El hijo del viento blanco. Derzu Kazak
“Tractor” y “Bizcocho”, un cuzco desgreñado de alcurnia nebulosa, que tenía los ojos bizcos y abundantes pulgas muy sociables, fueron los juguetes en su vida.
El destino de todo hombre cordillerano era idéntico: Tener hijos mineros o pastores. Habían alumbrado en aquel paraje ocho retoños en doce años, tres mujeres y cinco varones; si bien tan solo vivían cinco. Dos murieron a los días de nacer y el otro, el angelito, lo carbonizó un rayo al tiempo que pastoreaba la manada de llamas en el cerro.
Pero un día fuertemente soleado, al rancho de los Altamirano arribó un forastero que escarbaba osamentas humanas y reliquias de las prístinas civilizaciones aimaras y quechuas. Un hombre que se ganaba la vida como catedrático de Arqueología Americana en la Universidad de Barcelona. El sino los reunió en las cumbres, donde Carlos Altamirano, con sus doce años, corría a sus anchas, y el Dr. Ezequiel Arenales sudaba la gota gorda a pesar de la sequía, tratando de vencer al aire enrarecido de la Puna. Un angelote y un hombre sabio, de apariencia imperturbable, pero con un pasado harto turbulento, hicieron una sociedad sin estatutos que funcionó a la perfección.
Terminada la campaña, que duró unos cortísimos ocho meses, el Dr. Arenales pidió a los padres de Carlos lo dejasen estudiar en España. Viviría en su casa, lo cuidaría él y su esposa como a un hijo, ya que no podían tenerlos propios, y pagarían sus estudios. La sonrisa feliz de su hijo y una percepción intuitiva de sus padres hizo esa tentativa posible.
La despedida fue breve, sin ninguna revelación emotiva, tan natural como acostumbra hacerse en esas zonas cordilleranas. Parecía que el destino no lo llevaría más allá del corral de las llamas. Pero cruzó el Atlántico.
Carlos Altamirano estudió en España desde la “a” de la escuela primaria, hasta la “z” de su carrera de leyes. Su dedicación despertó una inteligencia aletargada por la inercia y demostró ser uno de los mejores.
El fornido joven de baja estatura, no tenía los clásicos rasgos europeos. En su rostro podía entresacarse una mixtura de estirpe inca, aimara y quizás algunas incidentales gotas de sangre latina, que la naturaleza modeló sabiamente dentro de lo posible. Su ancha cara morena, enmarcada por un frondoso cabello renegrido como el ala del cuervo, sobradamente ríspido para rendirse al peine, semejaba, si es palmario que todos los humanos guardamos ciertos aires con algún animal, un temible “napolitan mastiff” con mirada inocente. Una testa voluminosa, firmemente empotrada sobre un nervudo cuello y un talle recio y pesado, le valió la civilidad de sus compañeros, más por temor al poderío que emanaba que por razones humanitarias.
Carlos Altamirano. ¿Un rostro de Atila…? ¿Un rostro nepalí…? Un rostro indígena sudamericano. ¿Qué diferencia había?
En los pliegues de sus ojos se mamaba el origen de los orígenes. La tierra madre. El Asia Central. En aquel territorio, pueblos de rasgos idénticos vivían en las alturas. En el remoto Himalaya, los Hindu-Kush, las montañas de Kunlun, Tian Shan, en los legendarios Altai, Quilian Shan. En el desierto de Taklimakan, en el desierto de Gobi y hasta el la mítica Katmandú.
Altitud, frío y páramo, el mismo clima que encontraron en el extenso altiplano de América del Sur. Vivir al pie de la colosal Cordillera de los Andes, en el Altiplano Andino, en el eterno desierto de Atacama, el más sediento del mundo, donde, paradójicamente, al noroeste del Titicaca, nace el río de ríos, el Amazonas, cuyo caudal es superior a los subsiguiente ocho ríos más grandes del planeta. ¡Todos juntos!
Carlos Altamirano había nacido en Andinia…
Andinia es lo que se ve cuando un enorme trozo de América Latina se mira en un espejo. Un terruño virtual cabalgando los indómitos Andes, remojando un pie en los abismos del Pacífico, y metiendo el otro en el rezumante jardín tropical de la Amazonia y el Mato Grosso. Entre el azul profundo del zafiro y el cambiante verde de las esmeraldas.
Andinia es un país primigenio, como Bolivia, Perú, Ecuador y toda Sudamérica, con idénticos problemas que sus hermanas y las mismas esperanzas de dignidad que, cuando despiertan y no tienen escape, devienen en guerrillas. Un país sin fronteras, porque las águilas que enviaron los dioses a buscarlas regresaron sin verlas. Ni aguzando su atisbo más allá de lo humano encontraron sus huellas. Ni siquiera el gran Inti, el dios Sol, distinguió algún linde tanteando con sus dedos de luz poro por poro. Por eso, desencantado del rumor oído, pasa día tras día derramando sus bendiciones a todos por igual, sin saber distinguir esa línea inmaterial que está únicamente en la mente de los hombres. La frontera. Por eso mismo, Andinia no tiene fronteras. Porque no las encuentra.
Andinia agonizó en el tiempo en que los Incas se encandilaron con los yelmos y, como el ave Fénix, intentaba renacer de sus cenizas calientes, a lo mejor demasiado calientes todavía.
Carlos Altamirano nació en Andinia. El tostado azabache de su pupila no resaltaba como en la morena faz de una andaluza, que luce el negro puro en el campo níveo. El campo era ebúrneo y el brillo del atisbo sosegado, con aires netamente tártaros. El Atila americano. El matiz de su tez no era oscuro, tanto que, en las partes no expuestas al sol, lucía con una leve tonalidad marfileña. Una dermis capaz de aprovechar eficazmente la melanina de su protoplasma, para escudarse de la formidable radiación ultravioleta de esas altitudes. En aquellos parajes se oscurecía rápidamente sin vadear el rojo. Un signo precioso de adaptación al medio.
Su alma era el espejo de su casta. Llena de vacío y, paradójicamente, colmada de un algo indescifrable. Una nobleza que abunda en las alturas, distinta del alma de las selvas y los llanos. Imposible de precisar, pero real, como el amor, como la belleza. Pero… ¿quién la define?
Carlos Altamirano en la vida aceptaría a un hombre por sirviente. Quizás podía servir, pero jamás permitiría ser servido. No se consideraba un hombre de segunda frente al blanco, por más ario que sea. Para él, ser hombre es ser igual. Los de su raza, al igual que en Mongolia y en el Tíbet, dan lo que no tienen sin esperar nada al que cruza como brisa por sus vidas, porque, extrañamente, aunque no tienen nada, nada necesita. Son los hombres más ricos de la Tierra. Y nadie puede robarles esa intangible riqueza.
Era atávica su mirada taciturna, resguardada en un dejo de tristeza; los negros luceros de un niño enturbiados por el rigor de la vida, abstraídos en un confín indefinido que se perdía más allá del horizonte.
Ávidamente leía y releía. En los libros aprendió de todo, menos una convicción que mamó inconsciente en su familia y acrisoló observando atentamente las actitudes del Dr. Arenales: «La verdad y el honor no tienen precio».
Esa fe sería el martirio de su vida.
Capítulo 3
Intihuasi - Andinia
Andinia vivía momentos caóticos cuando el flamante Dr. Carlos Altamirano regresó a su tierra natal.
En las selvas tropicales del Oriente, grupos guerrilleros liderados por rebeldes de izquierda, en su mayoría extranjeros, algunos idealistas y otros subvencionados por grupos clandestinos con intereses muy definidos, más cercanos a los negocios turbios que a una ideología política, asolaban plantaciones y pueblos, reclutando “voluntarios” que eran incluidos en sus filas sin más preámbulo que ponerlos a caminar al lado de los otros con un machete en la mano y sin el más mínimo consentimiento. Tan expeditivamente, que no podían despedirse ni siquiera de sus padres.
La efervescencia crecía día a día por las atrocidades ilegales de los guerrilleros y las atrocidades legales de las fuerzas gubernamentales.
Carlos Altamirano, con sus recientes veinticinco años, se sentía turista en su tierra. La desconocía tanto que ni siquiera recordaba con claridad su paso por Intihuasi antes de su partida a España. La ciudad que fue la Casa del Sol de sus antepasados incas no tan remotos, era ahora la indefinible capital de Andinia. Intentaba asimilar el cambio cultural que separaba y unía la madre patria con sus hijas emancipadas de América, que aún no encontraban su destino. Visitó a sus padres y hermanos, que seguían su vida tranquila y aislada, sin deseos y sin deudas, como siempre. Luego de un par de semanas con ellos, recaló para comenzar su vida laboral en Intihuasi.
Maribel