Daría mi vida por volver a vivir. Germán Agustín Pagano
Eran las diez y media de la noche. Loupot llegó a su trabajo en el supermercado, no era cualquier supermercado, sino uno con herramientas y que a los costados tenía jardines enormes. Él se encargaba de la reposición de los objetos que tenían que ver con la jardinería. Su jefe se llamaba Dante, un hombre honesto y leal. Pasaron dos horas y Loupot seguía reponiendo, nadie dijo que era un trabajo fácil. El joven daba a conocer una buena imagen a sus superiores, hasta que en un momento tuvo un desorden mental. Su superior lo llevó a realizar tareas en un depósito enorme, de cuatro metros de altura, repleto de materiales y le dijo que dichas tareas tenían que estar listas para la mañana siguiente. Se apuró y empezó el trabajo pesado. Reponía los productos, como si fuera un zombi. A las cinco de la mañana, sus ojos no podían creer ver el amanecer, y el desconcierto lo invadió. Tomó su descanso, se sentó y comió algo para seguir con más fuerza. Se preguntó qué tenía que hacer para seguir adelante y que nada lo detuviera. La respuesta era simple, pero larga. La meta la tenía en mente y la cumpliría, aunque pasaran los años más largos de su vida.
Eran ya las ocho de la mañana, horario de retirada. Mientras Loupot emprendía el regreso hacia su casa, le surgió un pensamiento: “Si uno vive las dos experiencias, como cliente y, luego, como trabajador de la industrialización, puede entender los reclamos. ¿Por qué la gente se queja? Y la respuesta es que reclaman a los vendedores y a los repositores que los escuchen más, que no respondan como máquinas automáticas, sino como humanos. Tan solo con consejos y con una sonrisa, uno se gana un apretón de manos, un gracias o una propina, en algunos casos. Tan poca es la paciencia generada por un trabajo, que a muchos los perturba y a otros los enriquece. La gente quiere compartir, saber y sentir otro tipo de ayuda porque, al estar tan sola en el mundo, la necesita. Como, a veces, no se entiende a quienes están amargados, con una cara impactante, pero negativa; solo necesitan esa chispa que los levante y puedan, así, continuar con su vida”.
En el viaje se preguntaba si muchas personas sabían que aún había gente poniendo voluntad para el trabajo, tardes, noches y madrugadas. A veces, somos tan robots que olvidamos sonreír. Es simple: hoy trabajador, mañana testigo.
El detective
En ese entonces solo respiraba. Cada vez que levantaba la taza para tomar ese café gélido, sentía escalofríos, tan solo un momento en que el pensamiento anhelaba la condena de un pasado oscuro.
No podía olvidar ni escapar del cometido, solo la razón del comportamiento mantenía minucioso un trabajo. La duda, una parte de sí mismo para analizar por las mañanas, por las tardes y por las noches. Un curso sin fin, una paga escasa y un remordimiento importante sobre la vida misma. Estaba al borde de la locura. ¿Cuál era límite? Veía tantos cuerpos degollados y miradas ocultas en la sombras de su frente. La justicia necesitaba saber quién había provocado tal atrocidad, mientras a él la culpa lo carcomía. El esclarecimiento llevaba días, meses, años; ya que la vida parece corta, pero es más larga de lo que se piensa.
En cada caso que tomaba, por desgracia, aparecía involucrado un amigo o un colega. Qué casualidad que la tarea más difícil fuera inculpar a un allegado. La tolerancia jugaba un pacto con la verdad del acusado. Se preguntaba por qué, no lograba entender la situación tan impactante de ver a su entorno perdido, no se podía confiar en nadie. ¿Acaso es tan difícil ser recto? Pobre la moralidad, ya está perdida. No hay hombres de honor, solo personas débiles y vendidas al mejor postor. Un anhelo de paz y de virtud era lo que necesitaba el detective, aunque era solo un sueño del momento porque más adelante las muestras encontradas en la escena del crimen estarían manejadas de una manera no tan prudente.
Al cabo de unas horas, pasó a estar loco y, en unas pocas semanas, a estar perdido; ni la vida, ni el tiempo, ni las pérdidas de dinero importaban. No podía mirar fijamente a los ojos, tampoco prestar atención; sus palabras aturdían, sus movimientos no se conocían, veían pasar a un débil hombre, que había dejado entrar los sentimientos y las emociones. En ese entonces solo lloraba. Cada vez que levantaba la taza para tomar café, parpadeaba; esperaba un perdón divino. Por las calles caminaba sin importarle hacia dónde lo llevaban sus pasos, solo le importaba pensar sin razón hasta perderse en los años más largos de su vida. Era un detective. Sí, ¡tan duro era serlo!. Nadie los recordaba, solo los libros que contaban historias, las notas que describían hechos insólitos. La fuerza te nombra guerrero, la historia y la debilidad marcan sus errores, noticia y escrito.
A cada momento que la taza sin líquido se apoyaba sobre la mesa, el caso prescribía. A cada momento que la taza caía al suelo y se destrozaba en mil pedazos, el caso estaba resuelto.
El niño pobre
En el barrio de Versalles, había nacido un joven, cuyo nombre era Amshe. Su único pensamiento era la libertad. Su pobreza lo calificaba de bajo nivel. Vestía con ropa humilde. Tiene ocho años. Encontraba mundos nuevos, diferentes a los que veía en tiempos anteriores: el llanto y la muerte. Cada día y a cada momento, quería una respuesta a lo que pasaba. Tenía una pregunta: ¿qué sería de la vida de cada persona?.
Encontró una sola respuesta: debía buscar a cada niño e ir a un lugar muy especial que aún desconocía. El primer grupo de pobres, partía de la Argentina hacia los demás países; los jóvenes iban agonizando y perdiendo peso, llorando dolor, sufriendo el pasar de cada momento. Amshe estaba cansado, sin embargo, nada lo detenía; los medios de comunicación intentaban investigar el caso, pero poco lograban al no poder entrevistarlos. Gran parte de la policía de los distintos países intentaba detenerlos, pero no lo conseguían.
La aureola de colores verde blanco dorado, los protegía de tanta maldad, rencor, furia y de la detención. Caminaban por los campos y su entorno está rodeado de árboles esbeltos, ellos iban al lugar sin nombre. Al pasar la luz del sol, la aureola pasaba a ser de otro color: blanca. La vestimenta se transformó en trajes blancos con un bordado de hilos de oro que decía she am. El optimismo y el saber que algo más grande los esperaba no los detenía por nada en el mundo. Llegaron era Escocia. Una luz grande brillaba incesantemente, los últimos niños llegaron y esperaron sentados en el césped del campo mientras miraban la luz. Impactante era el destello que los trasladó a otra dimensión; ya no estaban en el planeta Tierra, sino en un camino largo: el gusano interestelar. Pero en un determinado momento lo vieron a él, era Amshe y Sheam, le dieron la bienvenida a ese mundo fantástico, sin nada más ni nada menos que un profundo amor y paz.
Si era la última guerra mundial, se habían llevado a los iluminados y a los más fuertes por tener vida de sacrificios y luchas.
En el proceso de tiempos de locura hay una luz. Cuando todo sentido se pierda y la música deje de sonar en el pensamiento, ya será tiempo de partir a una vida más digna, los seres más puros son los que desconocen la realidad y están en el mundo de la imaginación. La duda se cuestiona cuando no hay respuestas. Cuando no hay respuestas, se cuestiona la duda.
El papel sobre la casa vieja
En una casona vieja con moho destinada a la destrucción, había hojas de papel en blanco. Mientras la humedad carcomía las paredes de madera, él pensaba su historia para completar esos espacios vacíos. Colocaba una gran pluma sobre el tintero, que al mojarse guardaba la tinta sobre la punta final. Y mientras los pensamientos se descubrían, él tomaba ese gran objeto y comenzaba a escribir. Al finalizar cada párrafo, el escrito desaparecía por completo. ¿Cómo podía ser posible si la tinta no era transparente? Enloquecido se levantó y comenzó a caminar por los pasillos rotos de la pobre casa. Su locura había superado lo esperado: pensar, sentir, saber (pensar, sentir, saber); sus sentidos le hablaban al oído. Desesperado y atontado, le surgió una idea inesperada. La paz llegó a su mente. Agarró las hojas de papel en blanco y las comenzó a pegar sobre las paredes de la estructura. En unos días retiraría, hoja por hoja, con escritos diferentes; su contento destellaba sobre la humildad de unas esporas lumínicas y, en ese preciso momento, armó su gran libro llamado El papel sobre la casa vieja. El hogar destruido fue quien escribió tan dichoso libro.
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