El hijo del viento blanco. Derzu Kazak

El hijo del viento blanco - Derzu Kazak


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pendiente del incontrolado descenso y, unos instantes después, cuando levantaba el morro con un rugido de turbinas forzadas, retornaban bamboleantes hacia la cola al recuperar frenéticamente la altitud. Los vasos y botellas quedaban tendidos en el suelo y bailaban por su cuenta al compás de la telúrica rumba.

      Las azafatas permanecían sentadas sin variar su estudiada sonrisa de Gioconda mercantilista, cuchicheando flemáticamente, pero aferradas con cinturones cruzados, sin hacer el más mínimo caso a los pasajeros.

      Los sacudones estremecedores convirtieron a los pasajeros en virtuosos domadores de corceles cerriles.

      Bolsas rebosantes de vómitos, niños llorando a moco tendido y aflautados gritos afloraban los nervios, aclamando en coro los ingrávidos descensos de insondables pozos de aire que parecían acabar cien metros bajo tierra. Con los ojos cerrados o desmesuradamente abiertos, rezaban a fantástica celeridad oraciones ininteligibles mezcladas con repullos y lágrimas.

      Las aeromozas, sentadas en pareja, alcanzaron sin levantarse nuevos fardos de bolsas al pasajero contiguo, para que, en unos inacabables pasamanos, fuesen repartidas entre los fanatizados vomitadores.

      – ¡Entréguelas usted personalmente! Espetó con agrio semblante una voz desde la segunda fila a una belleza de traviesos ojos negros y aires mundanos.

      La azafata pasmó al caballero bosquejando el trance sin cambiar su sonrisa:

      – Señor, en estos casos tenemos prohibido desatarnos, dijo con franqueza, mientras enganchaba los pulgares en los rojos cinturones que aplastaban sus turgentes pechos. Una compañera se desnucó al hacerlo, estrellándose contra el techo del avión.

      La pajiza efigie del quejoso se puso lívida, regurgitó sin esfuerzo aparente sobre sus zapatos y la alfombra el resto del desayuno y tal vez toda la cena, en tanto que la aeromoza, dirigiéndose a los vecinos del experto vomitador, los consoló extendiendo sus blancas palmas, mientras les decía:

      – Confíen en los tripulantes y en la excelencia del avión, es un equipo magnífico que aguantaron temporales más fuertes que este por todo el mundo.

      El Dr. Arenales seguía mirando por la tronera la veteada negrura iluminada por instantes con los destellos enceguecedores de las culebrillas, los relámpagos o el sol. Imperturbable. Alborozado. Disfrutando el espectáculo titánico que brindaba pródigamente la naturaleza. Él, jamás se alteraba. En sus tiempos, ganó sobrada reputación de tener hielo en las venas.

      Rondaba los sesenta y tantos sin perder el donaire, pletórico de vitalidad, un talle recio y encumbrado formado de músculos que ceñían vigorosamente los huesos sin sitio para tejidos adiposos. Los ojos cobrizos, chispeantes, amenazaban encender sus pobladas cejas, y la barba gris perla esmeradamente recortada, con indudables aires intelectuales, contrastaba con sus ropas amplias y cómodas, más apropiadas para el campo que para una cumbre de negocios. A golpe de vista prescribía catalogarlo entre los estudiosos escasamente remunerados y apasionados de su trabajo.

      Ninguno sospechaba que detrás de ese perfil había muchas historias, algunas de amor y demasiadas de sangre.

      De la infernal tormenta brotaron jirones de paisaje, sombrío, difuminado por nieblas y gotas de agua que atravesaban la ventanilla, en tanto que el gigantesco Airbus superaba a un acrobático halcón en cacería, exhibiendo por tandas el suelo y la negra borrasca.

      Se preocupó un poco…

      Extraordinarias dificultades aguardaban a la tripulación para aterrizar sin rozar las alas en el suelo y sin salirse de pista por las fuertes ráfagas que seguramente azotarían la superficie. Confiaba en los pilotos y muchísimo más en Dios.

      Al descender de la aeronave, directamente a la pista por carecer el aeroparque de manga, se dio cuenta de que ambos habían trabajado a conciencia.

      El abrazo que recibió del Presidente fue el vivo encuentro de un hijo con su padre, aunque nadie dudaba la falta de parentesco. El flamante Asesor presidencial llegó empapado, coreado por los truenos y flanqueado por relámpagos que trazaban efímeras filigranas sobre el convulso pizarrón de la borrasca.

      ¿Una señal de su destino?

      Para los demás turistas, ver al publicitado Quijote de Andinia les impactaba tanto como un cocodrilo del Nilo tragándose una mariposa. Una exótica pieza de zoológico que escudriñaban con risita socarrona.

      – Andinia me ama tanto como yo a ella.

      Dijo mirando al cielo ante el improvisado micrófono del único reportero. El hombre de prensa levantó las cejas, y jamás supo si eso era mucho o poco. Pero allí terminó el discurso. Y allí comenzó la revolución…

      Capítulo 7

      New York

      Liza Forrestal acomodó la impecable chaquetilla de su traje con unos leves tirones. Guardó sus lentes de lectura en la cartera de lustroso cocodrilo negro y apretó con desdén el broche burilado en oro, incrustado en un precioso monograma que entrelazaba sus iniciales con gráciles arabescos. Los párpados se entornaron concentrando el pensamiento, delineando en su rostro unos ojos insondables que recordaban la glacial mirada de algunos sicarios. Estaba orgullosa de sus ojos de águila imperial al acecho, penetrantes y adamantinos, que irradiaban un exótico color aguamarina con iridiscencias pardas.

      Sus arqueadas cejas se movían al ritmo de su mente. No precisaba hablar, transmitían sus mensajes con más brío y certeza que su parca lengua.

      Instintivamente, sin prisa, mientras sus ideas rotaban en secuencia matemática, compenetrada absolutamente en su cerebro, desató el pañuelo de su cuello y jugueteando con él entre sus manos como un hechicero talismán, ingresó lentamente al fastuoso boudoir. A la derecha, un panel acristalado enmarcaba el jardín exquisitamente nipón, de una sencillez extrema.

      Macizos de gruesos bambúes coronaban una sombrilla roja enclavada en un mar de césped fresco y perfecto, magistralmente realizada con bambú y papel de arroz a manera de una amapola en un campo de trigo tierno. A su sombra, un tocón de nogal servía de asiento junto al estanque con nenúfares y peces coralinos de gran porte, que asomaban sus traslúcidas aletas en las aguas someras, creando una danza de círculos concéntricos.

      El magnífico aposento se integraba a una galería artesonada con maderos de teca, por poco negros. En el solado de cerámica con bordillos de piedras plomizas, relucientes por el agua rociada que las mantenía rezumantes, en unos sencillos tiestos de arcilla roja levemente cóncavos, lucían su añoso esplendor tres bonsáis de increíble belleza. Aunaban el ancestral orgullo de Ogura Yamasato, el anciano jardinero sordomudo de larguísima barba rala y platinada, encorvado por el peso de los años, que los cuidaba más que a su vida.

      En el confín, sobre los campos ondeantes de trébol, altaneros y ufanos de sus perfectas formas, irisando sus plumas con los bruñidos aceitosos del crepúsculo, paseaban su nostalgia blanca y negra dos parejas de grullas.

      Bruscamente, cambiando de idea y de semblante, pulsó el control electrónico que arrastró un pesado cortinaje de terciopelo rosáceo hasta borrar la serena vista, que traía al recuerdo el legendario jardín Suizenji Park de Kumamoto.

      Guardado de miradas, en el interior de los crecidos muros, enrejados y celosamente custodiados por una letal guardia pretoriana vestida de negro, como sus endiablados dobermann de aguzadas orejas y cola cercenada, escondía su soberbia arquitectura un palacio renacentista, espléndido y macizo, en el barrio residencial más aristocrático de New York.

      En el boudoir, la iluminación difusa fue creciendo a medida que se reducía el resplandor del día.

      Estaba sola. Más bien, acompañada por sí misma, desdoblada en un cuerpo marchito por dentro y charolado por fuera, encarcelando un alma atormentada que no encontraba reposo ni paz, oponiéndose vanamente al palmario paso de los años.

      Contempló sus rasgos minuciosamente en la luna del precioso chiffonnier, un cristal infiel y sincero que, en días de la Europa Imperial, recogió la imagen de una olvidada Reina Carolingia. Se vio rozagante. Pero sabía


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