El sonido de un tren en la noche. Laura Riñón Sirera
joven matrimonio, El Castillo, balbuceó la pequeña apuntando a la estrecha torre desde la que se atisbaba el horizonte azul del Mediterráneo.
Apenas a un kilómetro de distancia de allí, atrapado en un tiempo pasado, se encontraba el huerto que antaño había pertenecido a la familia de Lina. Frente al viejo secadero de la casa de sus suegros Jaime mandó construir una piscina con forma de haba, y trasplantaron algunas palmeras alrededor para que durante el día hubiera sombras en las que guarecerse. En la parte trasera levantaron una pérgola que cubrieron con hojas de parra y allí se reunían en torno a las paellas cocinadas por Jaime, y los más pequeños luchaban por conseguir la última cucharada de socarrat.
Durante los días en El Castillo la vida se ralentizaba. Las normas se desperdigaban por el camino a medida que el vehículo se acercaba a la costa y a todos les invadía una idéntica sensación de libertad. Nada más cruzar la verja de la entrada, Clementina y Jacobo se descalzaban en el asiento trasero y saltaban del coche para restregar sus pies en la hierba mojada y correteaban bajo la luz transparente y reían a carcajada limpia. Tanto para ellos como para sus padres los veranos eran lo más parecido a tener una vida normal en la que podían gozar de cierta libertad.
Jaime y Lina les dedicaban a sus hijos casi todo el tiempo libre del que disponían. Los protegían de las cámaras y de los medios que tanto se interesaban por retratar cada uno de sus pasos. Son invisibles, gruñía Lina entre dientes cuando algún fotógrafo los abordaba, y así fue como los dos hermanos aprendieron a traspasarlos con la mirada y a fingir la sonrisa. La relación entre Clementina y Jacobo era como la mayoría de las relaciones fraternales. Se odiaron y se quisieron como solo los hermanos son capaces de hacerlo. Admiraban en secreto las virtudes del otro y se jactaban de sus defectos. Se defendieron y acusaron después de cometer cualquier fechoría, confesaron secretos que jamás desvelaron a nadie y, con el paso de los años, se convirtieron en los mejores amigos.
Durante un tiempo, Clementina fue la única hija del grupo de amigos de sus padres. Escuchaba con atención cuando estos hablaban, analizaba cada detalle, y sus conclusiones eran recibidas con una carcajada entre el divertimento y la condescendencia. Pero lo que de verdad le gustaba hacer a Clementina era observar a su madre; imitaba sus gestos y disfrutaba descubriendo las miradas de admiración de los que la rodeaban. Cuando se atrevía a compartir sus inquietudes acerca del futuro con Mrs. Petty, la niñera respondía unas veces con orgullo y en otras ocasiones se sonrojaba y simulaba enfadarse.
—No tengas tanta prisa por crecer —refunfuñaba—. Cuando te haces mayor ya no hay marcha atrás y, como te descuides, un día descubrirás lo rápido que ha pasado el tiempo.
—Lo dices porque tú eres mayor y puedes hacer lo que quieras.
—No, lo digo porque yo también fui niña y ahora sé que la infancia es uno de los mejores lugares en los que podemos vivir. —Mrs. Petty se sentaba en la mecedora y la pequeña reptaba hasta su regazo—. Piensa que esto es algo así como el ensayo más importante de tu vida.
—¿Cómo en una obra de teatro?
—Exacto. Es el ensayo de tu obra de teatro. Así que presta atención a este momento, pequeña, y disfrútalo lo mejor que puedas, porque ahora estás dando forma al molde en el que deberás encajar el resto de tu vida.
Clementina se divertía parloteando con Mrs. Petty, aunque muchas de sus palabras se filtraban en su memoria y se perdían en el olvido. Pero cuando Mrs. Petty hablaba, conseguía que todo pareciera un cuento al que Clementina regresaba los años siguientes. Fue la niñera quien le descubrió las historias de las heroínas de la literatura que la pequeña terminaría convirtiendo en sus referentes. Con Ana de las Tejas Verdes, Clementina compartía el color de su pelo, aunque este se hubiera transformado en rubio al poco tiempo de nacer. Tengo espíritu de pelirroja, decía. Con Jo March, su pasión por los libros, por alejarse de lo que los demás llamaban normalidad y por crear mundos imaginarios a los que escapar. Y su admiración por Jane Eyre era muy diferente, más respetuosa, como si temiera acercarse demasiado a ella. Quizá su instinto le advirtiera del inevitable futuro que compartiría con la heroína. Y así fue como los libros se convirtieron en el único refugio en el que se sentía a salvo.
Clementina siempre se quejaba de la imposibilidad de llevar el mismo uniforme escolar que su hermano al colegio. Y si un niño se atrevía a mirarle las piernas, le asestaba un puntapié de inmediato. En una ocasión, cuando ya había cumplido los catorce años, uno de los chicos que acudía con su pandilla a la puerta de su colegio para ver salir a las chicas, tuvo la fatídica idea de bromear con ella y con su falda, Clementina se giró hacia él con la mirada encendida y su patada voló hasta la entrepierna del zagal que no tuvo tiempo de reaccionar; puso sus manos sobre entrepierna, se encogió y cayó al suelo como un saco de patatas. La expresión de dolor se congeló en su rostro y dos lagrimones rodaron por sus mejillas encendidas. Una de las maestras presenció la escena desde la puerta, se abrazó a su rebeca negra y corrió hacia ellos. Clementina mantuvo su mirada clavada en su víctima hasta que se desprendió del susto y gruñó: ¡Y no vuelvas a levantarme la falda! Horas más tarde, Lina recibió la llamada telefónica de la madre del joven, a aquella mujer no le importó lo más mínimo dirigirse a una marquesa; sapos y culebras le salieron disparados de la garganta y Lina apenas pudo articular palabra durante la conversación. Clementina aguardaba en el umbral de la puerta, con la mirada interrogante clavada en su padre y mirando de reojo la transformación que estaba sufriendo el rostro de su madre con el auricular del teléfono pegado a su oreja. Lina se giró hacia ella en varias ocasiones y le lanzó miradas incendiadas. Después de colgar, la pequeña arrastró los pies y se adelantó un poco. Se quedó plantada en medio de la estancia, con la cabeza agachada y los brazos enlazados en la espalda. Escuchó cómo su madre relataba los hechos que ella había protagonizado. Odiaba que los demás contaran algo que ella había vivido en primera persona y siempre terminaba corrigiéndolos. Aquel día optó por callar. Jaime atendía sin mediar palabra, con una expresión de sorpresa en la mirada y una sutil sonrisa en sus labios.
—El niño está bien —aclaró Lina— solo ha sido un susto. ¡Pero eso no te librará de tu castigo, jovencita!
Clementina continuaba inmóvil, con el cuello tenso y cada vez más erguido, hasta que estalló en un grito:
—¡Me ha levantado la falda delante de todo el mundo!
—¿Cómo? —Jaime saltó del sofá—. Ese miserable… ¿quién es? ¿Cómo se llama?— Lina acababa de perder la batalla con su hija.
—Son cosas que pasan —dijo— es mejor dejarlo estar. Pero no puedes comportarte así, Clementina—agregó, señalándola con el dedo— ya eres casi una mujercita y no olvides que tienes un nombre que respetar…
Clementina torció su gesto y atrapó la cólera en el estómago. La realidad era que prefería dar patadas a un balón antes que acudir a clases de ballet, y leer cuentos de aventuras en lugar de jugar con los tacones de su madre y, cuando se enfadaba, se dedicaba a hablar en inglés con todo el mundo. Con las sirvientas; con el chófer; con Marcelino, el panadero; e incluso con su profesora de francés… Insistía en emplear este idioma, sobre todo con las personas que tuvieran un conocimiento nulo del mismo. Para Jacobo, su hermana era lo más parecido a una heroína. Siempre estaba pegado a su espalda e imitaba con torpeza sus gestos y repetía sus palabras como un papagayo. Pero cuando la desesperación llevaba a Lina a castigar a su hija, la pequeña se recostaba sobre la cama y se pasaba las horas con un libro entre las manos. Se volcaba tanto en las historias que leía, que las transformaba en su realidad. Horas después se sentaba a la mesa del comedor convertida en uno de los personajes elegidos; una aventurera, una mendiga, un hada o en cualquier otro personaje. Siempre conseguía arrancarle una sonrisa a su padre y antes de llegar al postre, la reconciliación sobrevolaba los platos. Entonces Jacobo hacía lo mismo que ella y se metía en la piel de los dibujos del último TBO que su padre le hubiera comprado en el quiosco. A ver si un día te da por convertirte en Carpanta, hijo, le decía su madre mientras le troceaba su filete en diminutos pedazos que él acumulaba en el moflete hasta la sobremesa.
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