El sonido de un tren en la noche. Laura Riñón Sirera

El sonido de un tren en la noche - Laura Riñón Sirera


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llanto inminente.

      —Así que usted es la hermana de Dolly —dije con un hilo de voz—es un placer. Me llamo… mi nombre es… Sophie. Sophie Roberts.

      —Lo sé —contestó— Sophie, la joven perdida que llegó con la tormenta… Yo soy Maggie.

      Nos dimos la mano y reaccionó a mi mirada de sorpresa hundiendo los dedos en el azul turquesa de su cabello. ¿Qué te parece?, preguntó. Sonreí y me limité a asentir. Me explicó la cantidad de mezclas que había tenido que hacer hasta conseguir el color que quería. Se teñía ella misma. Tengo un salón de belleza en mi casa, dijo orgullosa, si quieres cambiar de peinado solo tienes que decírmelo. Dolly intervino y la riñó de nuevo.

      —No a todo el mundo le gusta llevar el pelo pintado.

      —Teñido.

      —Pues eso.

      Dolly colocó su mano, cálida y suave, sobre la mía. Pero Maggie hizo oídos sordos e insistió: Puedes elegir el color que más te guste, tengo rosa, rojo, verde… Y colocó su también suave y cálida mano sobre el dorso de la mía. Comprendí de inmediato que no importaba el asunto del que hablaran, Dolly siempre estaría de un lado y Maggie del otro. En dos frases, sus conversaciones se transformaban en discusiones, les gustaba disentir en todo, aunque nunca se peleaban. Tú hazme caso a mí, concluyó Maggie, que yo de colores y de personalidades entiendo bastante, y algo me dice que ese color que llevas… entre tú y yo, no creo que le cayeras muy bien a la persona que te lo recomendó… Su contundencia me puso nerviosa, deslicé las manos debajo de las suyas y apreté una con la otra en mi regazo. Dolly dio una palmada encima de la mesa que nos hizo brincar a las tres y le recriminó a su hermana que dijera todo lo que se le pasaba por la cabeza. Mientras se enzarzaban en una nueva discusión me concentré en el ritmo acelerado de mi corazón. Maggie y Dolly eran dos estrellas de cine de otro tiempo, fatigadas por la vida y los caprichos no satisfechos. Sus conversaciones eran algo similar a diálogos ensayados y sus frases eran tan rápidas como partes de un guion que se hubieran aprendido de memoria. Si no conseguía reír con aquellos dos personajes, ya nunca volvería a reír. Dolly puso delante de mí una cesta con bollos humeantes: son de canela, dijo sonriente, los ha hecho Maggie, que no te condicione lo de su pelo, estos son los mejores bollos que has probado en tu vida, sentenció. Y con esa frase dio por terminada su disputa. El olor de los bollos me llevó hasta el tío Jack, al tío Jack le encantan estos bollos, querría haber dicho. Y ellas se habrían interesado por saber más acerca del tío Jack, y yo habría hablado sin parar, y les habría contado todo, incluso los detalles de cómo se conocieron mis padres y él. Tomé un bollo y lo dejé sobre mi plato. Di un sorbo al zumo de naranja y ellas me imitaron, con tal celeridad, que resultaron más chaladas que cómicas.

      —Perdonadme —dije mirándola a una y a otra—, pero es que sois tan, tan…

      —¿Divertidas? —La sonrisa de Maggie iluminó su cara.

      —¿Simpáticas? —Dolly imitó a su hermana.

      —Sí, eso también, pero quería decir que sois tan parecidas que a veces…

      —Bueno, claro, es que somos gemelas… Te habías dado cuenta, ¿no? —su cara de preocupación me hizo sonreír por fin.

      —Sí, Maggie —respondí—, creo que es difícil pasar ese pequeño detalle por alto. Si no fuera por tu pelo, creo que me sería muy difícil diferenciaros.

      —¡Claro!, ese es el asunto. Lo del pelo fue idea mía, ¿sabes? Dolly nunca se habría atrevido —le asestó un bocado a su bollo y esperó a tragar antes de continuar—: Yo siempre he sido la más valiente de las dos. ¿Verdad, hermana? —Dolly la miró con indiferencia y se atusó con delicadeza los mechones plateados y ondulados que caían sobre los hombros. Saboreé el bollo de canela hasta empezar a engullirlo, Maggie me puso otro en el plato junto con una generosa cantidad de huevos revueltos, mientras su hermana servía el café.

      —Come, sweetie, come todo lo que quieras. Debes de estar hambrienta después de dos días sin probar bocado. Además, estás muy flaca, mira, se te ven los huesos y todo…, el desmayo de antes seguro que ha sido por culpa del hambre.

      Paladeaba cada bocado como si se tratara del manjar más delicioso que jamás hubiera probado. Mi estómago se había encogido tanto que en seguida me sentí llena. El café tenía el mismo aroma del café que había tomado en el bar de carretera en el que paró el autobús antes de averiarse. Hasta ese momento no había pensado en lo sucedido. ¿Qué autobús, querida?, preguntó Dolly cuando les hablé acerca de ello. Por primera vez les conté cómo y por qué había llegado hasta Hats. El autobús en el que viajaba se estropeó en medio de la carretera y nos dijeron que tendríamos que esperar dos horas como mínimo hasta que llegara un nuevo vehículo. Pero ¿os echaron?, Dolly mostró verdadera preocupación. No, no, ni mucho menos, pero yo no quise esperar y me marché… No me gusta esperar. Es una suerte haber llegado hasta aquí. ¿Suerte, dice?, interrumpió Maggie. Llegar a Hats es cosa del destino, querida, no tiene nada que ver con la suerte. La misma frase que Dolly dijo la noche en que llegué.

      —¿Y hacia dónde ibas? —preguntó Maggie.

      —Seattle —respondí.

      —¿Y de dónde venías?

      —De San Francisco.

      —Oh, San Francisco, es un viaje largo…

      —Sí, lo es.

      Dolly debió de percibir mi incomodidad porque me rescató del interrogatorio; no hemos escuchado nada relacionado con el autobús, interrumpió, pero tampoco es raro, si algo sucede fuera de Hats, no nos enteramos. Vivir aquí es lo más parecido a estar en una burbuja.

      Y en ese momento, por primera vez en días, me sentí a salvo.

      Si aprietas los puños con fuerza lograrás contener dentro de ellos el miedo, decía mi madre cada vez que me despertaba con pesadillas. Y me pasé meses durmiendo con los puños apretados recordando frases de mi madre o de mi tía que ahora se habían convertido en las lecciones que me ayudarían a sobrevivir. Si no hablamos acerca de lo sucedido, decía la tía, si no mencionamos el nombre de las personas que queremos olvidar, conseguiremos borrarlas de nuestra memoria. Hasta que llega el día en el que el pasado se convierte en un mal sueño. ¿Un mal sueño? Es mi presente, ¡maldita sea! Es mi vida. ¿Cómo pretendes que haga desaparecer treinta años de un plumazo? No, no desaparecerán. Has vivido y has sobrevivido, pero ahora debes ser fuerte y debes seguir escribiendo tu historia. Es lo que ella habría querido. Es lo que ella habría querido. Es lo que ella habría querido. Es lo que ellos habrían querido.

      Continué con los puños cerrados, respondiendo a sus preguntas con monosílabos. Pero en un momento dado, bajé la guardia, y dije algo que llamó la atención de Maggie. Qué expresión tan poco corriente… La verdad es que tienes un acento muy bonito, exclamó. Enmudecí. La observé por el rabillo del ojo, tenía la mirada clavada en mis pendientes. Instintivamente me cubrí las orejas con las manos y, sin disimular mi nerviosismo, me disculpé y salí del salón a toda prisa. Al alcanzar el último peldaño de la escalera me quedé en suspenso, con todos mis sentidos puestos en la conversación que continuaba en la planta baja. Dolly insistía en que no estaba bien entrometerse en la vida de los desconocidos; no sabemos cuál es su historia y, además, parece que está asustada por algo. Eso dijo: Parece que está asustada por algo. Maggie estaba de acuerdo, pero no dejaba de repetir que el color de mi pelo era sospechoso, está hecho a toda prisa, recalcó antes de intentar imitar mi acento. Y después comenzó a enumerar los nombres de algunas ciudades dentro y fuera del país. Y esos pendientes, exclamó alzando la voz, ¿quién puede permitirse llevar unos zafiros como esos? Dolly la mandó callar de inmediato: ¡Y tú qué sabes de zafiros! Si no has visto uno nunca… Maggie continuó hablando a regañadientes, el sonido de los platos me impidió seguir el hilo de la conversación hasta que sus voces se perdieron en la cocina. Entré en mi habitación. Caminé hasta la ventana y la abrí de par en par. Quise saltar, echar a volar y dejarme llevar a otro lugar lejos de aquella casa en la que, en apenas unas horas, ya había levantado sospechas acerca de mi identidad. La


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