El hijo del viento blanco. Derzu Kazak
camuflaba las firmes curvas femeninas bajo un grueso pulóver tejido con agujas de mano y una falda plisada de gabardina azul marino, que le daba un aire de monja moderna.
Había pisado suelo americano refrescado con una brisa acariciante que despeinaba sus cabellos castaños sobre unos ojos de asombro, esbozando una tenue sonrisa en su angulosa cara de rasgos bizarros, propios de un temple indomable.
También era campesina, acostumbrada a las madrugadas y a permanecer doblando el cuerpo con la hoz en la mano, cuando las cosechas de trigo pedían brazos y no había dinero para más contratos. Con voluntad férrea estudió medicina en Barcelona, especializándose en pediatría, enamorándose al final de su carrera de un alma gemela encerrada en un cuerpo que distaba bastante de ser un adonis.
Carlos Altamirano y Maribel Santillán, una feliz pareja despareja, tomados de la mano y henchidos de esperanza, miraron hacia el cielo en silente plegaria.
Se desmenuzaba en horas el mes de junio transitando por los finales del otoño, cuando la doctora Santillán abrió las puertas de su austero consultorio. Fue recibida con beneplácito por la comunidad cercana, necesitada de médicos para infantes. Ese mismo día atendió a su primer paciente.
La mortalidad infantil era altísima y las enfermedades hídricas, sobre todo el cólera en verano, hacían estragos entre los angelitos. No había pasado una semana de su llegada cuando ya trabajaba a pleno en un hospital y en su nuevo consultorio, alquilando una modesta casa que servía para estos fines y vivienda. Ingresaba un puñadito de dinero que alcanzaba para los gastos familiares.
Muy diferente fue la acogida al Dr. Carlos Altamirano. La cofradía de jurisconsultos estaba integrada exclusivamente por hombres y mujeres que consideraba ineludible cierta alcurnia y un tipo de sangre para obtener un título en Derecho. Debía ser, según la expresión corriente, “gente como uno”. Y permitir que un indígena casi puro circulara entre ellos con igualdad de rango les escocía más que el roce de las ortigas gigantes de la selva amazónica. Pero el peso de un título universitario europeo era muy difícil de soslayar. Parecía que pesaba más que el propio,
En Andinia, la clase dirigente se miraba en el espejo del viejo mundo en una especie de simia comedia, repitiendo los gestos, costumbres y modas de Europa Occidental: Italia, Francia y España, eran puntos obligados de visita “para ser alguien”, y motivo imperioso de conversación en las tertulias.
Saber que existía Christian Dior en el 30 de la Avenue Montaigne, conocer a las hermanitas Fendi en la vía Balzella 56 de Milano y estar absolutamente seguros que, en Madrid, Jesús del Pozo no era un torero, era más que imprescindible. Además, para ser considerado un “hombre de mundo”, debía situar sin vacilación las playas mediterráneas donde las beldades nórdicas asoleaban sus encantos y los nuevos jeques petroleros despilfarraban fortunas, además, garantizar que se tiró varias canas al aire…
La cerrada sociedad local miró con fastidio al advenedizo abogado con título de España, que por convenios antiquísimos era válido en todos sus términos para Andinia… Aunque esa validez se mantuvo por conveniencias del grupo que obtenía diplomas en Europa con homologación automática en Andinia. Ninguno esclarecía cómo ese ignoto mestizo pudo acceder a un nivel que se soñaba para alguno de los hijos de gente pudiente.
El Dr. Carlos Altamirano no solamente estaba diplomado con el título intermedio de abogado, sino que había obtenido el máximum grado universitario al doctorarse con honores en Derecho Internacional. Sin proponérselo, ofendía el amor propio de muchos colegas llamándolos “abogado”, cuando ellos mismos se autoimponían el título de “doctor” para saludarse con aires versallescos en los pasillos tribunalicios.
Pasaban los meses sin que un solo caso rozara sus manos. Hasta que un día...
Una anciana, ocultando la cabeza con su pañuelo negro anudado bajo el mentón, gemía desconsoladamente dando repullos en uno de los pasillos de los Tribunales. Pero esos suspiros penetraron en las entrañas del Dr. Altamirano enlazando el estómago, de la misma manera que atenaza el cuerpo de una madre el llanto doloroso de su hijo.
Así como Pablo de Tarso cayó fulminado camino a Damasco, Carlos Altamirano encontró en ese sollozo su destino. El caso era muy simple, muy común y muy trágico. Un prestamista local había montado un floreciente negocio inmobiliario basado en el expolio legal de propiedades de gente que pasaba por momentos de angustia.
La anciana, viuda desde hacía unos meses, había pedido un préstamo al financista para poder operar a su esposo de un cáncer considerado incurable. Pero había que intentar todo para salvarlo… Los médicos cobraron el dinero, le entregaron el cadáver, y quedó hipotecada su casa por unas monedas.
El retorno del dinero fue imposible, y la remataron por la centésima parte de su valor, en una cadena donde entraba el prestamista, su testaferro, el rematador, y un par de abogados con la anuencia de un juez; cada cual con su parte en el próspero negocio. La anciana estaba en la calle y clamaba inútilmente a la ciega justicia, que manoteaba el aire buscando la balanza. Y así empezó su camino al Calvario.
Investigó paso a paso el itinerario recorrido, y quedó asombrado de que “eso” pudiese ocurrir en el ámbito de la justicia.
Pidió al mismo juez la revisión de la causa… Y fue en el acto denegada. ¡Todo estaba consumado y era tan legal!
Pero él también era abogado y sabía presionar donde más duele. Sin inmutarse, enrolló el expediente bajo su axila y mirando a los ojos del Juez, le dijo con un aplomo paralizante:
– Me parece un caso por demás interesante… Ciertamente todo es absolutamente legal de punta a punta… Verdaderamente irreprochable en todos sus aspectos. Pero será fascinante analizar objetivamente este punto de vista en las principales universidades de ciencias jurídicas de Europa, desde el origen de esta causa y muchas otras similares que pasaron por sus manos, asimismo a los personajes que siempre intervienen desde las sombras, desde los testaferros fundamentales a los propietarios finales de los inmuebles y, sobre todo, las escandalosas actas de remate… Su nombre y los de su equipo de delincuentes sonarán muy fuerte… Para bien o para mal, le aseguro que muy pronto Ud. será famoso.
¿Me está extorsionando…?
– No. Lo estoy investigando seriamente.
Y sin levantar polvo, dado que todo estaba consumado, acordaron para cerrar el caso transferir la casa en donación a la viuda, con una fuerte indemnización compensatoria. A partir de ese momento, el nombre de Carlos Altamirano era sinónimo de lepra húmeda.
Ningún colega se dignaba mirarlo y mucho menos a saludarlo. Quedó solo. Tan solo, que su esposa debió alentarlo para continuar buscando su destino. Pronto se vio colmado de causas perdidas y rodeado de insolventes, tan ignorantes que no sabían en muchos casos ni siquiera firmar, pero intuían que ese hombre hosco tenía un corazón sincero que latía al unísono con el de ellos.
Un par de años después, había logrado que un par de abogados honestos reconocieran su metódico trabajo en pos de la justicia de los desposeídos, que distaba tanto en Andinia de la justicia de los poderosos que parecía tener códigos diferentes según la clase social y, sobre todo, según el poderío económico y político. Muchos jueces eran conocidos personeros designados “a dedo” por los gobernantes de turno para que “hicieran justicia” en las variadas causas de corrupción que sus negocios necesitaban.
El Dr. Altamirano difícilmente perdía un caso. Conocía el derecho con profundidad y certeza, y sobre todo, tenía la constancia de las olas marinas y un concepto del tiempo tan vago, que para él no existía. Podía pasarse días enteros sentado como una foca en la puerta de un juez, impávido y en ayunas; esperando la respuesta para su cliente. Estas situaciones creaban un malestar de impotencia y desesperación entre los subalternos, que terminaban apoyándolo moralmente y pasándole algunos datos que no estaban en el sumario. La mayoría de las veces obtenía lo que buscaba para no verlo más.
Carlos Altamirano estaba sobrecargado de trabajo y absolutamente liviano de dinero. Sus clientes le pagaban con una gallinita que ya no “güeveaba”, un lechón travieso, alguna