El sonido de un tren en la noche. Laura Riñón Sirera
semidesnuda y encogida bajo el edredón, replegada sobre mis músculos agarrotados. Horas después Dolly me contaría que había intentado despertarme cuatro veces; entró sigilosa y se quedó a los pies de la cama esperando hasta que hiciera algún ruido o movimiento inconsciente que le diera indicios de que estaba viva. Repitió mi nombre varias veces. Sophie, Sophie, insistía alzando la voz… ¡Sophie!, gritó por fin.
Salté desde mi letargo y clavé las rodillas en el colchón, el edredón voló ligero sobre mí y me quedé desnuda frente a la cara de sorpresa de aquella desconocida que escondió la mirada detrás de sus manos, liberó un grito ahogado y salió tan acelerada que tropezó consigo misma. ¡Ay, caramba!, exclamó desde el otro lado de la puerta. ¡Vaya golpe me he dado!, ¡qué torpe soy!
Intenté encontrarme entre las desconocidas paredes de la habitación. Perdona, querida, no quería asustarte, pero ya han pasado más de treinta horas… Y no sé si estás bien o si necesitas alguna cosa… Dolly no dejaba de hablar, su voz era un murmullo de disculpas, y yo apreté los ojos con fuerza y empecé a llorar en silencio. Apenas podía respirar. Estaba aterrorizada. Las imágenes desenfocadas de una realidad que no reconocía sobrevolaron mi duermevela y me convertí en espectadora de mi propia ficción. Escenas confusas y voces familiares que se sucedían a cámara rápida. El sobre marrón, los zapatos rojos asomando por debajo de la puerta, el color del atardecer desde la ventana de un avión, mis mechones de pelo rubio desperdigados por el suelo, las botas chapoteando en los charcos, el caldo caliente abrasando mi lengua… El océano oculto en la noche cerrada. Me levanté de un salto y noté cómo todo daba vueltas a mi alrededor. Olvídalo todo. Clavé los dedos en mi pecho. No puedo respirar. No puedo respirar. ¿Me estoy muriendo? Por fin voy a descansar. No puedo respirar, no puedo respirar…
El tintineo de una campana sonó a lo lejos.
—¡El desayuno está listo!
—Qué… quién…
No se trata de ser fuerte, sino de aceptar el destino que la vida ha elegido para nosotras. Aunque no puedas verme, yo estaré siempre a tu lado. Nunca te abandonaré. Pase lo que pase.
Mis muñecas se tambalearon, pero conseguí ponerme en pie durante unos segundos. La habitación empezó a girar a mi alrededor. Las lágrimas de cristal de la lámpara brillaban como estrellas fugaces, y un intenso zumbido estalló dentro de mi cabeza antes de que todo se volviera negro.
—Shhh… No grites tanto que no está sorda.
—Pues parece que sí, porque llevamos aquí más de diez minutos y no se ha inmutado… Dale unas palmaditas en la cara, espera, voy a por un vaso de agua.
—Sí, es buena idea, trae un poco de agua… ¿Sophie?, vamos pequeña despierta…
—Súbele las piernas… El otro día explicaban en un documental que cuando te da una libido lo mejor es subir las piernas…
—Qué tonterías dices, Maggie. ¿Cómo te va a dar una libido? Será una lipotimia, hija, li-po-ti-mi-a.
—Pues eso, pero tú me has entendido, ¿no? —Las voces sonaban como un eco lejano—. Toma el agua, Dolly, ya verás como esto funciona, échasela por encima…
—Pero ¿¡tú también te has dado un golpe!? De verdad te lo digo, Maggie, si pensaras un poco antes de hablar. Porque tienes unas ocurrencias…
—¡Ay, mujer!, no te pongas tan dramática, que solo era una idea. Y, para que lo sepas, en las novelas despiertan así a los que se desmayan, cogen un vaso de agua y… ¡Zas! Y funciona, ¿eh? Despiertan de inmediato, algo atontados siempre, eso sí… La de cosas que se pueden aprender con los libros, ¿no te parece?
—Sí, sí, una barbaridad de cosas… A ver, sweetie —El agua fría empezó a correr por mi paladar seco— vamos Sophie, haz un esfuerzo…
—Eso Sophie, haz un esfuerzo, que hoy hace un día precioso, mira qué cielo tan azul, mira qué luz, mira qué… ¡Ay, Dolly!, no me mires así, a lo mejor le pica la curiosidad y abre los ojos… Perdone usted doctora, ya veo que lo tienes todo controlado.
—No tengo nada controlado, Maggie, pero ya me dirás qué sentido tiene que le digas a la pobre chica que hace un día bonito, si ni siquiera puede abrir los ojos, ¿no ves qué está inconsciente?
—¡Pues por eso se lo digo! Si le decimos que hace un día bonito, nos escuchará en sueños y pensará: ¡Uy!, pues a ver si es verdad, y abrirá los ojos para verlo…
—Virgen del Océano…
Permanecí consciente el tiempo que duró la rocambolesca escena interpretada por las hermanas y, cuando las conocí más, tuve claro que aquella conversación fue tan real como la recordaba. Apenas tenía fuerzas para hablar ni para parpadear, hasta que la curiosidad pudo con mi agotamiento y abrí los ojos. Una luz brilló como un destello al otro lado de la ventana. ¡Sophie!, gritaron al unísono. Me sentí extraña en los brazos de unas mujeres a las que ni siquiera reconocía. Shhh, tranquila, sweetie, no te asustes, solo ha sido un golpe de nada… Vamos Maggie, ayúdame a levantarla. Fue entonces cuando la dueña de la voz más cómica empezó a tirarme del brazo con fuerza. ¡Pero no seas animal, que la vas a descoyuntar!, exclamó la otra, la miré y reconocí su cara. Recordé la noche de la tormenta. Y el autobús. Desvié la mirada hacia el cielo azul. Dolly le asestó una colleja que hizo que me soltara.
—¡Ay!
—¿No ves que la chica está aturdida? Y tú venga a tirar para arriba…
—¿Para dónde quieres que tire? ¿Para abajo?
—Para ningún lado, Maggie, quiero que te quedes un momento calladita y quieta…
Discutían sin perder de vista mis movimientos. Me fijé en sus caras, eran como dos gotas de agua. Intenté incorporarme para evitar que siguieran riñendo. Ellas me imitaron, retrocedieron dos pasos y se acercaron la una a la otra después de intercambiar un gesto cómico. ¡No es que veas doble!, ¿ves?, acercaron sus caras, es que somos gemelas. Esbozaron una sonrisa idéntica. El azul de sus ojos brillaba con tal intensidad que no pude mantener su mirada. Intenté atrapar el aire con las manos para sostenerme y agarrarme a un punto fijo, pero terminé abrazándome a mis rodillas y un repentino llanto brotó de mi garganta. Aguardaron en silencio, me dieron unas palmadas de consuelo en la espalda, o quizá no…, quizá se vieran desbordadas y salieran de la habitación. Creo que se quedaron. Sí, estoy casi segura.
Cuando vivimos algo por primera vez, los detalles se quedan grabados en nuestra mente, aunque a lo largo de los años apenas pensemos en ellos. Durante ese primer encuentro, ya se trate de una persona o de un lugar, despierta en nosotros una emoción desconocida que aguardará paciente, dormitando en un recoveco de la memoria hasta que, tiempo después, un detalle más o menos insignificante conseguirá despertarla. Imágenes, olores o sonidos que, aunque apenas tengan un segundo de vida, se quedan atrapados en nosotros. Porque es imposible escapar del recuerdo de las primeras veces. Después, las rutinas se acumulan a toda prisa y la emoción de la novedad se esfuma con la misma rapidez con la que nos invadió y, pasados los años, tan solo sobreviven unas cuantas anécdotas que incluso llegaremos a reescribir para crear una historia diferente a la que vivimos. Para intentar olvidar. Fingir que nunca sucedió. Engañarnos. Pero hay momentos que se pegan a nuestra piel como una gasa húmeda y crean una realidad paralela. Momentos que marcan la diferencia y que, ante la incertidumbre, son la prueba de que estuvimos allí.
Los peldaños de nogal de la escalera brillaban y chirriaban a cada paso. El aire era húmedo y su aroma a salitre se mezclaba con el olor de la leña y la madera. La luz blanca de la mañana entraba por el ventanal junto al que aguardaban las dos hermanas. Reconocí la butaca en la que me acurruqué durante la noche de la tormenta, acaricié con la yema de los dedos la manta que aún colgaba de su respaldo. Las flores frescas de los ramos se abrían en los jarrones de cristal y sus tallos se doblaban sobre la mesa. Y las fotografías, bañadas por la luz del día, ahora mostraban un pasado más cercano. La mirada centelleante de las hermanas me perseguía por el salón. Buenos días, musité antes de sentarme junto