Daría mi vida por volver a vivir. Germán Agustín Pagano

Daría mi vida por volver a vivir - Germán Agustín Pagano


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rodeaban el pasto y todo el conjunto hombre y árbol se paralizó en un primer contacto con otra vida.

      Monteskan le preguntó: “¿Cómo es que puede aferrarse a la vida sin ser notado? ¿Cómo puede si su cuerpo inmóvil no le permite relacionarse con sus sentidos?”. El joven anciano le contestó con sabiduría: “No estoy aferrado a la vida, la vida ya la estoy viviendo, estoy aferrado al tiempo, el poder absoluto de los procesos. El árbol vive en dimensiones, en generaciones y emite secuencias de energía irregular”. Mirando fijamente a sus ojos, el anciano le preguntó cuál era su nombre. Monteskan le contestó: “Mi nombre es la vida misma y lo acompaña la sociedad, a la que estoy por entrar, con el apodo Monteskan”. “Bueno, Monteskan, sos el único que notó que estoy en el proceso de búsqueda. Otros no me ven, porque la tecnología irrumpe sobre sus vidas y sobre todas sus composiciones”, le respondió el joven anciano. Monteskan, asombrado, se alejó, pero antes le dijo: “En cuanto seas vida, la energía en dimensión te encontrará pronto; si el materialismo te altera, estás entonces en la pérdida del infinito”.

      Monteskan, con sus sentidos alertas, siguió su camino y, en un simple proceso mental, ya estaba en la sociedad, en otro plano más inadaptado: una variable donde la totalidad del invento humano prevalecía olvidando lo sutil, lo sensitivo y lo raro, la curiosidad del menor parte imaginario y cerebral. Luego, divisó una puerta grande y redonda, giró la manilla y no pudo entrar porque, al ser evolución de la continuidad, no tenía la pureza de vivir en rutina.

      Pocos buscan, muchos encuentran al no ser vistos.

      Tres copas y un suicidio

      Sentado a la barra de un bar, Akima esperaba. ¿Qué esperaba? La nada. Por días se sentaba en el mismo banco de la misma barra, siempre pedía un trago diferente. Tantos viernes pasaron que probó absolutamente todos los tragos, por defecto se repetían constantemente. Él solo se miraba por dentro, pero no por fuera; la felicidad era una meta pensada, aunque, para llegar a ella, se necesitaba una gran perseverancia, algo de lo que carecía. Akima, el desamparado, el pensante, el solitario, el montanas. Su mirada pedía ayuda, pero solamente recibiría la propia. Tomaba puro alcohol, luego del trabajo, para terminar en su departamento un poco borracho. Para que los sucesos no fueran siempre rutinarios, se necesitaban cambios, tomar una decisión, para bien o para mal. A veces se hacían fiestas, otras veces charlaban entre pares, sin olvidar que estaban en una sociedad bien estructurada. Sentía gritos tan fuertes que se topaban con un gran muro sin escape y, detrás de ese muro, un hombre que mostraba tranquilidad y sosiego.

      Tomó el vaso de vidrio, que antes contenía una rica mermelada y ahora, una bebida alcohólica; lo llevó a su boca y mojó sus labios. Por más que no quisiera, sabía que estaba ligado a tomar alguno de los tres caminos: seguir hundiéndose en sus pesares, acabar con su vida de manera instantánea o estar tirado en la calle. Sabía que no iba a poder retroceder nunca más. La decisión estaba tomada, la muerte instantánea iba a ser su objetivo.

      El último viernes del tercer mes del primer año en que cumplía una edad considerable, acabó con su vida. Ese viernes tomó hasta que la borrachera invadió sus sentidos, pero no su consciente; estuvo sentado durante un rato en donde siempre tomaba. Cuál es la causa para estar en el borde de un puente, borracho y sin estómago, esperando un final sobre el asfalto. Pero no pensaba solo por él, sino por otro que podría terminar con el mismo destino porque nadie cercano a él le extendió una sola mano de ayuda parcial.

      Una bola de lana y las agujas en el suéter

      El sol brillaba sobre la casa; sobre la silla vacía, había una bola de lana y dos agujas de tejer que la sostenían. Los espacios estaban vacíos, excepto por esos dos objetos. Una incertidumbre, que no quería borrarse de ese cuadro memorioso. La propiedad era de Solmes, un gran hombre convertido en olvido por la carga de la edad. Llevaba como responsabilidad ser quien siempre había querido ser: un solitario de la vereda. Saber por qué había terminado así desbocaba a muchos, menos a él; sabía que había dado y daba todo en su vida. Sus dos hijos supieron cómo abandonarlo y él supo abandonarse. Solamente pedía ayuda económica. Su casa seguía deteriorándose; la bola de lana contenía el polvo de años, lo que una vez había sido rojo, era gris oscuro, al mismo tiempo, en un espacio diferente.

      La condición que uno pone en su vida determina la continuidad del futuro, la evidencia, un pasado que algún día fue la verdad más hermosa de ese tiempo. Ya no quedaba nada, no sentía, era un vagabundo del amor y de la paz con la sociedad. Qué libertad podía pedir si ni siquiera las piernas podían sostener su esqueleto.

      Noche de frío en una ciudad plana de movimiento, él esperaba sentado mientras todo ese peso psicológico lo exterminaba peor que la droga porque estaba sintiendo la pereza y la caída. Solmes tomó una gran decisión, un punto de partida: llegar a esa esquina. Caminaba en cuatro patas, la gente lo miraba y se sorprendía al ver que no podía caminar; llamaron a la policía. Mientras Solme seguía caminando, se acercó un policía a preguntarle si necesitaba alguna ayuda; le contestó que solo un vaso de agua, ni más ni menos, solo eso. El joven policía fue a una estación de servicio cercana, pidió un vaso de agua, se lo dieron y se lo llevó a Solme, quien lo tomó y le agradeció. Luego, el policía se fue y Solme siguió su ruta.

      Al llegar a la esquina, se dio cuenta de que estaba cerca de su casa, se fijó en su bolsillo, viejo y rotoso, y encontró las llaves; recordó dónde vivía y siguió gateando hasta su casa. Cuando llegó, la entrada tenía una faja de clausura, como no le importaba absolutamente nada, pasó. Mientras sus lágrimas caían sobre sus mejillas, cada vez estaba más cerca, insertó las llaves en el departamento y entró. No era como lo recordaba: no había ni un solo mueble. Se dirigió al comedor y vio la silla con la bola de lana y las dos agujas. Arrastró su cuerpo hacia la silla, se subió a ella y empezó a tejer, pero la lana estaba tan vieja y sucia que se le cortaba todo el tiempo. Ataba y tejía, sin comer y sin beber, seguía armándose un suéter; al tercer día lo terminó. Se sacó la ropa y descubrió su cuerpo deteriorado, una sola gota de sangre tiñó el pulóver gris que había terminado; se lo puso. Estaba desnudo, solo tenía una prenda de ropa sobre su cuerpo; se levantó y, luego, cayó, como ancla, sobre el suelo. Su cuerpo murió y su alma subió al despertar de un sueño real.

      Dos planos en uno

      En una sala de estar, en el segundo piso de una casa, se encontraban seis personas, quienes alguna vez fueron parte del presente, pero ya no estaban. Todo había sucedido más rápido de lo esperado. La abuela Amalia, Jose Luiz, Romerto, Mortis, Aron, Jaio estaban sentados viendo por la ventana cómo caía un rayo impresionante sobre una casa y hacía un hueco. La energía se distribuyó por todas partes. En ese momento, se escucharon golpes en una puerta, tan fuertes que atemorizaban. Esa puerta quedaba detrás de la casa, en un pasillo angosto.

      —Hay que abrir esa puerta, saben lo que hay adentro —dijo Amalia.

      —No se puede abrir esa puerta, fue sellada por una razón que desconozco —contestó José inmediatamente.

      Insistente, la abuela convenció a todo el grupo. Bajaron las escaleras y salieron por la puerta trasera. Mientras se iban acercando, los golpes eran cada vez más fuertes. Con sigilo, intentaron abrirla, pero la puerta estaba sellada.

      —Con fuerza y con golpes lograremos entrar —dijo Jaio.

      —No insistamos, por favor, no se puede abrir esa puerta —respondió Luiz.

      Con un fuerte golpe, Mortis logró abrirla. Increíblemente. Se dieron cuenta de que no había nadie, solo ellos. La abuela se dirigió arriba y se iba a acostar. No entendían nada, hasta que José quiso regresar, pero lo hizo solo. Cuando volvió se encontró con todos. En ese momento su entendimiento fue nulo: vio a un joven; sí, se veía a sí mismo. Se detuvo: el tiempo, la gravedad, el universo. Nada era lo que parecía, entendió que estaba jugando con dos planos a la vez. Cuando entró el mismo del plano dos al plano uno. La duda había quedado, pero ya era tarde porque sabía que estaba atrapado sin salida en el campo


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