Y ahora... ¿quién podrá defendernos?. Álvaro Rojas

Y ahora... ¿quién podrá defendernos? - Álvaro Rojas


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¡Álvaro!

      —Buenos días.

      —Por favor, espera un momento. Te comunico con el Director General.

      Un sobresalto volcó mi estómago 180°. No es común que te llame el Director General a esas horas de la mañana, a menos de que algo suceda.

      —Álvaro, después de la conferencia de prensa, gran parte de tu equipo de trabajo ingresó al salón donde se encuentra uno de nuestros huéspedes VIP. Le piden autógrafos y se toman fotos con él —. Me decía con tono desesperado.

      —No puede ser, señor. Debe ser un malentendido.

      —Necesito que arregles esta situación inmediatamente— colgó.

      A este punto debo contarles que en la bella industria de la hospitalidad hay una regla de oro a nivel mundial y es que todo colaborador de un hotel debe actuar profesionalmente frente a figuras públicas, sin emocionarse, ni tomarse fotos y mucho menos solicitar autógrafos.

      Podría entender que un colaborador se arriesgue a quebrantar la regla, pero, ¿más de 50 personas? Además ¿qué personaje causaría tanto furor?, no parecía tener sentido.

      Como pude dejé el teléfono en su lugar y bajé de mi oficina, rumbo al salón. Apresuraba el paso mientras los pensamientos me embriagaban a montones. «No puede ser cierto. Debe ser un error. Debe estar equivocado». «El protocolo del hotel es muy estricto y los colaboradores lo saben».

      El camino se me hacía interminable, mientras me convencía de que todo estaría bien. «Definitivamente, es un malentendido», me decía. En los cortos 5 años que llevaba a ese momento trabajando en esta industria jamás había visto algo así, no tendría por qué estar pasando esto.

      Cuando tuve frente a mí la puerta del salón en el que se llevaba a cabo la conferencia de prensa, mis ojos me dieron un topetazo de incredulidad. Era una locura.

      Ni siquiera podía ingresar al salón, porque había compañeros que estaban afuera haciendo fila.

      Como pude sorteé la gente y el mundo entero se me vino encima. La cruda y triste realidad golpeó mi rostro.

      Efectivamente, tal y como me lo habían advertido, mis más grandes temores eran ciertos: más de 50 personas se volcaban sobre nuestro invitado, eran la gente a mi cargo.

      El ruido era ensordecedor y los celulares no dejaban de sonar al compás del click de cada fotografía. No hallaba a dónde mirar, sudé frío y mi cuerpo se paralizó ante semejante situación.

      Mis pensamientos ennegrecieron: «cómo voy a explicar esto».

      En mis años trabajando en la industria turística había visto desfilar a muchas figuras públicas como grandes jugadores de futbol, artistas de cine, cantantes y a otras personas de renombre, pero a nadie que emocionara tanto y tocara tantos corazones al unísono, como lo estaba haciendo nuestro huésped.

      Era el primer invitado con el que la gente enloqueció hasta el punto de romper los estrictos protocolos y reglas establecidas: no tomarse fotos, pedir autógrafos y sobre todo agobiar al artista.

      A pesar de haber atendido muchos artistas, este tenía algo realmente diferente, que producía ese efecto de cercanía en las personas, la humildad de ese maravilloso hombre, su carisma y don para llegar a muchos, generaron una reacción nunca antes vista.

      Nuestro invitado, este ser inigualable, ante él cual mis compañeros no pudieron resistirse era Roberto Gómez Bolaños, “Chespirito”.

      Chespirito es un personaje que conozco desde niño. Generaciones y generaciones de personas han disfrutado de su trayectoria y yo formo parte de ellas.

      Cuando era pequeño me sentaba cada tarde frente a la televisión para disfrutar sus programas. Reía y me divertía mucho. Cómo no hacerlo con aquella persona que era capaz de llegar a muchos a través de una imagen en esa caja negra.

      Qué diversión inagotable con sus múltiples personajes: El Chavo, el programa número uno de la televisión de habla hispana, El Chapulín Colorado, Doctor Chapatín, Los Caquitos y muchos más. No había forma de aburrirse, la versatilidad de los personajes hacía imposible dejar de verlo y era una parada obligatoria para todo niño en mi país. Un grato recuerdo que conservo hasta hoy.

      Nunca imaginé que 20 años después tendría la oportunidad de tenerlo frente a mí y mucho menos imaginaba que gracias a él y su efecto en las personas podría recibir un regaño monumental o incluso perder mi empleo, pero menos imaginarme que además, ese día, mi vida cambiaría por completo.

      Todo era una pesadilla. El bullicio era intolerable y no había forma aparente de controlar a las personas y las que además venían en camino, pero no me iba a rendir, era mi responsabilidad y como tal debía resolver la situación.

      Respiré profundo, miré alrededor y logré escabullirme entre la gente hasta la mesa principal. Allí se encontraban la esposa de Chespirito, Florinda Meza, y su manager, con quien había tenido un encuentro previamente para coordinar todos los detalles y que precisamente esto no sucediera.

      Al verme llegar, su manager me miro con cara de pocos amigos y me dijo en tono molesto y con justa razón:

      — ¿Qué es toda esta gente del hotel? ¿Qué hacemos?

      —Tenemos que dispersar a la gente. Dame un momento para pensar cómo le vamos a hacer— respondí.

      Con cierta dificultad traté de concentrarme, la presión era mucha, «qué desastre, se va a quejar el artista, seguro está molesto» «cuando se queje, definitivamente estaré frito». La escena en la que estaba inmerso parecía dantesca: un hombre sumido en el infierno con la certeza de no tener salvación.

      Giré mi cabeza y, entre el mar de gente, quedé estupefacto ante lo que estaba viendo y la lección que estaba a punto de aprender: él sonreía y atendía a la gente con total cordialidad. Nos miró a mí y a su productor, sabía que algo pasaba, pero no lo demostró. Con humildad y cordialidad firmaba autógrafos y se tomaba fotos. Se entregó a su público. No le molestaba la situación y en un momento que se vislumbraba de pura tensión, se volteó, nos miró y el tiempo se detuvo, era un punto de quiebre, sus palabras iban a develar qué tan molesto podría estar e inmediatamente me daría cuenta del tamaño del problema.

      En ese momento, unas palabras escuchadas por mí y por muchos otros, salieron de su boca y en medio de una sonrisa que jamás olvidaré, nos dijo:

      —Y ahora, ¿quién podrá defendernos?

      Esa tan famosa frase, inmortalizada en la historia, me devolvió a mí mismo. Fue como si en un instante todos mis sentidos se reactivaran. Mi perspectiva cambió para siempre.

      Fue entonces que entendí por qué la gente se identificaba con Chespirito. Me di cuenta del liderazgo que tenía en cada parte de sí. No había manera de impedir esa avalancha de amor hacia él y, en una forma totalmente calmada y encantadora, fue atendiendo a cada persona.

      El manager y yo, ya con la calma que nos había transmitido, comenzamos a organizar a la gente en una fila, para que uno a uno, tuvieran la oportunidad de acercarse a él.

      Impregnados y llenos de un poco de aquel hombre, la gente se fue retirando poco a poco. Luego lo trasladamos a otro salón para que pudiera disfrutar de un almuerzo con privacidad.

      Pese a que las aguas regresaron a su cauce y la tranquilidad retornó al ambiente, aparecía mi destino que ya estaba marcado. A sabiendas de lo que iba a ocurrir, me dirigí a la oficina del Director General, como cual ganado al matadero y por supuesto sin ningún argumento que pudiera librarme de esa situación, no hubo “quién pudiera defenderme” y ni yo mismo lo logré. Para mi sorpresa, el Director General estaba sorprendido del rápido manejo que le dimos a la situación, cómo la resolvimos y logramos reubicar al artista sin que este se quejará. El incidente no pasó a más, pero todo se debió a una expresión, a un momento de lucidez de quien era la máxima autoridad en ese instante, de quien dependía todo y quien, sin abusar de su posición, sonrió y nos dio la tranquilidad


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