El hijo del viento blanco. Derzu Kazak
oficial, la frase: “Pichón de ladrón”.
Pero en las fotos, ¡todos sonreían!
– ¿De qué se ríen? Preguntaba indignado El Quijote a sus amigos.
¡Se cagan de risa del pueblo! Respondía invariablemente el Rafa, rascándose siempre la cabeza como si tuviera una pediculosis galopante, lo cual era más que probable. ¿Por qué no sacan una fotografía del «sonriente» pueblo recagado de hambre y sin trabajo?
El Quijote no existía en política. Era, a los fines del “rating” oficial y para deleite de los ociosos, un candidato “poroto”, por no decir más claramente un candidato al pedo.
Los líderes “fuertes” atosigaron a la teleaudiencia con sus declamatorias versiones de siempre: Somos los mejores. Su voto “por mí” lo hará rico y feliz. Haremos una patria justa, libre y soberana… Una sarta de promesas realmente audaces.
Dejaban el país en la miseria con una deuda externa impagable, pasaron de la noche a la mañana de indigentes a millonarios, ¡y se postulaban a cara descubierta ante sus víctimas como los únicos salvadores del futuro!
Ofrecían una sabia alternativa, la de siempre: Salir de la sartén para caer en el fuego.
Altamirano y sus colegas sospechaban que sus dignísimos adversarios no necesitarían monumentos póstumos. Ellos mismos servirían de estatuas. Tenían la cara del más sólido granito. Pero así es la política, salvo rarísimas excepciones, solo apta para los «humildes, desinteresados y sinceros».
El canje de votos a cambio de baratijas o platos de comida, fuertemente condimentados con las promesas más disparatadas, eran el “standard” de la norma.
La “fábrica de opiniones” de los medios de comunicación masiva, lavaba y enjuagaba los cerebros al mejor estilo de la “dedocracia”, mientras los candidatos enviaban a sus secuaces a comprar los votos de los pobres analfabetos o gente de las favelas que sobrevivían entre la miseria y el delito, que eran muchos.
Recibían de un locuaz enviado por el partido una zapatilla depreciada, la izquierda, junto con el sobre que debían depositar en las urnas y, si ganaban, les prometían solemnemente la entrega ceremonial de la otra zapatilla, la derecha.
Caso contrario, andarían con una sola pata.
El partido de Altamirano no tenía un centavo, hicieron una campaña silenciosa, “gastando las alpargatas”, visitando personalmente a sus antiguos clientes, explicándole claramente que únicamente prometían trabajar por el bien común. Ellos le creyeron y lo divulgaron de boca en boca, en una escala exponencial entre sus amigos y los amigos de sus amigos. Un pueblo cansado de mentiras buscando un líder que diga la verdad generalmente obtiene lo que busca. Todos los pueblos tienen el gobierno que se merecen.
Llegó el temido y esperado día de las elecciones...
Los votos del partido MSJ se agotaban rápidamente en las mesas electorales. Algunos sospechaban travesuras de los partidos oficiales, tan afectos a llevarse masivamente los votos de sus adversarios para limpiarse el culo. Otros, sospechaban un desastre.
Y el desastre ocurrió…
El MSJ ganó las elecciones por una diferencia tan abrumadora, que obtuvo mayoría en el Congreso y dejó sin posibilidades de manipuleo o impugnación a los fuertes grupos que alternativamente gobernaron. ¡Un cataclismo!
El Quijote, símbolo de su partido, lejos de ofenderlo, lo llenaba de orgullo. Decía que prometía esmerarse para merecer tal apelativo; un emblema del pueblo que resultaba muy doloroso para las sanguijuelas que perdieron el bocado. Muchos de ellos odiaban a Cervantes por haberlo inventado.
Unos días después, en una lujosa quinta campestre, los líderes de los partidos derrotados conferenciaban con un selecto grupo de “Asesores” extranjeros. En aquel palacete decidirían lo más conveniente para la “Democracia”.
La algarabía de los rotosos malolientes era para unos un inocente carnaval carioca, y para otros, una peligrosa rebelión de las masas.
La guerrilla ofrecía por primera vez en su historia la posibilidad de un diálogo con el Gobierno. En la calle, eran contados los que podían designarse “gente”. Pero atronaba un fuerte mar de fondo. Había mucho dinero en juego y los poderosos no toleraban riesgos ni querían perder las riendas del poder.
El Quijote empezó a cabalgar y los perros a ladrar.
Capítulo 6
Intihuasi - Andinia
El gigantesco Airbus 380 de Iberia, con un pasaje de más de 500 pasajeros, sobrevolaba la lujuriante selva occidental de Andinia a dos mil metros más allá de la troposfera, amortajada por un hermético estrato de revoltosas nubes que despuntaban colosales hongos de blancura encandilante, los temibles yunques donde Zeus forjaba sus truenos a golpes de relámpagos.
El Dr. Ezequiel Arenales sentía su corazón alborozado, buscando ávidamente algún claro que le permitiera ver esa tierra que amaba más que la propia. Aún faltaba media hora de vuelo para llegar a la capital, la mítica Intihuasi, la Casa del Sol de la prístina cultura Inca, hoy transformada en una pseudo Babel de rascacielos acristalados y ranchos de latas oxidadas.
Intihuasi cabalgaba el indeciso límite de la moribunda selva, y el comienzo de las grandes alturas en los desiertos del Altiplano Andino, en la mitad de un salto brutal desde el uliginoso reino de los jaguares al mustio paraíso de las vicuñas. Una ciudad que atesoraba obras exquisitamente labradas en piedra por consumados artesanos que agotaron su tiempo sabiamente, en la meticulosa labor de hacer encastres de dovelas tan exactos, que no quedara aire en las junturas.
En ningún tiempo se hizo en la Tierra algo tan perfecto utilizando las manos del hombre, salvo quizás, en el otro extremo del mundo, en el desierto egipcio, en los sillares de los pasajes que penetran el corazón de la enigmática pirámide de Keops y en el misterioso templo de Karnac.
Esas piedras bruñidas habían fascinado incesantemente la descollante mente del Dr. Arenales, elevándolo a un estado contemplativo, más comparable al misticismo que al metódico análisis científico. Solamente así discernía su misterio, solo así las penetraba, acariciándolas en su ignoto interior palpitante de vida mineral, por la sutil estrategia de sentirse incorpóreo.
Luego de un largo período contemplativo, se amalgamaba en la esencia unitiva del conocimiento intemporal aglutinado en el substrato pétreo que, esos antepasados, como eslabones de cadenas vinculantes de nuestro phylum, nos dejaron en herencia imperecedera.
El Comandante anunció el comienzo del aterrizaje, con la inocua advertencia de permanecer sentados. Se esperaba una “ligera turbulencia”.
El sol reclinaba en el momento que el coloso de aleaciones livianas clavó su hocico de cetáceo en la reverberante barrera blanca, oscureciendo la cabina y zamarreando sin compasión a los viajeros que, sometidos simultáneamente a una desacostumbrada tenebrosidad y el crujir de las flexibles estructuras, se ajustaron los cinturones apresuradamente sin la necesaria insistencia del personal de a bordo.
Algunos pasajeros trocaron la plácida fisonomía de laxitud y letargo por el avizor síntoma de peligro y mal disimulado pánico que relumbraba en los ojos vidriosos. El Dr. Ezequiel seguía aplastando su nariz contra la ventanilla, esperando con ansiedad la primera vislumbre de su idolatrada Andinia.
La turbulencia transformó al avión en un potro indomable, cambiando derrotero a cada instante, metamorfoseando la placidez del vuelo transatlántico en una arriesgada aventura que no se borraría de las mentes en toda la vida.
El huracanado ajetreo de la galerna zarandeó la aeronave con saña, cuál brizna en el ojo del huracán. El reactor crepitaba en quejumbrosos crujidos a ensambladuras en el límite de amputación. Sus planos aleteaban al resplandor de los relámpagos como un colibrí para sustentarse en vuelo mientras la iluminación interior chispeaba indecisa al compás de las pulsaciones cardíacas.
Algunos equipajes de los gabinetes