El sonido de un tren en la noche. Laura Riñón Sirera

El sonido de un tren en la noche - Laura Riñón Sirera


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capa de calma y de silencio. En la quietud de la madrugada, Lina se acercaba sigilosa, asomaba la cabeza por la puerta y se quedaba embelesada observando los destellos de las alas de los ángeles de papel brillante que flotaban sobre el apacible sueño de su hija.

      Los días de la pequeña se sucedían sin sobresalto, un guión que se representaba desde el alba hasta el anochecer. Mientras, ella cumplía días de vida ovillada entre sus sábanas blancas almidonadas, limitándose a arrugar los labios cada vez que tenía hambre y a contraer los músculos de la cara instantes antes de removerse en el pañal sucio. Mrs. Petty la colocaba sobre la cómoda y le cambiaba el pañal mientras tarareaba una nana en inglés o francés. Y cada vez que lo hacía, agradecía al tío Jack los dos paquetes de pañales desechables que este les había enviado desde Estados Unidos. La última novedad en su país. A usted le parecerá una exageración, doña Catalina, explicaba cada vez que la marquesa criticaba su entusiasmo, pero para alguien como yo, que me he pasado casi media vida lavando pañales, este invento es lo más parecido a un milagro.

      La pequeña Aurora salía del colegio a toda prisa para pasarse a ver a su sobrina antes de acudir a su clase de piano. Se sentaba en la butaca de Mrs. Petty y alargaba los pocos minutos que tenía sin apartar la mirada del bebé. Lina y ella se llevaban muy bien, aunque, dada su diferencia de edad, su relación era muy distinta a la que tenían sus compañeras de clase con sus hermanas mayores. El padre de ambas murió cuando Aurora tenía tan solo tres años. Apenas se hablada de ello en casa. Las niñas apretaban los dientes cuando les invadía la pena de su ausencia y su madre se limitaba a murmurar su resignación.

      Durante los primeros meses de vida de Clementina, Lina se despertaba cada noche sobresaltada con el rostro de su padre merodeando por sus sueños. Se concentraba en los días inolvidables que vivió a su lado, pero la escena del día en el que recibió la noticia de su repentino fallecimiento eclipsaba cualquier otro recuerdo. Sus pesadillas se convirtieron en un enigma oculto en su memoria del que no podría liberarse hasta que no fuera resuelto. Se visualizaba entrando en el despacho de la directora del internado y paseaba la mirada por el cielo plomizo que se veía a través de los enormes ventanales. Llevaba un vestido color verde esmeralda. Sus cuerdas vocales temblaban cada vez que intentaba hablar. Hemos recibido un telegrama, la voz de la directora retumbaba en las paredes de su cabeza, se trata de su padre… Ha habido un accidente. Lo siento. Debes regresar a Madrid. Cuanto antes. Un avión. Tu madre. Lina se desplomó en el suelo. La vida no siempre es justa, susurró la directora arrodillada junto a ella. No temas, todo irá bien. Catalina Amat abandonó Oxford aquella tarde y nunca regresó. «La vida no siempre es justa.»

      Durante el viaje de regreso a casa no dejó de pensar en la última conversación que había mantenido con su padre y escuchó su voz como un eco lejano: «Yo hablaré con tu madre y lo solucionaré. No te preocupes.» Pero era incapaz de recordar por qué su padre dijo eso ni qué era lo que tenía que solucionar. ¿Realmente hablaría con su madre o volvería a dejarla al margen del asunto?

      Cuando el coche paró frente al edificio, Lina alzó la mirada hacia los balcones de su casa. Durante una décima de segundo borró lo sucedido de su cabeza y vio a su padre apoyado en la barandilla de la terraza del salón, con la cara de satisfacción que se le ponía cada vez que encendía uno de sus habanos y agitando su mano en el aire. «La vida no siempre es justa.» Nada más cruzar el umbral de la puerta se topó con una multitud de rostros grises y serios, y sintió una punzada de esperanza que se desvaneció de inmediato. Su padre, su aliado y confidente, no saldría a recibirla. No se abrazarían, ni él bromearía acerca de su nuevo peinado. El regocijo que le provocó su leve recuerdo se evaporó cuando unos y otros empezaron a abrazarla y a sollozar palabras que no tenían sentido alguno para ella. Caminó entre la multitud con una sonrisa fingida de agradecimiento y, al llegar frente a su madre, sus rodillas se bloquearon y se quedó paralizada. La Rencorosa no se levantó de la butaca roja —en la que llevaba horas sentada—, levantó la mirada hacia Lina y sus ojos brillaron en la oscuridad. Su cuerpo había empequeñecido bajo el vestido de encaje negro, y la piel nívea de su cara era de un color cetrino apagado. Lina clavó los ojos en las manos de su madre. Tenía los dedos largos y finos y cuando gesticulaba un aura de elegancia se posaba sobre ella. Pero sus manos también habían desfallecido, y ahora parecían dos viejas ramas secas enredadas sobre su regazo. Madre e hija aguantaron la mirada durante la eternidad de un segundo y se abrazaron en silencio. Una tregua que ambas se concedieron para satisfacción del difunto. Envueltas la una en la otra, se despidieron de la única persona capaz de tejer la red que pudiera mantenerlas unidas.

      Los días que siguieron al luto el silencio reinó en la casa. La tierra no dejó de temblar bajo los pies de Lina, y daba igual dónde estuviera porque la tierra volvía a sacudirse. Era imposible no caer en los agujeros que aparecían en el suelo, y cuando conseguía escapar tardaba poco en volver a caer. Solo podía dejar pasar los días abandonándose a la autoindulgencia y a la nostalgia. Los días se alargaron hasta que su vida, el internado y sus amigas, desapareció de su horizonte. Aurora la necesitaba ahora a su lado y Lina invertía grandes esfuerzos para que su hermana fuera feliz. Le contaba historias del padre al que apenas conoció, y magnificaba sus hazañas para que la pequeña le recordara como el héroe que había sido para ella. Inventaba relatos que arrastraban a Aurora por un mundo de fantasía que quiso creer real. Mariposas de colores y burbujas de jabón, estrellas fugaces y golondrinas bailando en el cielo… La vida contada con la belleza con la que su hermana mayor era capaz de ver el mundo. Y años después, convertida ya en una joven adolescente, Aurora recuperó aquel mundo que Lina había inventado solo para ella y se lo regaló a Clementina. Así fue como se creó entre tía y sobrina un vínculo que sería indestructible, y Aurora asumió el papel de hermana mayor y protectora de Clementina.

       2

      Desde mi asiento de la última fila apenas podía ver qué sucedía. Delante de mí los pasajeros alargaban el cuello, y sus cabezas, cubiertas con pelo alborotado o con gorros de lana, asomaban por encima del respaldo de los asientos y se ladeaban hacia las ventanas. El murmullo era cada vez más fuerte. Un bebé rompió a llorar. La oscuridad impenetrable del exterior se iluminaba con los relámpagos que atravesaban las nubes negras. Una lluvia torrencial caía sobre nosotros y el viento zarandeaba las copas de los árboles como si estuvieran sostenidas por frágiles ramas. Una luz tenue se encendió en el techo del pasillo y la oronda figura del conductor apareció junto a la entrada. Explicó lo sucedido a voz en grito, aunque sostenía un micrófono en la mano. El murmullo cesó de inmediato, algunas cabezas volvieron a acomodarse en los respaldos de los asientos y el conductor, ataviado con un chubasquero brillante, descendió del autobús acompañado por un joven con aspecto de boxeador que se levantó de las primeras filas.

      Un murmullo se quedó suspendido en el aire. Las voces gruñían entre la queja y la resignación. Podría haber sido peor, así que demos las gracias, bramó una voz grave. El bebé dejó de llorar. El conductor regresó con cara de circunstancia. No podremos continuar, explicó, llamaré por radio de inmediato y con un poco de suerte en dos horas llegará otro vehículo. Algunos pasajeros empezaron a alterarse y el joven con aspecto de boxeador, aún cubierto con el chubasquero brillante, pidió calma; hemos estado a punto de chocar con un ciervo, dijo, y si no llega a ser por la habilidad de este buen hombre, podría haber sido peor. Amén, exclamó la voz grave. El maletero se abrió para que cada cual recogiera sus objetos personales. Unos y otros se refugiaban en los paraguas que iban cambiando de manos. Llevo más de veinte años tomando este autobús y nunca me había sucedido algo parecido, le contaba una señora de pelo blanco a la joven que viajaba a su lado. Yo es la primera vez que voy a Seattle, respondió esta. Sorteé los paraguas, cogí mi mochila y me alejé de allí.

      Caminé en dirección norte bajo la lluvia durante largo rato, el viento había amainado y las copas de los árboles se sacudían ligeras. Cada cincuenta pasos una farola iluminaba la solitaria carretera. Mis pies chapoteaban dentro de las botas y apenas podía sortear los charcos que se multiplicaban en el arcén. Escuché búhos ulular y lobos aullar. O quizá no fueran más que sonidos inventados por mi incertidumbre. No sentí miedo. Me guiaba gracias a las farolas, convertidas en migas de pan que alguien hubiera dejado para mí. Llegué a un


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