió con una sonrisa y una caída de ojos de la que ambos presumirían durante años. Don Jaime estaba al tanto de que aquellos eran los dos reporteros que habían estado haciendo guardia en la puerta del hospital durante toda la semana. Se acercó a saludarlos y les permitió tomar una fotografía de la recién nacida. Así que es niña, felicidades, señor marqués. Felicidades, señora. Gracias, gracias. Doña Catalina se sentó en el asiento trasero del vehículo, cubrió el rostro de Clementina con la solapa del abrigo y estiró el faldón bordado sobre su regazo antes de mirar al objetivo de las cámaras y esbozar una sonrisa blanca y perfecta que borró cualquier rastro de cansancio de su rostro.
Despedidos entre los aplausos del personal del hospital y de algunos curiosos que cruzaron la calle al ver el revuelo formado por la salida de los marqueses, el coche emprendió su marcha y se perdió en el tráfico de la calle Velázquez. El mayor de los reporteros le propinó una colleja al joven, petrificado en medio de la acera con la mirada perdida en el horizonte, deja de soñar zagal, suspiró, en el mundo real no encontrarás una mujer como esa.
En el salón de la casa de los marqueses el eco del tintineo de los brindis en honor a la recién nacida se alargó durante casi tres meses. Lina presumía de hija y Jaime se hinchaba de orgullo cada vez que alguien piropeaba su belleza y buen carácter. Lina confesaba, no sin cierta sorpresa, que salvo el llanto que despertó a la recién nacida el día de su alumbramiento, esta no había vuelto a derramar una lágrima. No os alegréis tanto, gruñía la Rencorosa, que lo que no llore siendo un bebé tendrá que llorarlo cuando se haga mayor. Gracias, madre, contestaba Lina con desdén, tu optimismo me desborda. Y las mejillas de la Rencorosa se encendían, pero evitaba enzarzarse en una discusión. Siempre que estuviera en casa de su hija, la batalla estaba perdida.
Los primeros meses en la vida de Clementina el aire de su hogar estaba cargado de paz y entusiasmo. Lina había pasado casi todo su embarazo decorando la habitación de la pequeña, la última del pasillo, pegada a su dormitorio. Escogió un papel blanco pintado con racimos de flores azules. Junto al moisés,