El hijo del viento blanco. Derzu Kazak
Es cierto, acotó el Rafa Fischer. Debemos luchar “con” justicia y no salirnos de los carriles, sino, también dejaremos de cumplir nuestro juramento.
– Hablas bien, amigo, eres un buen abogado… Respondió Altamirano. Busco un cambio, pero por los cauces de la paz. Creo que la no-violencia de Ghandi tuvo más fuerza que todas las armas destructivas. Perdura, porque la paz es parte esencial del ser.
– Puede ser… remarcó Carmelo Pastrana. Puede ser que la no-violencia sea una solución. Pero que sea pronta. Tan solo veo que esta colonización cuantitativa que nos impone la globalización mantiene una extraña invencibilidad política. Jamás asimila nuestra cultura ancestral; simplemente la arrasa y la cambia por esta civilización uniformante que está en las antípodas de la nuestra, que se funda únicamente en la animalidad humana. Esto explotará muy pronto.
– ¿Saben una cosa? declaró inspirado, creo que editaré un pasquín donde divulgaré lo que los diarios callan porque no tienen pelotas… ¡o porque son propiedad de ellos!
– Haré una crónica de todas las aberraciones de la justicia y denunciaré a los corruptos. ¡Eso haré!
Y eso hizo…
Seis meses después, el irreconocible cuerpo de Carmelo Pastrana fue retirado trabajosamente de una jaula de hierros retorcidos y calcinados. Fue todo lo que quedó de su vetusto automóvil después del “accidente”.
En el sepelio, cuando el Rafa Fischer preguntó si sabía algo, Carlos Altamirano le respondió:
– Me había dicho unos días antes que estaba detrás de una noticia explosiva, pero le faltaba ratificar algunos datos; algo así como que el Presidente de la Nación y su cofradía están metidos hasta las orejas en el narcotráfico. Creo que los interesados se enteraron antes de que salga el informe… y él se lo lleva a la tumba.
– Debemos tener cuidado -respondió el Rafa- y como esto quede así como así… ¡yo me voy con la guerrilla! Ambos sabían que también ellos estaban en la mira de los verdugos.
Todo quedó así como así. Y el Rafa cumplió su promesa. Unos años después lideraba la guerrilla en las selvas de Andinia.
Capítulo 5
Andinia
Carlos Altamirano llegó una mañana muy temprano a los tribunales, como era su rutina, con su Código Civil bajo el brazo y un gastado portafolio de loneta. Una de las secretarias del juzgado llamada Analía, mujer entrada en años que de alguna manera había simpatizado con su forma de trabajar, quizá haciendo una broma, dijo a su compañera:
– Allí viene “El Quijote”…
Y aunque su cuerpo compacto distaba mucho del longilíneo personaje cervantino, ese apodo corrió como reguero de pólvora y pasó a ser su nombre propio. Luchaba contra molinos de viento de una manera empecinada y constante, hasta que las aspas caían a jirones por los embates de su lanza. Cabalgaba el polvoriento Código que guardaba entre sus folios la suerte de los hombres, cuál indómito Rocinante enjaezado con cincha, montura y bridas de telarañas.
Pasaron siete años. Las guerrillas en una lucha ciega continuaban en las selvas, diezmando campesinos y soldados. De vez en cuando un edificio gubernamental o una estación policial se desmenuzaba por los aires. Morían algunos inocentes vestidos de uniforme y unos días después mataban algunos “guerrilleros” recién destetados de sus madres. El Comandante Rafa era un personaje lúgubre que tenía precio por su cabeza. Su fotografía circulaba junto con la del extinto Ché Guevara.
Y el trabajo se volvió rutina…
Nada cambiaba en la vida de Carlos Altamirano, un caso detrás de otro. Las causas profundas seguían iguales. Y buscó esas causas…
Rafael Fischer, escapándose subrepticiamente de la protección selvática, era su confidente en sitios apartados, cada vez más enervado y cada vez más convencido de la nulidad de la lucha. El tiempo lo habían cubierto de una pátina de desilusión y odio a todo lo que tuviese tufo a legalidad, que para él era la herramienta de la corrupción cancerígena.
El Rafa gruñía entre dientes a los oídos del Quijote:
– Los pocos que se están forrando de dinero ni siquiera olfatean que se están cebando para el matadero…
Dios nos guarde de las aguas mansas, que de las turbulentas me guardo solo. Dice el refrán. En el alma de aquellos hombres, que alguna vez fue serena, la marejada había producido un oleaje más bravío que en el Cabo de Hornos. Inconscientemente germinaba la semilla de la revolución sangrienta.
Uno de esos días, en un pueblito llamado Huayra, ocultos en “Los Cóndores”, un bar de mala muerte alineado junto a otros ranchos en la única calle, con piso de tierra apisonada por las ojotas y los duros pies descalzos, con unas cuantas mesas y sillas de madera toscamente clavadas que amenazaban caerse al menor movimiento, pintadas generosamente por la más arcana mugre, único local al alcance de sus escuálidos bolsillos, el “Rafa” Fisher, comenzó una impredecible perorata.
– ¡La política en nuestro país es una inmundicia monumental y la justicia su olor nauseabundo! ¡El uno apaña al otro y el otro apaña al uno! Parece mentira que todo lo que está corrupto huela a podrido; como debe ser; pero los grandes corruptos siempre huelen a perfume francés… ¡Tienen más vericuetos que un caracol de cien mil años!
– Si seguimos luchando desde abajo solo recibiremos pisotones y patadas. ¡Tengo callos hasta en la nuca! Debemos tomar el poder y, para eso, hace falta ser político o tener a los yankees de tu lado.
– Para nosotros solo nos queda un camino: La política, aunque sea un camino atascado de basura.
– Nunca me olvido que Carmelito Pastrana murió buscando la justicia. Unos hijos de puta lo mataron alevosamente para silenciarlo y no debemos dejar que su muerte sea en vano…
– O sacamos cagando a los políticos corruptos, o me vengo con la guerrilla a la ciudad… ¡Y arderá Troya!
Entre la rabia por pura impotencia y deseos ardientes de ayudar a los que no tenían la sartén por el mango, nació el MSJ, “Movimiento de Solidaridad y Justicia”. Un nombre demasiado grande para un grupo microscópico.
La idea los entusiasmó tanto, que se lanzaron con renovados ánimos a consolidarlo. El Rafa, por razones de fuerza mayor no figuraría entre los asociados, pero haría la campaña a su manera.
Llegaron a duras penas al mínimo número de afiliados para inscribirlo como partido político luego de interminables visitas personales a favorecidos y amigos de Carlos Altamirano, quien quedó como Presidente -por el solo hecho de que no había otro- del partido más pequeño y desconocido del país y, naturalmente, del mundo.
Los políticos fogueados se cagaban de risa en la jeta del fundador y sus afiliados, una caterva maloliente de pelagatos analfabetos y rotosos; tildando al movimiento de zurdo por la sencilla razón de ser de clase baja.
También ellos tenían una parte de la razón. Las reuniones del MSJ no se caracterizaban por la presencia de modelos Givenchy ni Chanel, ni por la retórica clásica, y mucho menos por el olor a lavanda. El tufo, espeso, acaso rancio, podía palparse en el aire. Pero había calor humano y nadie parecía darse cuenta de ese detalle.
Dos años después llegaron las primeras elecciones…
Ruidosas campañas de los grandes partidos “traicionales”, como los llamaba el Rafa, sobre todo el oficial, enquistado desde hacía décadas, llenaron pueblos y ciudades de pancartas; letreros sobre letreros en las mugrientas tapias, tapaban los retocados retratos de un conocido político con la de otro que pegaban horas después exactamente sobre su cara, en un carnaval de afiches a todo color con los sonrientes rostros de los candidatos, que acababan de demostrar la más asombrosa habilidad para llenarse los bolsillos sin cometer el más mínimo delito.
Algún vecino con cierta dosis de humor escribió sobre la