El sonido de un tren en la noche. Laura Riñón Sirera
de las manos y de los pies entumecidos, las piernas me pesaban y mis zancadas eran patadas al aire. Un destello de luz a lo lejos me devolvió la esperanza. La lluvia intentaba darme un respiro y arreciaba unos minutos antes de volverse torrencial de nuevo. Clavé mis ojos en la luz parpadeante, y supliqué a quien pudiera escucharme que no fuera un espejismo. Sentí una presencia pegada a mi espalda y aceleré el paso. Una franja de cielo empezó a clarear en el horizonte, era un fenómeno extraño, imposible, y en esa claridad descubrí las sombras del perfil de varios tejados. Vida. El aire se impregnó de un aroma a salitre y a algas. Las olas rugían más allá de los tejados y la luz que había vislumbrado desde lo alto de la colina se convirtió en un farolillo junto a la puerta de una casa. Un cartel de madera parcialmente cubierto por las ramas desnudas de un matorral por fin ponía un nombre a mi destino: La Casa de La Playa. Hice sonar la campana de hierro sin mucha energía. Una luz se encendió en el interior, la puerta chirrió y una mujer diminuta apareció sonriente. Al verla, rompí a llorar.
Oh, my Ocean!, pero si estás empapada, exclamó. Me agarró del brazo y me empujó con suavidad hacia el interior. Agradecí tener un techo sobre mí, pero aún sentía la lluvia calando mis huesos. El chasquido de mis dientes resonaba junto con el chisporroteo de la leña de la chimenea hasta que el calor empezó a derretir la fina capa de humedad que me cubría. La desconocida empezó a quitarme la ropa sin que yo pudiera oponer resistencia alguna. La miré fijamente, no dejaba de sonreír y de hablar en un murmullo. Me envolvió en dos mantas, me sentó junto al fuego y se quedó inmóvil junto a mí. Aunque yo estaba sentada nuestras cabezas estaban a la misma altura. Tardé un rato en controlar los espasmos de mi cuerpo. Levanté la mirada hacia ella y me hundí en su mirada azul topacio. Posó su diminuta mano sobre mi hombro, y apretó sus dedos con suavidad. Lanzó un leño a la chimenea con una mano mientras recogía mi ropa empapada con la otra. Se movía con agilidad. Me tapó con otra manta de colores y, en un acto reflejo, hundí la cara en ella y aspiré la calidez de su aroma.
Se llevó mi abrigo hasta una puerta al otro lado del salón, y dejó un rastro de agua detrás de ella. Oí sonidos de cazuelas y cucharas en la distancia y mi estómago empezó a rugir. La puerta tras la que había desaparecido mi anfitriona volvió a abrirse y su figura regresó entre las sombras:
—Aquí tienes —dijo— este caldo tiene poderes curativos… Bebe despacio que está muy caliente, ya verás, en seguida entrarás en calor.
Flexioné y estiré los dedos varias veces antes de agarrar la taza y sonreí. Inspiré el aroma del brandy y acto seguido me abrasé los labios sin apenas mojarlos. Sujeté la taza con las dos manos para evitar que el caldo se derramara. Ella levantó el dedo índice y puso los brazos en jarras, te lo he advertido, rechistó antes de hundir un atizador en las brasas. Dio unas palmadas y sacudió el hollín de sus manos, tomó el libro que había sobre la mesa y se sentó a leer en el sofá. Agradecí la distancia que momentáneamente puso entre nosotras. La observé con la mirada de confianza que tienen los que han compartido la rutina de una larga vida. El caldo se filtró por mis huesos y consiguió que los espasmos cesaran.
—Muchas gracias —dije apenas sin voz—, estaba delicioso.
—Lo sé —añadió sin apartar la vista de su novela—. Te dije que tenía poderes curativos. Todos lo saben.
—Sí, estoy segura de ello.
Busqué a mi alrededor a alguien a quien hiciera referencia con ese «todos». Escudriñé la estancia y junto a la chimenea descubrí varios marcos con fotografías, imágenes en blanco y negro, enmarcadas y arracimadas, que se extendían por los claroscuros de la pared.
—Es mi familia —explicó con su mirada posada en la mía—, desde mis bisabuelos hasta nosotras. — ¿Nosotras?— esos de allí son ellos, mis bisabuelos, —señaló la foto más alejada— llegaron desde el este allá por el año 1880, y en ese mismo año pusieron la primera piedra de este lugar… Oh, my Ocean! —su mirada se quedó suspendida en el álbum de fotos colgado—. El año pasado celebramos el primer centenario de La Casa de La Playa. ¡Un siglo de vida!… oh… Es una pena que no te perdieras por aquel entonces… Fue una celebración memorable.
Repitió el chasquido con su lengua, se sonrió, regresó a las páginas de su novela y sus palabras se quedaron flotando entre nosotras. Bajo el peso de las mantas mi cuerpo seguía tenso. Pensé en Alicia en el País de las Maravillas, en la madriguera y en el viaje que tantas veces había leído de niña. Apenas habían pasado unas semanas desde mi huida y sentada en aquel salón me parecía estar a una eternidad de distancia de mi vida.
—Así que te has perdido —exclamó de pronto. Parecía que estuviera leyendo mi historia en su novela.
—Sí, bueno, iba a…, venía de…
—No te preocupes, no es algo habitual en esta época del año, pero a veces pasa —la miré extrañada—: No me refiero a perderse, no, la gente se pierde constantemente. Yo, sin ir más lejos, hace un par de meses me perdí cuando fui al mercado… Y eso que he crecido en las tres calles que tiene este pueblo… ¡Imagina! —Dio una palmada al aire—. Pero algunas personas creen que llegan hasta aquí por culpa de la carretera, un desvío confuso entre las montañas o algo parecido, pero eso no es cierto —la luz del fuego iluminó su rostro y habló en un susurro—: Si llegáis hasta aquí es porque el destino así lo ha querido. La casualidad no tiene nada que ver con Hats.
—¿Hats?
—Exacto, sweetie. Hats. Bienvenida a La Casa de La Playa… Un nombre muy original, ¿no te parece? —Una carcajada interrumpió su explicación—. Y justo ahí —señaló con el dedo pulgar por encima de su hombro—, se sirve la mejor comida de la costa oeste. Y no es porque lo diga yo. Pero así es.
—Ah…
—Me llamo Dolly, por cierto.
—Yo…
—Quizá sea demasiada información. Lo siento.
—No, no… es que… yo. Sophie. Me llamo Sophie. —Sentí el calor subir por mis mejillas.
—Sophie… Mmmm… Bienvenida.
No dejé de revolverme en la butaca; estaba incómoda, me incorporé y desvié mi atenciLón hacia las siluetas inertes ocultas en la oscuridad. Dos mesas de madera alargadas protegían nuestra retaguardia y, sobre ellas, varios jarrones de cristal vacíos se reflejaban en la cristalera desde la que se intuía el mar. La luz tenue iluminaba las paredes del fondo, una alacena atestada de vajilla y copas de varios colores cubría una de las paredes. El brillo de la mirada de Dolly me vigilaba en medio de la oscuridad y las sombras de las plantas se propagaban por los rincones hacia el techo.
—Parece un museo.
—Ya lo creo que lo parece —sonrió orgullosa—. Mucha gente ha estado interesada en llevarse algo de aquí, una silla, un jarrón, un cuadro… Pero no, no, no —movió el dedo índice despacio y negó con la cabeza—, aquí no hay nada a la venta. Todo esto forma parte de nuestra historia. Es nuestra historia, y así debe seguir siendo.
—Es un lugar encantador, Dolly. Es tan…
—Mágico. Sí, lo sé.
Sí. Lo sabía. Ella formaba parte de esa magia. Y no era más que un salón atestado de muebles viejos decorado con objetos antiguos y fotografías de vidas pasadas, pero la historia que pesaba sobre ellos y la luz que iluminaba la estancia lo transformaba en un escenario extraordinario. La voz de Dolly flotaba en el aire, como una suave melodía, y parecía estar recitando su discurso, aunque hablara con la contundencia del que se sabe con la razón. En ocasiones, cada vez que descubría algún objeto nuevo, regresaba a ella, pero no me atrevía a preguntar nada. Me quedaba hipnotizada con los destellos del agua marina de su mirada. Apenas tocaba el suelo con los pies y sus cortas piernas se balanceaban en el aire y la dotaban de una graciosa jovialidad y, mientras hablaba, jugueteaba con los bucles plateados de su melena. Durante el breve tiempo que duró su bienvenida me liberé de la soledad desparramada por mi cabeza y me sentí protegida por los brazos de la butaca.
De