El sonido de un tren en la noche. Laura Riñón Sirera

El sonido de un tren en la noche - Laura Riñón Sirera


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cuneta; y, la tercera, cuando se enteró de la identidad de los fallecidos. Los Marqueses de Azahar, exclamó alguien a voz en grito, y el camionero tuvo que apoyarse en uno de los agentes para evitar caer al suelo de nuevo y, con la voz entrecortada, habló del fuerte olor a azahar que desprendía la nube de humo tras la explosión, los agentes intercambiaron gestos de incredulidad, uno de ellos leía en voz alta las notas que iba tomando en su libreta. Naranjas y clementinas desperdigadas en el lugar del accidente, recalcó. Y todas las miradas se volvieron hacia la carretera.

      En la comisaría el camionero repitió su testimonio hasta cinco veces y, salvo por la fuerza que fue perdiendo su voz, fue siempre el mismo. Describió con detalle la secuencia de los hechos una y otra vez, mientras su mujer aguardaba paciente en la sala de espera de la comisaría. Salieron de allí casi al alba, sentados en el asiento trasero de un coche de policía. No cruzaron una sola palabra hasta llegar a su casa. Durante el desayuno vaciaron en silencio una cafetera y, después de darle muchas vueltas, el camionero decidió que no hablaría con nadie de lo único que no mencionó en ninguno de los interrogatorios. Ni siquiera se lo contaría a su mujer, aunque durante muchas noches despertaba sobresaltado al recordar la imagen del cigarrillo escapando de los dedos del conductor y cayendo a cámara lenta sobre un charco de gasolina. De qué serviría, se decía, qué necesidad había de que su hija creciera sabiendo que quizás, si aquel cigarrillo no hubiera estado encendido el fuego no habría convertido sus cuerpos en ceniza. Para qué dar vida a una esperanza calcinada.

      De haber sabido que aquel día estaría de luto en los próximos calendarios de su vida, Clementina no les habría pedido que fueran a verla actuar, o habría decidido pasar el verano con ellos en lugar de marcharse de campamento con sus amigas. Entonces ella también hubiera fallecido en aquel accidente, y deseó tantas veces que así hubiera sido, que durante meses se buscaba en los espejos con la única esperanza de no verse reflejada en ellos. Comenzó a fantasear con la idea de convertirse en alguien diferente y encajar en otra vida sin añoranzas ni recuerdos a los que regresar.

      De haber sabido todo lo que no iban a poder contarle, sus padres habrían dejado escritas en un cuaderno las respuestas a todas las preguntas que ella querría haberles hecho a lo largo de su vida. De haber sabido que no dispondría de tiempo para despedirse, Lina incluso le habría explicado las razones por las que ella y la Rencorosa empezaron a odiarse. Después, seguramente, se reirían juntas. Es pasado. Y nada tiene que ver contigo, le diría a su hija una y otra vez. Y entonces cambiaría de tema. Y hablaría de los cuentos de hadas y del amor: Cuando conozcas a esa persona lo sabrás, le habría dicho, no pierdas el tiempo intentando encontrar las razones por las que ese hombre podría ser bueno para ti, porque no tendrás tiempo para pensar en ello. Cuando te mire por primera vez el mundo se tambaleará bajo tus pies, y esa caída libre será lo que te indique que él es el adecuado. Y cuando hubiera terminado su relato acerca del príncipe encantado, Lina alargaría el silencio con el recuerdo flotando en su memoria, y su hija se quedaría inmóvil, con la mirada clavada en los nudos celestes de la alfombra de su habitación. Habría querido indagar acerca del momento en el que el suelo osciló bajo los pies de su madre, pero Lina insistiría en hablar solo de futuros y de abandonar los pasados en el lugar al que pertenecían.

      Si alguien le hubiera contado cómo se iban a suceder los meses después del accidente, Clementina habría suplicado ser otra persona, vivir lejos de Madrid y de aquella casa que ya no volvería a oler a hogar. Escapar del sonido de su propio nombre. Habría elegido ser invisible para pasear entre la multitud y escuchar el murmullo de sus voces sin ser descubierta. El maldito foco que invadía sus días y que la perseguía allá adonde fuera para inmortalizar cada uno de sus gestos se habría fundido, y su tristeza no volvería a ser retratada por nadie. Lina habría inventado una historia para evitar la rendición de su hija y le habría prometido que siempre estaría cerca de ella. Habría aprovechado los silencios del duermevela de Clementina para colarse en sus sueños y para suplicarle que no se rindiera, y que saliera de la oscuridad que se había desplomado sobre su existencia.

      Si aprendes a estar sola no tendrás razones para tener miedo, le había dicho su madre una noche de tormenta. O quizá solo lo soñara. Pero, a lo largo de los años, sus palabras se propagaron como un eco del que Clementina no podría escapar.

       6

      No paró de llover durante cuatro meses. El cielo despertaba encapotado y apenas vi su azul en ese tiempo. Cuatro meses grises sin más luz que la de la bombilla amarillenta de lámpara de la mesilla de noche. Mi piel se volvió de un color cetrino, y dos sombras oscuras se hundieron bajo mi mirada. Los recuerdos se colaban por las rendijas de las ventanas, evocados por un olor, una palabra o una canción tarareada en otro tiempo, y se quedaban suspendidos sobre mi letargo. Desarrollé una magistral habilidad para espantarlos. Cuando aparecían me decía: Jazmín. Y visualizaba un jazmín enorme cubierto de flores, inspiraba su aroma, y me concentraba en la perfección de sus idénticas formas. No hay nada tan hipnótico como dejarse envolver por su aroma y observar sus frágiles ramas suspendidas en el aire, es imposible mostrarse impasible ante su presencia. El jazmín es la flor de mi infancia. El jardín de Maggie estaba lleno de plantas, pero no tenía ningún jazminero, cuando le dije que era mi flor favorita, plantó uno para mí. Fue el primer regalo que me hizo. Y me comprometí a regarlo cada día, esa fue su manera de hacerme salir de la habitación. El día que brotó la primera flor recuperé algo parecido a mi sonrisa.

      A Maggie le gustaba sorprender y agradar a los demás. No concebía que los días pasaran desapercibidos en los calendarios. Hay que celebrar, decía siempre, incluso cuando no haya nada que celebrar, hay que inventar una excusa. Solo perdía la paciencia cuando intentaba sonsacarme información acerca de mi pasado. Estuve a punto de caer en su trampa en cierta ocasión, y las verdades casi salieron despedidas de mi boca.

      Olvídate de ti. No existes. Olvídate de ti. No existes.

      La mañana en la que decidí salir de mi habitación me topé con Maggie y Dolly paradas en medio de la escalera. Cuchicheaban acerca de algo —relacionado conmigo, posiblemente— y, al verme, levantaron la cabeza, sonrieron y se miraron. Descendí tras ellas. Me sumergí en el aroma de la chimenea que flotaba en el salón, pero la humedad ya apenas se sentía en el aire. Acababa de entrar en la primera primavera de mi nueva vida. Dolly se detuvo junto a la puerta de la entrada, descolgó varias prendas de la percha, y me tendió un gorro de un amarillo tan brillante que no pude sostener la mirada mucho tiempo.

      —Es de pesca —aclaró Maggie asomando la cabeza por el agujero del plástico trasparente que le cubría el cuerpo entero—. Son feos, pero son los mejores para este tiempo. —La luz blanca entraba por las ventanas—. No te dejes engañar por el sol y escucha el mar. El mar nunca miente —sentenció.

      No entendía nada, pero obedecí, me puse un chubasquero como el suyo, y apreté el gorro amarillo. Nada más cruzar el umbral de la puerta un velo húmedo se posó sobre mi cabeza, las gemelas me miraron de reojo y acto seguido me calé el gorro hasta los ojos.

      Fue el primer día que pasé por el lugar en el que me había escondido. Ni siquiera me había molestado en averiguar cómo era aquel pueblo más allá del jardín en el que el triciclo seguía oxidándose. Dejamos detrás de nosotras La Casa de La Playa y llegamos hasta una calle solitaria. Las luces de varios semáforos suspendidos por unos cables cambiaban de color, para controlar un tráfico invisible, y el rugido de las olas sobrevolaba los techos de la fila de casas que bordeaba la línea de la playa. El escenario que descubrí aquel día, rodeada por las fachadas que se levantaban a nuestro paso, tan pulcras y perfectas, y la calma en la que caminábamos me pareció tan poco creíble que apenas presté atención a la conversación de las gemelas hasta que Maggie apretó mi brazo. Escucha, escucha, me ordenó con la mirada clavada en su hermana. Dolly estaba hablando de sus bisabuelos, los de la fotografía de casa, ¿recuerdas?, me preguntó. Y se colgó de mi otro brazo. Cada vez que Dolly quería asegurarse de que tenía mi atención se colgaba de mi brazo. Y así fue como, por la idílica quietud del entorno y el increíble relato que escuché por primera vez, descubrí el pueblo de Hats.

      Escoltada por las gemelas, fui testigo de una de las historias reales más fascinantes


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