El sonido de un tren en la noche. Laura Riñón Sirera
y alejado del que estaba pisando.
Los charcos se alargaban por el jardín de la parte trasera de la casa, y las hojas secas salpicaban el entorno. Debería haber optado por ser como el personaje de aquella novela de McCullers y ser muda… Había tantas cosas que no había planeado. Tenía el dinero suficiente para mantenerme con vida hasta los cien años, y la documentación que necesitaba para estar a salvo. Si lo hacía bien, no levantaría sospechas. Y, además,estaba a miles de kilómetros de distancia de cualquier rostro conocido. Pero había olvidado planear algo tan sencillo como justificar el porqué de mi acento o cómo una joven con mi aspecto de vagabunda podía llevar unos zafiros como los míos. Me recriminé entre dientes. Y me quedé quieta, enmudecí en mi propia soledad. Y entonces oí un silencio que nunca antes había escuchado. No era ausencia de ruido, sino que era algo más parecido a la quietud absoluta de la ausencia de vida. Llené mis pulmones de aire, conté hasta diez. Me llamo Sophie Roberts. Me llamo Sophie Roberts. Y el silbido de mi nombre llenó el silencio.
Pasé días, incluso semanas, encerrada en mi habitación. El amanecer y el anochecer se sucedían a través de la ventana sin que entre ambos pasara el tiempo. Las hermanas se limitaban a traerme comida y a cuchichear detrás de la puerta y yo solo articulaba palabra para darles las gracias. Hubo muchas noches de tormenta. Truenos y relámpagos que llenaron mis insomnios. Amaneceres limpios y cielos malva. La soledad de mi escondite escapaba por la ventana y envolvía todo lo que rodeaba la casa. El triciclo abandonado del jardín era la única señal de que, en un tiempo pasado, quizás, la vida había palpitado cerca de La Casa de La Playa. Apenas quedaban restos del rojo original en su manillar oxidado y una de las ruedas traseras estaba torcida y se tambaleaba con la fuerza del viento. Pasaba las horas con la mirada fija en él, rememorando las tardes de carreras por el pasillo largo y oscuro de nuestra vieja casa. Y la voz de mamá gritando desde el salón. Y el aroma a bizcocho y a chocolate caliente. Los recuerdos afloraban con el silencio y con la luz del atardecer y yo me cobijaba en ellos. Era la única manera que tenía de regresar a mi hogar.
Fue entonces cuando la soledad dejó de ser una amalgama de letras y de silencios para transformarse en un vacío profundo e insaciable. A pesar del tiempo que ha pasado, aquel momento está tan vivo en mi recuerdo como lo están todas mis primeras veces. Tras varios días de tormenta, los silbidos del viento y el sonido de las olas lejanas dejaron de atosigarme. El silencio invadió todos los recovecos de mi guarida y la luz del sol impregnó el aire de naranjas y ocres. Era un lugar diferente. Si aprendes a estar sola no tendrás razones para tener miedo. La soledad de la que hablaba mi madre no desaparecía encendiendo la lámpara del pasillo al acostarme, ni escuchando una voz familiar al otro lado del auricular. La soledad real es lo que queda cuando nada de eso existe y tu vida se queda flotando, sin un punto fijo al que agarrarse. Mamá se refería a las noches en las que los verdugos de la emoción aguardan a que los miedos empiecen a acomodarse en la oscuridad… Los amaneceres no son buenos anfitriones para las almas rendidas, es mejor aparecer en la noche, debe de pensar la soledad. Mejor la noche y su silencio. Mejor la ausencia de colores y de brillos. Mejor el vacío. No se trata de no poder hablar o de no abrazar a un ser querido, sino que es algo que nos eleva y nos arrastra más allá de lo terrenal, una fuerza asfixiante de la que solo se puede escapar desapareciendo para siempre. Pero yo había prometido no rendirme, había prometido mantenerme con vida y borrar cualquier para siempre de mi futuro. Hay tantas cosas que no nos enseñan. Tantas lecciones que debemos aprender por nuestra cuenta que, de pronto, un día nos encontramos inventando respuestas y llenando nuestras soledades de personas, reales o no. Y yo decidí llenarlo de personas que no lo fueran. La librería de Dolly se convirtió en un reto, leería todos los libros que tenía en su colección, y escogí el primero de ellos sin leer su título. Me propuse regresar a mi refugio y mantenerme a salvo. Aquella noche conocí a Beryl Markhan, volé con ella en su avioneta, viajé a África, disparé a los leones, domé caballos y tomé té en la casa de Karen Blixen. Todo resulta más sencillo cuando uno logra escapar a las páginas de una novela.
5
De haber sabido lo que iba a suceder, Lina habría hecho muchas cosas de otra manera.
Habría desandado algunos caminos y habría reescrito los días pasados. Se habría esforzado en mejorar los recuerdos que sobrevivirían en la memoria de Clementina.
De haber sabido que su despedida estaba tan cerca, habría pasado más tiempo con ella y habrían redactado juntas una lista con las frases imprescindibles en la vida de una hija. De haber sabido que los relojes se pararían aquella inesperada mañana del mes de septiembre, días antes de su decimosexto cumpleaños, Jaime se habría sentado a su lado bajo la higuera en la última tarde de verano que pasaron juntos, y le habría dicho que no tuviera miedo, que todo iría bien, y le habría convencido de lo fuerte que era, y de que nunca debía sentirse sola porque ellos siempre estarían a su lado.
Le habría prometido que nunca la abandonarían, aunque ya no volvieran a verse.
Jaime habría intentado engañar al destino y habría cambiado de planes. No habría apurado hasta el domingo y habría evitado conducir a toda velocidad para llegar a tiempo a la función de Clementina. O le habría pedido al chófer que los condujera hasta allí, en lugar de ponerse al volante de su coche nuevo. Era el último verano que Clementina iba a pasar en el campamento de verano y ese año le habían dado el papel de árbol en la obra, uno de sus favoritos. Lina había insistido en salir el viernes, pero Jaime quería aprovechar su último fin de semana de verano. No habrá tráfico, dijo, si salimos temprano llegaremos a tiempo para comer en Segovia.
Jacobo pasó su última noche despidiéndose entre lágrimas de Amparo. Su primer amor. Y si hubiera tenido la oportunidad de hacerse mayor, en el futuro la recordaría cuando estuviera jugando en casa con los hijos que hubiera tenido con la mujer con la que se hubiera casado años después, pero nunca olvidaría aquel amor de verano, ni su primer beso, ni el dolor que sintió al separarse de ella. Y de haber sabido que nunca volvería a verla, le habría dicho que jamás la olvidaría y que siempre la llevaría en su corazón. Y no le habría prometido escribirle una carta cada semana, porque su padre le enseñó a no prometer en vano.
En la mañana de aquel último domingo, Lina salió a pasear temprano para recoger una cesta de clementinas, naranjas y limones. Jaime desayunó una tostada de pan recién hecho empapado en aceite y dos cafés con leche antes de ayudar a ordenar el equipaje en el maletero del coche. Colocó la cesta de mimbre llena de fruta en el asiento trasero, junto a su hijo. Se despidieron de la cocinera y del ama de llaves. Y de haber sabido que no iba a volver a verla, Clotilde habría abrazado a Lina con más fuerza, y le habría confesado, con su habitual entusiasmo, lo orgullosa que estaba de ver a la mujer en la que se había convertido. Y ambas se habrían dicho adiós con lágrimas en los ojos. Pero, en lugar de esto, se despidieron con un hasta pronto y un pellizco en el estómago de Clotilde.
Lina se cubrió el pelo con un pañuelo de seda rosa y se puso unas enormes gafas de sol de montura de carey. El vehículo avanzó lento por el camino, los neumáticos crujieron en el suelo y diminutas piedras saltaron a su paso. Jacobo se asomó por la ventana y agitó la mano en dirección al algarrobo al que había trepado Amparo. Jaime y Lina fingieron no verlo llorar, se miraron de reojo y sonrieron.
Tres horas y quince minutos después Jacobo dormía a pierna suelta en el asiento trasero y Lina repasaba el carmín rojo de sus labios, un rayo de sol se clavó en el espejo retrovisor y cegó a Jaime que, justo en ese instante, intentaba encender su cigarrillo. La carretera se volvió invisible durante una décima de segundo y algo corrió veloz por el arcén; un perro abandonado, o quizás fuera un conejo. Jaime dio un volantazo para evitar el choque. Durante unos metros circuló por el carril contrario y, cuando estaba a punto de recuperar el control de la situación, apareció por la curva un camión cargado de heno. El choque fue inevitable.
La imagen del coche calcinado se inmortalizó en las portadas de todos los periódicos del país. Las teorías acerca del accidente y los titulares dramáticos fueron el tema de conversación de los bares y cafés durante semanas. El conductor del camión sufrió varias crisis de ansiedad aquel domingo. La